Buscar
Cerrar este cuadro de búsqueda.

Lo que podemos aprender de Voltaire y Borges: formarnos un cuadro del mundo

En 1756 el filósofo e historiador ilustrado Voltaire publicaba su Ensayo sobre las costumbres y el espíritu de las naciones, obra que dedicó a su amiga la marquesa de Châtelet. 

En el Prólogo, el francés se molestó en dar algunos consejos para aquellos que quisieran abordar con éxito el estudio de la historia moderna. Carga, por ejemplo, contra Bossuet por tratar de reducir la Historia a los avatares del pueblo judío: “Parece que escribió únicamente para insinuar que todo se había hecho en el mundo para la nación judía”; invita a poner la atención sobre el Oriente “cuna de todas las artes y desde adonde ha venido todo al Occidente”; desmitifica el pasado de los pueblos galo, toscano, celta, germano, bretón en tanto que bárbaros: “La naturaleza humana ha permanecido sumergida durante una serie de siglos en un estado muy inmediato al de los brutos”; y, sobre todo, se lamenta de la historiografía occidental (Tito Livio, Tácito o Polibio) por su excesivo empleo de “moldes” ya que “este es el modo como se insulta la razón en las historias universales, y como se obscurece, bajo un conjunto de conjeturas forzadas, el corto conocimiento que podríamos tener de la antigüedad”. Sin embargo, me gustaría detenerme en un aspecto del texto que quizá pasa algo desapercibido. 

En apenas la segunda página del Prólogo señala que el objeto de su trabajo -y, por extensión del historiador- no consiste en conocer al detalle las fechas exactas, sino en formarnos un cuadro del mundo. Habla, incluso de “desgracia”, esto es, al afirmar que “si se tuviese la desgracia de conservar en la memoria la serie cronológica de todas las dinastías, nada se sabría”. ¿Cómo? ¿Voltaire el enciclopedista acaso está insinuando que un exceso de memoria va en detrimento del saber mismo? Efectivamente, pues “es inútil el sobrecargar la memoria con una multitud de reyes cuyos nombres pueden quedar ignorados” y, por ende, “en todas las recopilaciones inmensas que no es posible recorrer, conviene limitarse a escoger lo mejor”. Esta es la madre del cordero por cuanto al juicio se refiere. Y me remite, por un lado, a la consciencia del ser humano de ser perfectible e incompleto, y más en particular del “filósofo”, y, por otro, a un relato en que Jorge Luis Borges aborda esta aparente antinomia. Vayamos por partes. 

El querer conocer, retener nombres, fechas y detalles, autores y sus obras es tan sólo el reflejo especular de un anhelo de plenitud en el hombre que se sabe incompleto

Leo Strauss en ¿Qué es la filosofía política? (1957) trata de definir al filósofo en sentido amplio. El filósofo, sabiéndose finito, limitado, impotente debe pretender “discernir”, es decir, distinguir. De este modo, “la filosofía consiste esencialmente no en la posesión de la verdad, sino en la búsqueda de la verdad. El rasgo definitivo del filósofo es que ‘sabe que no sabe nada’”. En efecto, de no ser seres por completar, si fuéramos seres completos y acabados desaparecería nuestra sed de conocimiento, nuestra más genuina curiosidad. El querer conocer, retener nombres, fechas y detalles, autores y sus obras es tan sólo el reflejo especular de un anhelo de plenitud en el hombre que se sabe incompleto. De ahí que la mayor de las virtudes del filósofo sea la humildad. El que -henchido de orgullo- cree saberlo todo o, al menos, saber todo lo necesario, está cerrado al conocimiento. 

La compra compulsiva de libros, por poner un ejemplo moderno, es una relación libidinal con el saber. El “letraherido” se ve atraído por dos polos: el consumismo más extremo (del que se aprovecha la industria editorial) y el intento de saciar ese vacío. Este tópico de hacer acopio de un mayor número de libros que tiempo material para leerlos, lejos de ser negativo, resulta un síntoma francamente alentador: una búsqueda -a trompicones- de la Verdad con mayúscula. 

Esto me lleva al relato de Borges: Funes, el memorioso, escrito en 1942. Según el propio Borges, este relato breve es una “una larga metáfora del insomnio”. El protagonista, un chico uruguayo llamado Ireneo Funes que, tras haber sufrido un accidente a los 19 años, al recobrar el conocimiento quedó preso de hipermnesia (vinculada al síndrome del sabio): “Al caer, perdió el conocimiento; cuando lo recobró, el presente era casi intolerable de tan rico y tan nítido, y también de las memorias más antiguas y más triviales”. Los que padecen esta enfermedad muestran una memoria prodigiosa, así como tremendas dificultades para conciliar el sueño. Sea como fuere, Borges presenta a Funes como un chico enigmático, misterioso: “Lo recuerdo, la cara taciturna y aindiada y singularmente remota, detrás del cigarrillo (…) Funes era un precursor de los superhombres, ‘un Zarathustra cimarrón y vernáculo’”.

Si bien con Strauss oponíamos humildad a soberbia, con Borges oponemos memoria prodigiosa a olvido

Tullido y desesperanzado “llevaba la soberbia hasta el punto de simular que era benéfico el golpe que lo había fulminado… Dos veces lo vi atrás de la reja, que burdamente recalcaba su condición de eterno prisionero”. Si bien con Strauss oponíamos humildad (como apertura al saber) a soberbia (como imposibilidad de saber), con Borges oponemos memoria prodigiosa (como eterna prisión) a olvido (como libertad). ¿En qué sentido? Solemos relacionar la memoria con la inteligencia. De algún modo, es su precondición, ¿no? Pero ¿qué sucedería si una memoria extraordinariamente enfermiza nos permitiera recordarlo absolutamente todo, hasta el detalle más nimio e insignificante? En primer lugar, claro está, nos volveríamos locos, pero más allá de eso, Borges nos muestra cómo el olvido (selectivo) es tanto más importante que la propia memoria. El sueño depura y drena los recuerdos intrascendentes para dejar espacio a aquellos “eventos” realmente relevantes. Una absoluta memoria es sinónimo de una absoluta condición de eterno prisionero. La dictadura del dato sin narrativa nos conduce al no-pensamiento, a la ausencia de correlación, de abstracción y de generalización. El exceso de detalle, tal y como sugieren Voltaire y Borges, cada uno a su modo, impide el juicio. 

Ireneo Funes sumido en la oscuridad de su cuarto, tullido era esclavo de sus recuerdos que repasaba una y otra vez en bucle. En unas horas aprendió el latín. Recitaba pasajes de la Historia Natural de Plinio el Viejo, obra que le había prestado su amigo porteño: “La materia de ese capítulo es la memoria; las palabras últimas fueron ut nihil non iisdern verbis reddetur auditum” (“Todo lo que había oído lo repetía con las mismas palabras”). Antes del accidente era un ciego, un desmemoriado, “ahora su percepción y su memoria eran infalibles”. Pero esa infalibilidad que, en esencia, es contraria a la falibilidad humana, conlleva una enorme carga. “El vertiginoso mundo de Funes” era el recuerdo indeleble de la humanidad: “Más recuerdos tengo yo solo que los que habrán tenido todos los hombres desde que el mundo es mundo. Mis sueños son como la vigilia de ustedes”. Imaginen por un instante la terrible condena de cargar sobre sus hombros con la miseria del mundo. Imaginen por un instante recordar en vida cada imagen, cada palabra, cada sonido, sin descanso. Imaginen por un instante ser omniscientes, en lugar de ser seres finitos y limitados, creaturas. 

Olvido y sueño renuevan cada noche nuestra vida y nos redimen de la condena eterna de la memoria. A Funes, en cambio “le era muy difícil dormir. Dormir es distraerse del mundo”. La “desgracia” de conservar en la memoria hasta el más pequeño de los detalles detalles nos empujaría a un absoluto rencor existencial, porque nadie está preparado para cargar con la injusticia de la Historia toda sobre sí. 

Sigamos a Voltaire, “conviene limitarse a escoger lo mejor” pues “pensar es olvidar diferencias, es generalizar, abstraer. En el abarrotado mundo de Funes no había sino detalles”. Contra el imperio del exceso de información y datos; el relato y el pensamiento, el criterio y el discernimiento, abstraer y generalizar. En otras palabras, formarnos un cuadro del mundo..

Más ideas