A los españoles nos gobiernan nuestros enemigos. Para saberlo no es necesario conocer los intríngulis del programa de espionaje Pegasus ni la inacabable lista de subvenciones aprobadas por el Gobierno con destino países extranjeros. Basta con el desprecio que manifiestan nuestras oligarquías por nuestra historia. Un pueblo no puede permanecer si olvida las glorias y los triunfos del pasado para animarle a continuarlos en el presente.
Hace 500 años, las tropas de Carlos V, emperador del Sacro Imperio y primer rey de España, derrotaron en la ciudad italiana de Pavía a las del rey de Francia. La batalla ocurrió el 24 de febrero, el cumpleaños de Carlos, aunque él, que estaba en Madrid, se enteró varios días más tarde. Las instituciones no la van a conmemorar de ninguna manera, como ocurrió al cumplirse los 200 años de la batalla de Bailén (1808), en que por primera vez un ejército venció a tropas de Napoleón; el 450º aniversario de la victoria de Lepanto (1571), que detuvo la expansión turca en el Mediterráneo; y hasta el quinto centenario de la circunnavegación del mundo, en el que el Gobierno de izquierdas se empeñó en meter a Portugal.
La batalla fue parte de las guerras de Italia, en que los Valois, los Trastámara y los Habsburgo se disputaron el control de Italia entre 1494 y 1559. Pavía puso fin a una de ellas, cuya excusa fue la elección en 1520 de Carlos de Habsburgo, rey de España y duque de Borgoña, como emperador, puesto por el que pugnaba también Francisco de Valois, rey de Francia.
En esa guerra se encajó la maquinaria de los tercios, creados oficialmente por Carlos V mediante la Ordenanza de Génova de 1536: combinación de piqueros y arcabuceros, con el respaldo de caballería ligera y artillería; reclutamiento de los soldados en España, Italia y Alemania; y una disciplina y un entrenamiento nacidos de un impresionante espíritu de cuerpo.
UNA VICTORIA QUE ENCIENDE OTRA GUERRA
En Pavía, que siguió a otra gran derrota francesa, la de Bicoca (1522), los arcabuceros españoles y demás tropas a sueldo del emperador causaron la mayor matanza de nobles francesas desde la batalla de Agincourt (1415). Junto a Francisco, otro rey (aunque sin reino) quedó prisionero de Carlos: Enrique II de Navarra, que había animado al Valois a invadir la Península Ibérica en 1521. A pesar de que éste pudo escaparse, Francisco llegó a Madrid en agosto como prisionero.
En resumen, Carlos V lo tenía todo en sus manos: su principal enemigo, el mayor ejército, una victoria asombrosa, un anillo de territorios que rodeaba a Francia y hasta una quinta columna formada por desencantados de Francisco I. Pero en unos meses, la victoria se deshizo como humo.
Francisco, cuando estaba preso en Italia, inició negociaciones secretas con el sultán y ya en España llegó a fingirse enfermo para acelerar su liberación, porque un rival muerto de nada le serviría al emperador. El tratado de Madrid que firmó el Valois, rubricado por juramentos sagrados, no sirvió de nada. En cuanto el rey se encontró a salvo en Francia, rompió el tratado, aunque había dejado a sus dos hijos como rehenes, y se negó a cumplir su compromiso de regresar a España para volver a constituirse prisionero de Carlos.
Para Carlos, los estados sobre los que ya gobernaba y su elección para el cargo de emperador, anticipaban la monarquía universal y la unidad de los cristianos contra la amenaza otomana, pero también despertaron temores y envidias. En Italia, desde la República de Venecia hasta el papa Clemente VII, se unieron contra él. Francisco I se incorporó a la conjura, que formó la Liga de Cognac. Nueva guerra y nueva victoria carolina, en la que la toma de Roma y la captura del papa Clemente VII (1527) fueron los acontecimientos principales. Como escribió Luis Vives: “la fatalidad de Carlos, que no puede vencer sino a muchos, para que sea más sonada su victoria”.
Las guerras de Italia entre Francia y España con aliados cambiantes, desde Inglaterra al Papado, sólo concluyeron con la victoria de Felipe II en San Quintín (1557). La Paz de Cateau-Cambrésis (1559), que concedió el control de Italia a la Monarquía Católica, se recibió en Francia con protestas contra el rey Enrique II, uno de los dos hijos abandonados por Francisco en España. Aunque el tratado se selló con la boda de Felipe II con la princesa Isabel de Valois, sin duda, en cuanto Francia se hubiera recuperado habría provocado otra guerra. Sólo la muerte de Enrique en un torneo y el estallido de las rebeliones protestantes lo impidieron.
EL MUNDO ES PELIGROSO
¿Podemos aplicar algunas lecciones de Pavía a Ucrania?
La primera es el concepto de equilibrio entre potencias (o coaliciones) tan grandes que pueden destruirse mutuamente o arruinarse. La obsesión por una victoria militar completa, como se ha comprobado en las dos guerras mundiales del siglo XX, condujo al derrocamiento de dinastías, la disolución de imperios centenarios y la decadencia de Europa. Un poder inmenso puede conseguir el efecto de que todos los demás, sólo por miedo a ser convertidos en vasallos, se unan para mutilarlo. La desaparición de la URSS y la liberación de Europa Oriental se produjeron por colapsos internos, sin guerra, aunque la oposición interior fue animada por Occidente.
La segunda, que el aliado de hoy puede pasar a ser el enemigo de mañana. Las mejores maneras de impedirlo, por parte de los poderosos respecto a los pequeños, son el halago, la protección y la creación de intereses mutuos. En cuanto los súbditos de Moscú se liberaron, se apelotonaron ante la puerta de ingreso de la OTAN para que ésta extendiera el amparo militar a sus fronteras por el pavor a una nueva invasión rusa.
El problema de España es que, desde la derrota de Napoleón, salvo breves períodos de tiempo, no ha sido capaz ni de dominar una de las puertas del mundo, el estrecho de Gibraltar, ni de hacerse imprescindible en ella para sus aliados. En consecuencia, éstos cada vez que sucede una crisis suelen zanjarla a costa de España y en beneficio de Marruecos o Gran Bretaña. Para evitar que el desencanto español cause un cambio de alianzas por parte de Madrid, similar al de Egipto en los años 70 cuando sustituyó a la URSS por EEUU y acordó la paz con Israel, las élites españolas están indisolublemente unidas a Occidente desde hace décadas, fuera antes por el anticomunismo, o sea ahora por los intereses.
Otra consecuencia es la condición vital de la propaganda (y el engaño, como la enfermedad de Francisco I) para mantener una guerra. En España la campaña ininterrumpida de propaganda desde hace casi tres años ha convertido a personas aterrorizadas por el miedo a la muerte por el covid a estarlo por una invasión rusa hasta Berlín; incluso manifestantes contra las bases militares norteamericanas instaladas por Franco han pasado a ser partidarios de la intervención en Ucrania (aunque desconocemos con qué tropas o material).
Y la cuarta, que el mundo es peligroso. Quienes quieran desbandar a los lobos que rondan en torno a sus ciudades, en vez de atraerlos, tienen que armarse y, también, imbuirse de un credo que promueva la comunidad nacional, el honor y el sacrificio. Es decir, echar al basurero las ideas y perversiones progresistas inculcadas en los pueblos desde finales de los años 60.
Ahora que la realidad, el poder y el interés nacional se vuelven a mostrar como las columnas de toda política exterior, los españoles deberíamos preguntarnos para qué estamos en el mundo y quiénes son, o deberían de ser, nuestros amigos. Así empezaríamos a dejar de ser irrelevantes. Pero el ruido no nos deja pensar.
(Ilustración: detalle de La Batalla de Pavía, por pintor flamenco desconocido del siglo XVI)