Aplicar el término «ideología» a una determinada estética revela, igual que cuando hablamos de la teología o de la filosofía de una obra de arte, que en ella todo elemento conforma una matriz autónoma de mayor o menor envergadura que a su vez se inserta orgánicamente en una mirada más amplia sobre el mundo. Nada es, por lo tanto, casual ni fortuito en ella puesto que nos comunica algo sobre el paradigma al que pertenece.
En su ensayo Las palabras y las cosas (1966), Michel Foucault señala que la filosofía crítica y el concepto de ideología nacen en el mismo punto de la historia moderna; y en ese origen histórico tan ligado a la esencia de las palabras y los conceptos está también su crisis de significado, el germen de la desconfianza hacia esas mismas palabras y conceptos: «La representación está en vías de no poder definir ya el modo de ser común a las cosas y al conocimiento. El ser mismo de lo que es representado va a caer ahora fuera de la representación misma». Íncipit deconstrucción: la ideología nace de un cambio epistemológico profundo, y es ahí donde comienza quizás una nueva etapa en la que la desconfianza del hombre moderno por el lenguaje es suplida por aquello que Heidegger determinó con penetrante lucidez: el avance del mundo —y, por lo tanto, también de nuestras representaciones de él— como imagen.
La estética es, pues, una forma destacada del pensamiento moderno ligada a la representación, a las formas ideológicas dominantes y a las cuestiones intelectuales fundamentales de las sociedades en la última Modernidad; pero es sobre todo a partir de la obra de Goethe, Schiller, Fichte, Schelling, Novalis y otros que la estética resulta, más allá de un fenómeno colectivo, la puesta en escena de un sistema de pensamiento personal que, por medio de la recepción, entra en diálogo con la sociedad en la que se encuadra, con el futuro hacia el que está lanzado y con el mundo al que pertenece. En el cine contemporáneo encontramos, en opinión de quien esto escribe, dos grandes ideologías que relucen en un ambiente de industria desaforada, plataformas digitales y obsesión con los resultados en taquilla, donde el componente artístico se encuentra cada día más mermado y hasta desbancado: la del consuelo y la del desasosiego; o, en otros términos, la del Orden y la del Caos. Ambas nacen, por supuesto, de una postura personal ante la muerte.
Al frente de cada una de estas ideologías encontramos a grandes representantes del cine de nuestra época. Por un lado tenemos a Terrence Malick (Waco, Texas, 1943): criado en una granja y graduado Summa Cum Laude en filosofía en Harvard en el año 1965 con una tesis finalmente inconclusa sobre la obra del alemán Martin Heidegger (otro «hombre de campo» refractario); por otro lado, tenemos a Lars Von Trier (Copenhague, Dinamarca, 1956): criado en una comunidad «nudista» de tendencias artísticas, con una madre posesiva y dominante, y un padre ausente, creó junto a otros el Manifiesto Dogma 95 del año 1995, un texto que busca recuperar la pureza del cine por medio de la estricta aplicación de unos criterios formales bien definidos. En el plano personal es evidente la distancia entre la figura esquiva de Malick y la apariencia pública narcisista de Von Trier, si bien los dos son unos melómanos destacados por su uso de la música clásica en sus películas y, a pesar de las muchas similitudes que hay en su forma «autoral» de entender el cine, sin duda se encuentran separados en otros muchos aspectos: ambos han sufrido severas crisis creativas, dado que Malick guardó un período de silencio artístico de 20 años entre el estreno de la magistral Días de Cielo (1978) y la extraordinaria La delgada línea roja (1998); por su parte, Von Trier, poseedor de un talante complicado a pesar de su alta actividad creativa, tuvo que salir de una depresión demoledora por medio de la película realización de la película Anticristo (2009).
Si toda filosofía se basa en una meditatio mortis, cualquier tipo de cine pretendidamente filosófico no será una representación alegórica de una filosofía determinada, sino una eficaz traslación al código artístico cinematográfico de esa necesidad de reflexión sobre la muerte. Los ejemplos citados pertenecen a sendos cineastas paralizados ante el hecho de la muerte, que parten por igual de la idea de que el hombre es un ser-para-la-muerte, arrojado al mundo, atravesado por el tiempo, obligado a ofrecer una respuesta de autenticidad que dignifique la existencia y le otorgue un mínimo de sentido. En la angustia de sus personajes queda, pues, reflejada la angustia íntima de los realizadores. La respuesta ante la muerte de Malick se basa en la esperanza; y la respuesta ante la muerte de Von Trier nace −si bien no termina necesariamente− en la desesperación. Son dos formas de re-significar el sacrificio: el despertar, en el caso religioso, que lleva a una vida de fe; y que en el caso Nihilista (con la «n» mayúscula de Nada), lleva al reconocimiento más puro y realista de lo que la existencia es: una inmensa negatividad presta a ser llenada de nuevo.
Malick pretende llenar el vacío constituyente del yo, ese miedo traumático y primordial, con la voz del Amo y las palabras de la Ley; mientras que Von Trier se rebela contra esas Grandes Respuestas del pasado y propone, a cambio, una conclusión totalmente destructiva: es el Caos el que reina porque precedió y sucederá a todo pálido consuelo humano. Mientras que el cine de Malick aspira a la totalidad, la filmografía de Von Trier pretende disolver y cuestionar todas las respuestas preconcebidas de la sociedad sin exigir a cambio algo tan cobarde como es la idea de «salvación» frente a la de «condena». El filme El árbol de la vida (2011) es un punto de inflexión en el que Malick toca la cima de su propio lenguaje cinematográfico, que más tarde llevará al paroxismo en su trilogía sobre las relaciones amorosas, para posteriormente regresar a una narrativa más convencional y religiosa en sus, hasta la fecha, últimos proyectos centrados directamente en la figura de Jesús de Nazaret. En dicha trilogía, de la que enseguida pasaremos a hablar, priman la discontinuidad, el uso de la voz en off, los planos tomados con lentes angulares, el avance con steadycam, el uso particular de la luz… Por su parte, Von Trier trata de fusionar el cine documental de dogma 95 con la carga estética de su primer cine, en una propuesta que es barroca y autoparódica a un mismo tiempo, que utiliza tanto la cámara en mano más naturalista como el slow-motion plagado de manierismo y artificio.
Malick basa su montaje en la discontinuidad para acabar buscando sentido en lo fragmentado; mientras que Von Trier monta de manera precisa para mejor mostrar lo caótico del mundo. Para Malick cada escena es única y puede tomar mucho tiempo observando el plano e incluyendo detalles azarosos en la escena antes de decidirse a grabar; por otro lado, Von Trier recurre a la multicámara y obliga a los actores a una repetición constante en busca de un matiz que poder incluir más tarde en su montaje. En cierto sentido, Malick no sabe lo que busca y trata de encontrarlo en el estudio de grabación; mientras que Von Trier sabe lo que busca y trata de encontrar lo más parecido a ello que puede en la repetición. Ambos resultan, en ese sentido, muy exigentes con su elenco de actores, dado que a los dos directores les gusta desarrollar ellos mismos el trabajo de cámara en muchas ocasiones, y hacen mucho hincapié en el uso de la luz para los planos exteriores de sus películas.
El cine de Malick va, pues, hacia la raíz: profundiza en el drama de un personaje por medio de la introspección; el cine de Von Trier camina hacia al rizoma, puesto que la manifestación de los conflictos interiores de sus personajes por medio de la recursividad cristaliza en la relación con los actos del mundo exterior con los que se encuentran, y por eso nos narra sus peripecias en forma de “jornadas” o episodios. El cine de Malick es poético porque suspende el tiempo, aunque paradójicamente esa acción de detenerse pretende conducir al protagonista y, con él, también al espectador, hacia una resolución moral; por contra, el cine de Von Trier es narrativo porque llena el tiempo de hechos y de peripecias que, contra lo que pareciera, carecen de moral en el sentido ordinario del término, puesto que son simples exposiciones de la naturaleza más descarnada de la realidad y de nosotros en cuanto que hombres.
Al menos en mi opinión, resulta mucho más transgresora la postura «reaccionaria» del cineasta Lars Von Trier que la de Terrence Malick. El segundo es un católico que estudió filosofía e hizo su tesis sobre el pensamiento de Heidegger, mientras que el primero proviene de una familia desestructurada y se encuentra sumido en el más desasosegante de los viajes nocturnos. En la etapa final del cine de ambos encontramos, de manera muy distinta pero en algunos puntos coincidente, un complejo desarrollo de algunos puntos fundamentales del zeitgesist relativo a las relaciones entre hombres y mujeres en el siglo XXI, a la relación atemporal con el Otro y a la respuesta personal ante la muerte, a través de sus respectivas trilogías: Anticristo (2009), Melancolía (2011), Ninfomaníaca (2013), en el caso del danés; y To the wonder (2012), Knight of cups (2015), Song to song (2017), en el caso del texano. En el metraje de estas películas encontramos algunos de los momentos más brillantes del cine reciente; y, más allá de eso, un debate importante entre dos modelos reaccionarios enfocados a la temática del Amor: el que acaba desembocando en un Amo cristiano, como es el caso de Malick, y el que opta por una respuesta más compleja y desasosegante, como es el caso de Von Trier, que a ojos de quien escribe resulta mucho más reaccionaria, por cuanto se encarga más de describir la realidad que a moralizar sobre ella.
El cine de Malick vuelve de manera constante a la frontera donde la naturaleza y la técnica se encuentran e, inevitablemente, también se separan. Es la separación cartesiana del ser humano como trabajador y como hombre, dos planos bien distinguidos de la existencia que, según nos quiere transmitir Malick en su obra, en realidad sólo son uno y el mismo. La otra tensión que explora la obra de Malick se da entre la violencia y el enamoramiento; entre el amor y la muerte; y en ella de nuevo la separación es cancelada mediante un proceso de exploración de lo que es por medio de la imagen: el ser-ahí, que está arrojado al mundo y se encamina hacia el límite de su caducidad. La inmortalidad de ese ser tiene su eco también en la finitud de los recursos de los que dispone; por lo tanto, el amor y la naturaleza se elevan como elementos de la vida, mientras que la técnica y la violencia se revelan como elementos de la muerte. Sólo la esperanza permite pensar que la vida persistirá sobre la muerte en una existencia paradisíaca e ilimitada. La esperanza es, pues, la respuesta al interrogante constante que abre el paso del tiempo, y es en ese «tiempo de después», en el tiempo de la muerte, que el pasado, el presente y el futuro se encuentran en un mismo plano donde cada acontecimiento alcanza su sentido de eternidad.
La filosofía de Von Trier propone una respuesta más descarnada y vitalista: menos adscrita a una filosofía concreta y más apegada a sus numerosos maestros cinematográficos y literarios, tales como Ingmar Bergman o Andréi Tarkovsky; como August Strindberg o el Marqués de Sade. Parte de una filosofía de la naturaleza, de una concepción global de la condición humana, para dirigir su mirada a la totalidad abrumadora del mundo; y lo hace mucho más por medio de imágenes, de la representación, que de conceptos estructurados en una dialéctica. Para el danés, el horror y la sexualidad están muy ligados porque en la segunda se encuentra presente la redención del impacto sacro que el primero genera en nosotros. En ambos casos se produce una excitación en el espectador: el terror reverencial ante lo que nos trasciende, ante el limes que nos termina por definir.
Cuando el protagonista masculino de Anticristo (Willem Dafoe) le pide a su mujer trastornada (Charlotte Gainsbourg) que se enfrente a los miedos, se genera un espejo con la propia petición que Von Trier se está planteando a sí mismo, y también al espectador. La experiencia pasiva del espectador termina por volverse activa cuando el terror lo sacude en su butaca, el terror provocado por la violencia y el deseo, por la muerte y el sexo. En la alusión que el propio título de la película hace con la obra de Friedrich Nietzsche está la clave de bóveda del filme: el mundo solar-masculino no entiende el mundo nocturno-femenino y esto es lo que genera una reacción violenta del segundo. Una vez más, el célebre emblema de Goya se hace cierto: los sueños de la razón producen los monstruos del romanticismo; y de esta forma es como la superficie trata de poner orden racional en el conjunto de pulsiones subterráneas que tratan de emerger a la superficie de nuestra identidad.
Tanto Malick como Von Trier entienden el cine desde una perspectiva chamánica y sanadora, basada en la catarsis y la psicomagia, aunque la concepción de uno sea radicalmente distinta a la del otro en numerosos elementos. La trilogía de Malick está filmada sin guion ni, por lo tanto, una estructura preconcebida porque el cine de Malick busca, como antes la filosofía de Heidegger, una respuesta auténtica para la pregunta por el Ser; y lo hace siempre desde una metafísica cristiana. Por su parte, Von Trier pretende señalar la barbarie de la aniquilación de brujas en el mundo protestante, que con razón le imputa al occidente patriarcal; al tiempo que señala de qué forma la perversidad de lo nocturno produce, a su vez, la gélida frialdad de la razón. Anticristo es, pues, una lucha cosmogónica encarnada en sus personajes: lo solar contra lo nocturno, dos fuerzas condenadas a entenderse y a enfrentarse desde esa escenificación mítica del Paraíso Perdido, ese trauma originario con la sexualidad que entraña el prólogo de la película. Si Malick ha filmado la creación del universo, Von Trier ha filmado su destrucción. Malick lleva a su personaje al Cielo ideal mientras que Von Trier lo hace al Infierno dantesco.
Tanto Malick como Von Trier proponen, respectivamente, una vía de continuidad evolutiva en el cine contemporáneo. En To the wonder el amor muere para que nazca la fe; en Melancolía la angustia impide las demandas normales de la vida y al final ese sentimiento acaba contagiándose a la hermana de la protagonista, y con ella al propio espectador; en Knight of cups se narra la historia de un guionista que metafóricamente se «queda dormido» y olvida quién es él en realidad; en Anticristo la lujuria conduce a la muerte del hijo para que después se produzca una huida al campo donde emanan la violencia de la naturaleza y brujería; y, finalmente en Song to song se muestra una vida leve y despreocupada hasta que de pronto interrumpe la muerte y la angustia hace su aparición; mientras que en Ninfomaníaca asistimos a la relación a caballo entre el deseo y la culpa que mantiene una mujer con la sexualidad.
En Malick el monólogo interior sustituye a la trama: el flujo de conciencia se vuelve también visual; mientras que en Von Trier el propio formato de la película es transgredido poniendo de relieve que el espectador está ante un artificio que persigue una finalidad catártica. Por un lado, Malick trata de ofrecer consuelos y respuestas a las preguntas que se plantean en el metraje; y por otro Von Trier trata de provocar y hasta de asquear al espectador, hasta enfrentarle al tabú mostrando con ello la náusea existencial y las patologías espirituales que padece el sujeto hodierno. Malick es el hombre que dice «sí», mientras que Von Trier es el verdadero rebelde, puesto que es el hombre que dice «no». El danés afirma: el Caos reina; y el estadounidense se centra en la moralina en la que el hombre destruye la naturaleza con sus pecados. Malick es, pues, un moralista; y aunque Von Trier también, él, a diferencia del estadounidense, no utiliza la moralina para sermonear a sus espectadores, sino que trata de hablarles de una forma más compleja: por medio de un impacto que podríamos llamar «terapéutico» aquí.
Para Malick el tiempo encuentra su sentido en un horizonte de fin del mundo donde la salvación gobernará y donde confluyen todas las percepciones temporales en un mismo plano; mientras que para Von Trier, la existencia humana es apenas un breve lapso que acabará presenciando como todas las Grandes Respuestas alguna vez imaginadas terminarán en el Reino del Caos. Malick llega a la ontología tras plantear una cosmovisión cristiana, mientras que Von Trier deriva la cosmovisión nihilista de una ontología despojada de sentido. Malick sólo ve en el Otro, entendido en el Amor o en la guerra, una puerta hacia lo sacro; mientras que Von Trier explora, por medio de la violencia o el deseo que el Gran Otro provoca, un fin en sí mismo, puesto que no forma parte de una Creación total, de algo que está abierto dada la cerrazón de lo existente. Malick pretende sanar el desasosiego generado por el cine de sus hermanos de generación (Coppola, Scorsese), mientras que Von Trier trata de salir del escollo del cine publicitario dominante a partir de los años 80 (Spielberg, Cameron). Los momentos poéticos del cine de Malick tratan de capturar las huellas de lo eterno en la existencia; mientras que Von Trier trata de demostrar la ausencia de sentido perceptible en los hechos contingentes que ocurren a nuestro alrededor.
Eso último es perceptible en La casa de Jack (2018), donde un asesino en serie comete las peores tropelías imaginables sin tener que pagar por sus actos, porque no hay moralina al final de la vida, como tampoco la hay en su transcurso contingente: sólo los hechos descarnados del alma humana expuesta sobre la mesa de disección. El arte o el deseo aparecen entonces en forma de respuesta vitalista frente a esos hechos descarnados; y es ahí, en definitiva, donde mejor resplandece el abismo que separa a ambas ideologías: en la forma de plasmar la realidad de lo que el hombre es en su esencia más básica. Malick y Von Trier comparten, además, un maestro común: Andréi Tarkovsky; y si Malick es, junto con Angelopoulos, uno de los grandes continuadores del cine de Tarkovsky, pretendiendo «esculpir en el tiempo», esto es, encontrar lo trascendente en aquello que el cine puede captar por encima de otras artes: el transcurso temporal de la existencia; por su parte, Von Trier sin duda comparte ese mismo objetivo cinematográfico, perceptible en su querencia por largos planos-secuencia sin cortes, pero es una escultura temporal despojada de toda trascendencia, y en ese sentido trata de corregir al maestro remontándose hasta su más evidente antecesor y modelo, Ingmar Bergman, que acabó resolviendo la tensión religiosa de su obra optando por el sinsentido y el ateísmo.
De nuevo: si Malick es un cristiano por la gracia de Martin Heidegger, Von Trier es un ateo interesado en la filosofía de su compatriota Søren Kierkegaard, que a su vez le ha llegado por medio del cine de uno de los mayores directores de todos los tiempos: Carl Theodor Dreyer. Es evidente que el director de Bailar en la oscuridad (2000) ha fracasado en el «salto de la fe», al tiempo que ha contraído una deuda intelectual evidente con el autor de El concepto de la angustia (1844), puesto que encuentra en la actitud de «resignación infinita» frente al Ser, frente a lo que es, una vía de encuentro espiritual, esto es, una puerta hacia la trascendencia que está ya en la relación directa con la realidad que nos involucra con Dios: así es como, afirmando la Nada (una vez más con «n» mayúscula), se logra salvar el abismo que separa al yo de Dios. Entregarlo todo lo que somos a una Nada que es ideal a partir de lo real se convierte en el mayor acto de amor posible, puesto que en su contradicción paradójica, casi mística, se revela la verdadera condición sacrificial kierkegaardiana, que nos conduce hacia un Gran Otro hipotético (la dama lacaniana del amor cortés que Hitchcock actualiza en su filme Vértigo): «A un hombre se le exige que haga el mayor sacrificio posible, que entregue toda su vida como un sacrificio. ¿Y con qué propósito? La verdad es que no hay ningún propósito». Dios se encuentra en lo profundo del Caos que niega su existencia.
¿Tiene sentido seguir hablando de la ética del sacrificio en una cosmovisión que se declara ideológicamente atea? No cabe duda de que Von Trier tiene una relación conflictiva con el catolicismo: ateo primero, convertido a la religión de Cristo después, y en último término de vuelta al ateísmo: en sus palabras es cada día más orgullosamente ateo; en cualquier caso, siempre se encuentra pensando con o contra el catolicismo, es decir, siendo cristiano, a la manera nietzscheana, tanto de forma positiva-afirmadora como negativa-refutadora. La respuesta más evidente de Von Trier frente a Tarkovsky tiene lugar en la película que el danés le dedica al ruso, Anticristo, donde el personaje de Willem Dafoe, que ha perdido a su hijo y busca consuelo en la naturaleza junto a su mujer, se encuentra con un animal herido en medio de un paisaje típicamente tarkovskiano. El animal, un pobre zorro moribundo que está desgarrando su propia pata, le grita: «El Caos Reina». Lars Von Trier, sin embargo, no pretende sencillamente desasosegar por desasosegar o provocar por provocar, como muchos piensan, sino que encuentra en medio de la melancolía un mensaje vitalista. No es casualidad que al protagonista de Melancolía tenga un nombre sadiano (Justine), puesto que si la naturaleza está llena de males lo está también de placeres, como afirma el Marqués de Sade en su obra. Refutando a Dostoievski, Von Trier afirma que sin Dios no es que todo esté permitido, sino más bien lo contrario: la ausencia de un sentido trascendente en la naturaleza es lo que nos obliga a resistir frente a sus embates con dignidad.
Lo que Melancolía viene a decirnos es que, incluso en el fin del mundo, estamos a salvo precisamente porque somos insignificantes frente a la despiadada inmensidad de la naturaleza. Como Malick, pretende que dialoguemos con esa naturaleza y, a través de ella, con la muerte, solo que sus conclusiones son totalmente opuestas a las del norteamericano, ya que propone la libertad del individuo frente a sus límites; y esos mismos límites, como demuestra precisamente en Anticristo, se transgreden más que nunca en las relaciones eróticas y sexuales con el Gran Otro hipostasiado y hasta sublimado; encarando así el miedo que la violencia y el sexo abren en nosotros. Malick quiere consolar nuestro dolor terrenal con la idea de que Dios lo ha creado todo, mientras que Von Trier demanda de sus espectadores una respuesta algo más compleja: puesto que el Caos reina debemos tratar de sobreponernos con una actitud personal fuerte y definida.
Si enfrentamos La casa de Jack (2019) con Vida oculta (2019), igual que antes podemos enfrentar la Creación de El árbol de la vida (2011) con la Aniquilación de Melancolía (2011), encontramos dos actitudes trazadas con nitidez frente al Kali Yuga: la del hombre que opta por la Ley y la Obediencia (aunque aparentemente sea un refractario), en el filme de Malick; y la del hombre que trata de llenar la «nostalgia del absoluto» (Steiner) por medio de la creación de una obra maestra artística, por más horrible que resulten sus intenciones a nuestros ojos. Malick no reconoce dentro de sus películas que está manipulando al espectador, como en cambio sí que hace Von Trier, y eso indica que detrás de su aparente candidez buenista sólo hay ingenuidad o malicia; mientras que Von Trier se siente orgulloso de manipular al espectador, y ejerce su poder con un compromiso que no es moralista, sino superior al mero catecismo: un verdadero compromiso artístico. Ambos directores tienen muchas similitudes; la más importante de todas, que son amados y odiados a partes iguales; y también tienen algunas diferencias, especialmente su particular respuesta ante la muerte y la forma en la que esta actitud existencial impacta artísticamente en su obra. De la correcta identificación de estas dos posturas estéticamente disímiles se deducen las dos ideologías principales del cine contemporáneo.