Liturgias del odio

El chivo expiatorio y el ocaso occidental

Lo más prodigioso de los gobiernos de Pedro Sánchez no es su incompetencia, sino su habilidad para no ser nunca culpables de nada. Cada crisis es un accidente, cada error, una consecuencia ajena, y cada desastre, una oportunidad para señalar al otro. Debería ser un gobierno, pero si uno atiende a su relato, parece más bien un boxeador a sueldo en un combate amañado: se limita a encajar golpes y a administrar el relato de su inocencia. Vamos a repasar las principales crisis de sus legislaturas y sus culpables: la pandemia fue culpa de un virus imprevisible —y, más tarde, de Madrid—; la rebaja de penas a violadores, de jueces machistas; la DANA, del cambio climático y de la oposición; el apagón, de las entidades privadas; y la crisis ferroviaria, de supuestos saboteadores malintencionados. No hay negligencia, no hay error humano, sólo culpables ajenos.

No puede dejar de sorprendernos cómo el mayor poder del Estado, ante cualquier crisis, construye justificaciones que apuntan a un locus de control externo: en lugar de reconocer su responsabilidad, prefiere atribuir la culpa a factores ajenos o a circunstancias fuera de su control. No hay rendición de cuentas, ni se analiza lo técnico o lo puramente empírico. En su lugar, se apela a narrativas cargadas de valor, culpa o redención, en las que siempre hay un agente externo sobre el que descargar la responsabilidad. Nunca hay intención de comprender las causas reales o materiales; lo único que se pretende es identificar al actor moralmente impuro: el especulador, el neoliberal, el facha. Siempre el facha.

Esto, por supuesto, no es nuevo. En El chivo expiatorio, René Girard describe cómo, frente a situaciones de crisis o desorden, las sociedades tienden a resolver sus tensiones identificando a una víctima sobre la cual descargar las culpas y canalizar la violencia contenida. Esa víctima no tiene por qué ser realmente culpable: basta con que su eliminación produzca un efecto de pacificación colectiva. Como escribe Girard: “La víctima expiatoria es inocente, pero su sacrificio tiene el efecto de restablecer la unidad social. De ahí la eficacia del mecanismo: permite transformar la violencia interna en violencia exteriorizada y controlada.” La víctima siempre representa una alteridad: aquello que rompe la hegemonía simbólica, que no encaja del todo, que cuestiona —con su mera existencia— la narrativa dominante. Es su diferencia, no su culpabilidad objetiva, lo que la convierte en blanco. Y cuanto más inocente sea, más útil resulta para el rito de apaciguamiento colectivo.

Y, sin embargo, hay una diferencia crucial con respecto al pasado: en las sociedades premodernas, este proceso no era solo inconsciente o instintivo, sino que se sostenía en una creencia auténtica en la culpabilidad de la víctima. La comunidad no fingía; estaba convencida de que su sacrificio era necesario para restaurar el orden. Además, ese sacrificio no respondía a un capricho ideológico, sino a una necesidad vital: el mecanismo se daba habitualmente en contextos de crisis, cuando la cohesión del grupo y, a menudo, su supervivencia física estaban en juego. Era precisamente esa convicción compartida —alimentada por la urgencia de la situación— la que permitía que el mecanismo cumpliera su función pacificadora.

Hoy, ese mismo impulso se reaprovecha como recurso político, pero ha perdido aquella ingenuidad primitiva y aquella vinculación directa con la necesidad. El proceso se ha vuelto parcialmente consciente: quienes lo activan —gobernantes, comunicadores, activistas— lo hacen desde el cálculo, seguros de su eficacia. Pero, para que siga funcionando, necesitan algo más que una víctima: necesitan un relato que justifique su designación y le otorgue legitimidad moral. Porque, si bien quienes lo siguen, validan y reproducen lo hacen desde una fe ciega y un impulso feroz, esa fe no brota sola: necesita ser alimentada por un discurso que disimule el ejercicio del poder bajo el disfraz de una causa justa.

Este punto es crucial y conviene subrayarlo: dado que este procedimiento de señalamiento ya no puede sostenerse en la creencia compartida e ingenua de antaño, ni en una necesidad apremiante, el mecanismo del chivo expiatorio no puede operar por sí solo. No basta con señalar culpables funcionales, también es necesario un relato que dé sentido al señalamiento, que lo conecte con una visión moral del bien común y permita que quienes no forman parte directa del ejercicio del poder —pero cuya adhesión simbólica resulta imprescindible— acepten y respalden esas decisiones. Como bien sabemos, la legitimidad ya no se impone: se construye. Incluso cuando el poder actúa movido por el interés o el cálculo, necesita un marco narrativo que absuelva sus actos y los revista de un propósito moral; es decir, una estructura de sentido que convierta la manipulación en justicia y transforme el interés propio en redención.

Y es aquí donde la secularización del hecho religioso entra en escena. Como señala Alexandre Kojève al reinterpretar a Hegel, el cristianismo no desaparece con la modernidad: se transforma en ideología secular. Lo que antes se proyectaba en el más allá —la redención, el Reino de Dios, el Juicio Final— se traslada ahora al curso de la historia. La revolución se convierte en el intento de realizar en la tierra lo que antes se esperaba en el cielo: un desplazamiento de lo trascendente a lo inmanente, de la esperanza escatológica a la promesa política. Ya no se trata de salvar las almas, sino de liberar a los pueblos; no de obedecer la ley divina, sino de reescribir la ley humana en nombre de una justicia futura. La izquierda moderna, bajo esta lógica, hereda el mesianismo cristiano y lo convierte en programa de acción histórica que justifica cualquier desmán.

Pero no solo Kojève ha señalado esta secularización del mesianismo cristiano; la encontramos también en autores como Friedrich Nietzsche, Antonio Escohotado o Eric Voegelin (en la fotografía). En La genealogía de la moral, Nietzsche denuncia cómo los ideales igualitarios modernos son, en el fondo, una continuación degradada del cristianismo, en la que el resentimiento se disfraza de compasión y justicia. El socialismo, afirma, es una moral de esclavos que exalta la debilidad, condena la excelencia y sueña con una redención inmanente, haciendo de la lucha política una religión laica. Una crítica similar aparece en Escohotado, quien en Los enemigos del comercio rastrea la aversión al dinero, al comercio y al beneficio hasta una lógica sacrificial profundamente moralista: la riqueza se convierte en mancha, y el mercado en una profanación. Ambos autores muestran cómo la izquierda contemporánea perpetúa sin saberlo las pulsiones religiosas que pretende negar.

En el fondo, lo que todos estos enfoques señalan es que la modernidad no ha roto con la religión, sino que la ha internalizado. La promesa de redención no desaparece: se desplaza, se seculariza, se politiza. Pero sigue operando como horizonte último, como justificación moral. Eric Voegelin da forma conceptual a este fenómeno al hablar de la “inmanentización del eschaton”: la traslación del fin de los tiempos al interior de la historia, del juicio divino al veredicto revolucionario. Lo trascendente es sustituido por un absoluto humano, la salvación por el progreso, la fe por la ideología. Se propone, en definitiva, un gnosticismo político que pretende sustituir el orden trascendente por una salvación inmanente. Y con ello, la política adopta una lógica religiosa encubierta, en la que todo queda subordinado a un fin último que no admite límites ni objeciones.

En este punto, es interesante señalar que, mientras el procedimiento del chivo expiatorio ha pasado de ser un acto inconsciente a una táctica instrumentalizada con plena conciencia, el marco simbólico que lo legitimaba —el mesianismo heredado del cristianismo— ha seguido el camino inverso: ha perdido su carácter explícitamente religioso, pero sigue operando de forma latente. Sin embargo, este residuo ya no se apoya en una metafísica trascendente, sino en una sensibilidad moral compartida, una suerte de emotivismo colectivo que actúa como sustituto de la antigua estructura teológica. Lo religioso se disuelve en lo secular, y con ello desaparece la exigencia de coherencia doctrinal, pero permanece intacta la lógica del dogma. Esto permite entender tanto el tono mesiánico de la política contemporánea como dos de sus efectos más inquietantes: la defensa acrítica de relatos contradictorios —donde la fidelidad emocional sustituye a la verdad— y la deriva relativista que, en nombre de una igualdad abstracta, anula toda jerarquía entre culturas, valores o instituciones.

Este relativismo, además, lejos de promover la tolerancia, genera una atmósfera donde todo es válido siempre que reafirme el relato dominante. En ese contexto, las mentiras evidentes, las justificaciones peregrinas y las incoherencias manifiestas no solo son toleradas, sino defendidas con vehemencia, porque lo que está en juego no es la verdad, sino la pertenencia simbólica a una comunidad de sentido. Así, el relativismo se convierte en un nuevo absolutismo moral, donde la única herejía posible es cuestionar el dogma igualitarista.

Frente a un relativismo que sustenta estas liturgias del odio y que niega la posibilidad misma de establecer criterios claros —reduciendo, a la postre, la política a un juego de emociones y simplificaciones—, me gustaría hacer dos reivindicaciones fundamentales.

Por un lado, urge reclamar el derecho a ser tratados como adultos en la esfera pública. Esto implica no solo la responsabilidad de escuchar y decir aquello que no nos gusta, sino también la capacidad —y el derecho— de enfrentar ideas incómodas o polémicas con argumentos fundados, sosteniendo un debate sincero sin recurrir a la censura ni a la demonización del adversario. Exige, también, en última instancia, pedir que se nos reconozca como sujetos capaces de juicio autónomo, de distinguir entre razón y emoción, entre hechos y manipulaciones, y que no desean ser tratados como menores protegidos por narrativas que los mantienen al margen de la complejidad y el conflicto inherentes a toda vida política. Esta exigencia no se limita a la defensa de una cultura o una civilización: es un principio básico de cualquier sociedad verdaderamente libre y democrática.

Por otro lado, y de nuevo, ante esta deriva relativista e igualitaria, se vuelve imprescindible defender con firmeza el legado de la civilización europea y sus valores fundacionales. Como han señalado Alain Finkielkraut y Roger Scruton, la ya famosa oikofobia —el rechazo y la aversión hacia la propia herencia cultural— no es solo una forma de autoodio, sino una pulsión autodestructiva que amenaza con desmantelar las bases mismas sobre las que se han construido las sociedades occidentales. La civilización europea ha sido un proceso histórico complejo, lleno de sombras, por supuesto, pero también ha promovido la libertad individual, la dignidad humana, el pensamiento crítico y el progreso científico y social. Renunciar a ese legado en nombre de una falsa pureza moral o de una culpa infinita equivale a negar la riqueza y la pluralidad que han hecho posible el mundo que habitamos. Defender Occidente no es un acto de arrogancia ni de supremacismo, sino una responsabilidad ética y política que implica reconocer que no todas las culturas son intercambiables y que, por tanto, no son equivalentes ni en sus valores ni en sus efectos en la convivencia. Podemos y debemos decir, entonces, que no todos los principios merecen el mismo respeto, y que no toda indignación moral se apoya en una base justa. Solo desde este reconocimiento puede sostenerse un discurso público que afirme la verdad, la razón y la justicia, y que permita una convivencia plural sin abdicar de lo esencial para la preservación de una sociedad libre. Porque, como nos recuerda Augusto Del Noce, “lo verdaderamente reaccionario hoy no es volver al pasado, sino renunciar al pasado por miedo a afirmarlo.”

Licenciado en Filosofía por la Universidad Complutense de Madrid. Ha colaborado con diversas revistas y medios para analizar cuestiones de actualidad cultural y política

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