«Nada grande acontece en la vida de los mortales sin una maldición», cantaba el coro de Antígona, y no cabe duda de que el sexo es algo grandioso. Pero también, por ello, tan cautivador que nuestros ancestros idearon mil tabúes, fosas y cercos para impedir a los jóvenes incautos acercarse a un monstruo atávico que podía devorarlos. Tiempo después parecía que el peligro había pasado y las siguientes generaciones se rieron de toda aquella parafernalia: «¡qué supersticiosos e ignorantes eran nuestros abuelos!», proclamaban, encarando la senda del progreso, la modernidad y la emancipación del individuo de toda atadura que limitase su voluntad, no sin antes dormir un rato el sueño de los justos. Cuando despertaron, el dinosaurio todavía estaba allí.
Remontémonos, como ejemplo de lo anterior, a un año tan fecundo en protestas contraculturales como 1968. Eran días en los que empezó a verse la tradición como una imposición, cualquier encauzamiento o limitación de nuestros deseos como una tiranía que era necesario derribar. Los mismos roles de género eran opresivos y carecían ya de significado para los jóvenes contestatarios, por eso, cuando en septiembre de aquel año se celebró en Nueva Jersey el concurso de Miss América, se congregaron a su alrededor manifestantes feministas que arrojaron a un «cubo de basura de la libertad» objetos que simbolizaban la opresión de las mujeres: tacones, maquillaje, revistas femeninas y sujetadores. Como inciso señalaremos que una periodista comparó entonces aquella protesta con la quema de tarjetas de reclutamiento de los objetores a la guerra de Vietnam, naciendo así el mito de que las feministas quemaban sujetadores.
La cuestión es que aquella manifestación fue convocada por la New York Radical Women, grupo fundado por Shulamith Bath Shmuel Ben Ari Feuerstein, en adelante conocida como Firestone, una figura central del feminismo de la segunda ola y autora de obras tan influyentes como La dialéctica del sexo: en defensa de la revolución feminista. Su tesis es que las mujeres no podrían liberarse del patriarcado si no renunciaban a la reproducción, la familia y el amor romántico. Solo fuera del rol de esposa y madre podría toda mujer disfrutar de una plena libertad sexual, sin restricciones, donde «una pansexualidad sin trabas reemplazaría probablemente a la hetero/homo/bisexualidad (…) es posible que llegue pronto el día en que quede establecida como norma una saludable transexualidad». Fantaseaba con un futuro en el que las tecnologías reproductivas sustituyeran a las mujeres en su embarazo, deshaciendo todo vínculo familiar hasta el punto de que «si el niño escogiera la relación sexual con los adultos, aun en el caso de que escogiera a su propia madre genética, no existirían razones a priori para que ésta rechazara sus insinuaciones sexuales, puesto que el tabú del incesto habría perdido su función». Siguiendo sus propios planteamientos Firestone se distanció de su familia y nunca quiso formar una propia, de manera que, en los últimos años de su existencia, víctima de la esquizofrenia, vivió sola en pésimas condiciones sin nadie a su alrededor que la ayudase. Encontraron su cadáver por los malos olores que denunciaron los vecinos tras cerca de un mes descomponiéndose; se cree que murió de hambre. No parece envidiable el modelo de vida que tanto teorizó…
Weber habló del «desencanto» del mundo como consecuencia de la racionalidad ilustrada. De manera análoga, el sexo, después de la década de 1960 al menos en el ámbito occidental, ha perdido ese carácter sagrado/maldito. Se intenta ver ahora como un producto de consumo, un entretenimiento trivial, un mero ejercicio gimnástico desprovisto de cualquier vinculación… pero las costuras de ese remiendo no tardan en saltar por los aires. Aquí llega entonces Louise Perry, en cuyo libro Contra la revolución sexual propone que «en algún punto del incómodo espacio entre el liberalismo sexual y el tradicionalismo debe ser posible encontrar un camino virtuoso», puesto que «el desencanto sexual es una consecuencia natural del acento liberal en la libertad por encima de todos los demás valores».
¿Y qué es el desencantamiento sexual? Consistiría, según nos dice, en que el porno es al sexo lo que McDonald’s a la comida, OnlyFans es para el mercado del matrimonio como un historial delictivo para el mercado laboral, Tinder es equiparable a un servicio de comida a domicilio de internet, pero con personas, y en ámbitos como la prostitución y el sadomasoquismo el concepto de «consentimiento» no pasa de mero espejismo liberal. La revolución sexual ha traído consigo el fin del matrimonio y un aumento de la promiscuidad, constata, lo que beneficia a algunos mujeriegos y daña a la mayoría de las mujeres, que deben «mutilarse emocionalmente para satisfacer a los hombres», pretendiendo que el sexo carece de vínculos afectivos profundos para no parecer anticuadas.
Algo de todo esto hemos podido contemplar en los últimos tiempos en aquellas denuncias anónimas que se han realizado contra algunas personalidades públicas por su supuesto comportamiento sexual o en el caso concreto de Errejón y Mouliaá. Si bien lo primero carece de todo valor legal y lo segundo está aún en los tribunales, al margen de la culpabilidad o inocencia de los señalados, que es algo que no nos corresponder decidir, sí es fácil detectar una situación general en la que una parte actuó en un mundo de desencantamiento sexual («quiero meterla en caliente») y la otra no, («quiero vivir una historia romántica»), sintiéndose esta de una u otra forma agredida/utilizada. Por eso, dice Perry, las feministas liberales caen en una contradicción insalvable cuando consideran a las prostitutas simples «trabajadoras», pero luego verían como un atropello gravísimo que en una oficina un jefe propusiera sexo a una subordinada a cambio de un ascenso. Si el sexo y la desnudez son algo inofensivo y mostrarlo públicamente mero arte, entretenimiento o una forma de expresión individual ya sea en anuncios, desfiles del Orgullo o con poses mostrando el escote o el culo en redes —belfies, llaman a esto, distinguiéndolo de los selfies—, entonces será más difícil al mismo tiempo pretender que un avance no deseado, proposición o comentario inapropiado sea una ofensa que deba castigarse con severidad. «Vamos, solo es sexo», se responderá. De ahí los encontronazos entre las mujeres feministas y los hombres aliados feministas, incapaces unos y otras de entender que existe una diferencia biológica entre ambos sexos al margen de esa estructura patriarcal que denuncian.
En definitiva, sería más fácil encontrar un punto de encuentro entre hombres y mujeres si comprendiéramos que partimos desde lugares diferentes debido a nuestra naturaleza. Pero la revolución sexual del 68 en adelante, considera Perry, consiste fundamentalmente en decirle a las mujeres que para ser libres deben comportarse como los hombres. Una escala de valores que configura nuestra época y que, además, les arrebata algo fundamental de sí mismas, dado que «si valoras la libertad por encima de todo lo demás, deberás renunciar a la maternidad, pues es un estado que limita la libertad de la mujer en casi todos los aspectos posibles, no solo durante el embarazo, sino también durante el resto de su vida. Siempre tendrá obligaciones con respecto a sus hijos y ellos siempre tendrán obligaciones con respecto a ella».
Un enfoque que dificulta también combatir los crímenes sexuales, dice la autora, poniendo como ejemplo una campaña de la policía británica que aconsejaba a las mujeres salir juntas por la noche y proteger a sus amigas: «los carteles fueron objeto de una petición para su retirada, argumentando las feministas que quienes tienen el mayor poder para evitar violaciones y acoso sexual no son las amigas ni los transeúntes, sino los propios perpetradores: los violadores. Aunque esta afirmación es cierta, surge un problema esencial: a los violadores no les importa lo que digan las feministas». Algo similar podríamos añadir de la campaña española de «sola y borracha, quiero llegar a casa»: no es un conjuro que pueda hacerse realidad si se grita mucho y muy fuerte.
Hay sin embargo consejos razonables de autoprotección que sí pueden evitar ocasiones de peligro, pero que al parecer no pueden darse por considerar que cuestionan la libertad de las mujeres. La autora concluye dándole algunos a sus lectoras más jóvenes, como por ejemplo «emborráchate o drógate en privado con amigas en lugar de en público o en compañía mixta»; «no uses aplicaciones de contactos para ligar»; «abstenerse de tener sexo con un novio nuevo durante, al menos, unos meses»; o «el matrimonio monógamo es, de lejos, la base más estable y fiable sobre la que construir una familia».
Consejo este último que dirige también a los varones, a los que recomienda dejar de ver porno, pues eso les desanimaría a buscar novia (¿no será más bien al revés, que encuentran en él consuelo a la falta de pareja?), evitar la prostitución, la promiscuidad, las prácticas degradantes hacia sus parejas como el sadomasoquismo y, en general, contener su deseo y ser fieles (que su ropa no huela a leña de otro hogar, que diría Mocedades). Todo lo contrario de aquello tan querido en círculos progresistas de menospreciar a ciertos hombres jóvenes llamándolos «incels», como si cada mujer conquistada fuera un trofeo en una vitrina. Louise Perry sigue así lo que reivindicaba Mary Wollstonecraft —madre de la autora de Frankenstein, para quien no la ubique— en Vindicación de los derechos de la mujer: «el poco respeto que el mundo masculino presta a la castidad es, estoy convencida, la gran fuente de muchos de los males físicos y morales que atormentan a la humanidad, así como de los vicios y locuras que degradan y destruyen a las mujeres». La maldición de aquello tan grande que acontece a los mortales…