Leyeron bien, no escribí ni Palestina ni Israel, sino Jerusalén, la Ciudad de la Paz. La nombro porque este pequeño artículo va más de símbolos, de sentimientos, de historias contadas a la luz de la luna y de generación en generación, de esperanzas y Mesías, de apocalipsis y de Gog y Magog, que de trozos de tierras, acuerdos infinitos malogrados o de muertos por uno u otro lado. Jerusalén es eso y mucho más. Jerusalén es, sin lugar a dudas, la hierofanía más atronadora que ha conocido la Humanidad desde la época de Melquisedec y el rey de Salem, «Sacerdote del rey Altísimo».
Renouvin y Duroselle, en su famoso libro sobre las Relaciones Internacionales, hablaron de las fuerzas profundas; de esas que mueven los pueblos, de las que se nutren, con las que sueñan y que, de tiempo en tiempo, los lanzan a guerras que ni entienden ni quieren, pero se les presentan como inevitables, como la obligación que les da sentido como pueblo y personas. Si Dios es quien pone y quita reyes (el de Hipona dixit) y nos tiene contados los pelillos de la calva, ¿no será también Él quien dirija ese mar de fondo, sordo pero constante, que de vez en cuando se convierte en tormenta y nos lanza contra la costa con todo su furor? ¿Qué podemos hacer los individuos ante esa marea que parece eterna?
Saliendo por la Puerta Dorada de la Ciudad Vieja de Jerusalén, y cruzando la estrecha carretera, se llega al Huerto de los Olivos. Bordeándolo, se sube por una ladera que serpentea a la vera del cementerio de los Profetas, el más caro del mundo (según la creencia judía, cuando llegue el Mesías resucitará a quienes estén allá). Con un poco de esfuerzo se llega a un mirador, lugar privilegiado para ver la Explanada de las Mezquitas, o el Templo de Jerusalén, según qué ojos lo miren. Mi mirada, entre complacida, agradecida y triste, es casi neutral: soy católico. No, yo no voy a dar mi vida por esta tierra. No estoy seguro si la daría por defender el Santo Sepulcro o el lugar del Cenáculo. Tengo a Cristo en la Eucaristía y el Papa está en Roma (por ellos sí la daría, si mi cobardía me lo permitiera). Jerusalén es importante para mí, pero secundario: el velo del Templo se rasgó el Viernes Santo, el sacrificio eterno estaba consumado: lo mío, lo nuestro, es esperar la Nueva Jerusalén, que no necesita ni tierra ni lluvia. No vivo en la Edad Media, no se me ocurriría hacer una cruzada: soy hijo de mi tiempo. Yo no, usted tampoco, pero ellos sí. Y no lo digo peyorativamente: es mi época preferida con sus románicos y góticos, sus caballeros, y Santiago erguido en el Finisterre. Edad Media: donde los hombres sabían que el honor más grande era morir por su Dios.
Paso largos ratos al atardecer. Miro, rezo y contemplo con pausa, como si fuera un buen vino, el sol cayendo sobre la Explanada: el Templo de la Roca, la mezquita de Al Aqsa, el Muro de los Lamentos, la Puerta Dolorosa —¡Ay, Señor, cuánto te he ofendido!—. Con la cabeza embotada, de tanto sionismo en la biblioteca de la Universidad Hebrea de Jerusalén, miro, veo y remiro, medio cierro los ojos y no entiendo. ¿Quién podía haber hecho algo tan complicado? La respuesta surge como un flechazo: «Esto es obra de Satanás». La respuesta interior me hace dar un salto: me suena a herejía, a un insulto al Dios de los Ejércitos, a ese que los judíos llaman YHVH y los cristianos Santísima Trinidad y los musulmanes Alá. Y surge una plegaria de queja, al estilo de Job o de Abraham: «Dios mío —increpo—, eres el maestro de la burla cruel, de la puya sin piedad, de la chanza malévola: ¿Quién en su sano juicio podría poner como nombre a este sitio de crueldad, de maldad, de asesinatos indescriptibles, la Ciudad de la Paz? ¿Por qué te burlas de nosotros? ¿Qué tiene este sitio?: Hay millones de lugares más bonitos, hay ruinas más espectaculares. ¿Por qué no permitiste, tras Tito, que el nombre de Jerusalén desapareciera de la memoria de los hombres? ¿Por qué no arrasaste con esta tierra que parece maldita?«. Y seguía: «Has mantenido unido a tu pueblo, el judío, durante más de 3.000 años de forma milagrosa: muy bien, es tu pueblo, bien merecía un milagro, pero es necesario haberlo hecho sufrir de forma indecible? ¿Permitiste que el islam, pronto, llegara a esa tierra: perfecto, pero era necesario que también creyeran que Jerusalén fuese el tercer lugar santo por excelencia para ellos?» Mis plegarias se levantaron en el 2003; si fuera ahora, seguiría: «¿No ves en el lío que nos has metido? ¿No lo ves: estamos al borde de una Tercera Guerra Mundial? ¿Porqué esta gente, con padres, hijos y abuelos que te quieren servir y amar no pueden entenderse? ¿Será cierto que la religión mata, que fanatiza, que no es buena?».
Me imaginaba a Dios, me lo imagino ahora, mirándome con una sonrisa y diciendo: «Porque mis pensamientos no son vuestros pensamientos, ni vuestros caminos mis caminos».
Antes de bajar, miro la Puerta del Perdón. Solimán la selló para que el Mesías, tal como enseña la tradición judía, no pudiese entrar en la Ciudad Santa. Las malas lenguas dicen que los musulmanes pusieron allí su cementerio. Un judío no puede pisar un cementerio si quiere permanecer puro: un obstáculo más para el Mesías. Esto no es una lucha por un trozo de tierra: es la eterna lucha por los símbolos, lo que une a Dios, pero que en este caso desune a los hombres.
Es bien conocida la frase de Golda Meir —en estos días se ha replicado una y mil veces en Twitter—: «Solo habrá paz cuando los palestinos quieran más a sus hijos que odien a los nuestros». Yo cambiaría la frase: «Cuando quieran más a sus hijos que al Corán y sus hadices». Ahora, bien podría haber dicho la Dama de Hierro judía: «No habrá paz en esta tierra hasta que los judíos no amen más a sus hijos que a la Torah y sus mizvot». Ambos los lanzan a habitar la tierra de sus ancestros espirituales. Sí, y ahí está lo profundo del tema: ambos pueblos están dispuestos a sacrificar a sus hijos, a sí mismos y todo su patrimonio por permanecer en ella, por cumplir con un mandato divino escrito con fuego y sangre en la Torah y el Corán: algo incomprensible para nuestra visión posmoderna gluten free.
Los judíos en Israel son poco más de 6 millones. La mayoría de ellos hablan tres, cuatro o cinco idiomas. Todos tienen familia en Londres, Nueva York o Madrid. ¿Por qué se empeñan en estar en el sitio más peligroso que existe en el mundo para un judío?
Me encuentro con Yosef en barrio de Yemin Mose —fundado por el conde de Montefiore, a las faldas de la Ciudad Vieja— para ver películas israelíes y tomar café. Yosef es joven, habla perfecto español, inglés y por supuesto hebreo. Le pregunto: «¿Y tus hijos y tus nietos?» La respuesta, resignada: «No sé». Ese «no sé» es el «no sé» de más de seis millones de judíos que habitan la tierra. Si existe un lugar donde se puede provocar la siguiente «Shoah», es ese. ¿Qué tiene esa tierra árida que no tenga Granada o Ciudad de México? ¿Porqué no se vienen a Polanco o Tecamachalco? Está llena de judíos, hay sinagogas, viven en las mejores zonas, en México no hay antisemitismo. ¿Quién de ustedes aguantaría un día y otro, y otro, sin saber por la noche un misil les va a llegar desde el cielo? Ayer fueron unas decenas de animales, disfrazados de terroristas, quienes burlaron la inteligencia israelí. ¿Quién les dice que mañana no van a ser cazas iraníes con bombas de precisión? Un niño israelí aprende mucho antes donde está el refugio que dónde estará su guardería.
¿Qué tienen en la cabeza los líderes de Hamás? ¿Acaso no sabían lo que iba a pasar a los dos días de sus brutales actos? No solo lo sabían, lo deseaban: tenían prevista la macabra consecuencia ¿Por qué no dejan las armas? ¿Por qué no aceptan la paz y con ello, agua, puestos de trabajo en Israel, mayor espacio marítimo, inversión israelí? ¿Por qué no hacen lo propio los miembros de la OLP, Fatah, o la Yihad Islámica? (Estos son el policía menos malo en el juego con Hamás, que es el malo, malo).
Hay cinco millones de refugiados Palestinos en Jordania, Siria, Líbano. ¿Conocen refugiados alemanes, austriacos, rumanos? Ni entienden la pregunta, asumo. Después de la Primera y Segunda Guerra mundial hubo millones de desplazados: todos se integraron y se nacionalizaron en sus nuevas tierras: no, no existen refugiados alemanes, ni austriacos ni búlgaros.
¿Por qué Egipto no integró a los palestinos de Gaza si fue suya desde 1948 a 1967 o Jordania a los de Cisjordania, si la controlaron durante ese mismo tiempo? ¿Por qué sigue la causa Palestina hoy en día si los árabes y los musulmanes vivían hasta hace podo bajo el Imperio Otomano y no se sentían de una nación concreta, si no de su tribu y miembros de la umma islámica? ¿Por qué no se hacen egipcios, sirios, jordanos, libaneses? La respuesta es simple: los refugiados son un arma política. A nadie le importan sus pésimas condiciones en los campos de refugiados —la calidad de vida varía según país o campo—. Mientras haya refugiados habrá lucha palestina.
Las preguntas serían interminables —a israelíes y palestinos— y, a cada respuesta, tendríamos una caterva de tuiteros que nos macharían con argumentos y contraargumentos. No se me ocurre mejor enseñanza para un orador y polemista que ejercitarse en los argumentos de hunos y los otros (cada quien ponga a los hunos del lado que quiera).
¿Qué Mohamed o qué David tiene la culpa de que Dios pidiera a Abraham que sacrificara a Isaac, o a Ismael según los mahometanos, en una Roca? ¿Qué Sara o Rebeca tiene la culpa de que sobre esa Roca se asentara el Templo de Salomón? ¿No tendría otro sitio Mahoma, para ascender al cielo en su sueño —Isra y Mi´raj— que desde esa explanada? ¿Señor, no era mucho más bonita Constantinopla o mejor sitio la misma Meca para subir a verte? ¿Qué culpa de esto tienen las Fátimas y Miriams que murieron estos días?
A finales del XIX, vivían unos pocos de miles de judíos piadosos alrededor de Jerusalén. Vivían pobremente y de las limosnas de la diáspora. Los rabinos, tras larguísimas discusiones habían determinado que los creyentes debían cumplir 623 mizvot, de ellos unos 270 solo se pueden cumplir en la tierra de Israel: plantaciones, cosechas, todo lo referente a las obligaciones con el Templo. Los judíos son animados por sus rabinos a hacer aliyah, emigración a Israel. Pero es más que una emigración, es un «ascenso» espiritual: «La redención de Israel y la redención de la Tierra de Israel son una y la misma», escribiría el rabino Kook, el mejor representante del sionismo político del siglo XX. También escribiría el piadoso rabino: «Cada piedra y cada espina de la Tierra de Israel emana santidad. La Tierra de Israel no es una posesión, sino una manifestación divina». Y si eso es así, cómo negarle a Dios un trozo de tierra para dársela a los palestinos. ¿Qué hacen casi 400.000 colonos en Cisjordania, impidiendo de facto cualquier mini estado palestino? Pues eso: cumplir el mandato divino. Pero si, además, como diría el filósofo místico Buber: «El significado de la Tierra de Israel no es simplemente un lugar donde comer y beber, sino el lugar donde servir a Dios y ser verdaderamente libre», ¿cómo negarse a emigrar para conseguir esa libertad ansiada? Pero no solo se conseguirá la libertad si no que te podrás encontrar con el mismo Dios: «La Tierra de Israel no es simplemente el lugar donde están los judíos, sino el lugar donde Dios habita» (Buber). Me dirán que todos los judíos no piensan así. Cierto, pero muchos sí, y fueron precisamente ellos los que mantuvieron la fe durante dos mil años en la Diáspora. No fue el antisemitismo de finales del XIX, no fue la teoría de la modernización con el impulso de los nacionalismos lo que hizo posible una masiva aliyah a Israel. Ayudó, pero el impulso salió de los que visten Tefilin y Talit. El movimiento sionista estuvo a punto de fracturarse cuando Theodor Herzl, fundador del sionismo, propuso que se creara el Estado en Uganda en un congreso sionista en 1903. Los ortodoxos se pusieron a llorar y el laico y spinozista Herzl tuvo que ceder. El judaísmo sin Israel no es nada. ¿De quién es la culpa de que casi medio millón de judíos emigraran a Israel antes de la Segunda Guerra mundial? ¿De Hitler? Ayudó sin lugar a dudas. Los judíos llevaban casi dos mil años rezando «El año que viene en Jerusalén» antes de que apareciera el monstruo nazi. ¿Quién mantuvo esa esperanza durante larguísimas centurias? Con o sin los nazis, los judíos habrían llegado a Palestina, la emigración ya estaba en marcha: los pogromos rusos, Herzl, la Declaración Balfour, Rotshchild, Eichmann, Truman, los socialistas Golda Meir y Ben Gurión, solo fueron instrumentos de algo más silencioso, silencio sordo pero constante. ¿Quién puede parar al viento?
¿Se le puede culpar a un líder de Hamás, o de las Brigadas de Al Aqsa en Cisjordania, de formar a los niños en la Yihad, cuando es una obligación de todo musulmán? ¿Se les puede culpar de que los niños aprendan de memoria esta sura «eternamente serán malditos, no tendrán alivio ni serán perdonados»? ¿Se les puede culpar de enseñarle este hadith que hace hablar a árboles y piedras: «Oh musulmán, oh sirviente de Alá, un judío se encuentra detrás mío, ven y dale muerte»? ¿O serían culpables de enseñarles lo que está en sus estatutos, y está avalado por siglos y siglos de tradición: «Palestina es sagrada (waqf) para todos los musulmanes de todos los tiempos, y no se puede abandonado por nadie»? ¿Les tendremos que culpar de seguir su religión y tradiciones?. ¿Les culparemos de querer seguir a su Dios?
Lejos de mí pretender justificar la violencia usando a la divinidad: somos herederos de la tradición que llevó al discurso de Ratisbona, pero ellos no. Lejos de mí de pensar que no existe responsabilidad personal frente a absoluto hegeliano materializado en la zeitgeist de cada época. Pero seamos sinceros: ¿Cuántos de nosotros somos capaces de pensar por nosotros mismos, de escapar a la masa, de tener una visión ética independientemente de la presión social? Pocos, muy pocos.
¿Pueden los Mohamed y las Miriam del mundo hacer algo contra esas fuerzas profundas? Quizá, quizá, pero veo muy difícil que los palestinos olviden su obligación de obedecer a Dios —odiar a los judíos y hacer la Yihad— y dudo mucho que los partidos laicos israelíes convenzan a los partidos religiosos que cedan ni un ápice de Cisjordania que es tierra donde se encuentra su Dios.
Con frecuencia, más en estos días, recuerdo esas tardes deleitándome con el dorado del Domo de la Roca y sigo sin entender nada, pero algo he aprendido: sólo nos queda rezar, pedir que esta guerra termine pronto, que la siguiente tarde mucho en llegar y que, cuando llegue, porque llegará, el intento de destrucción masiva de Israel por los países musulmanes, usted y yo ya estemos en el seno del Padre: yo no quiero ver eso.
¿O será posible que ese Dios eterno elija un puñado de hombres, de ambos lados, que superen los condicionamientos históricos y religiosos, que sepan perdonar crímenes imperdonables, que consigan un entendimiento y la paz? ¿O llegará el Mesías antes de que se destruya todo y convertirá nuestros corazones de piedra en unos de carne?
Solo Dios lo sabe.