La independencia de las repúblicas hispanoamericanas fue una trampa mortal tendida por el Reino Unido contra los intereses españoles, con la connivencia de su cómplice estadounidense.
Para los británicos, la apuesta de invertir en la destrucción del imperio español y reemplazarlo por repúblicas fácilmente intimidadas tuvo un éxito que superó todas las expectativas. A partir de 1824, los fabricantes británicos encontraron una manera de salir de su crisis post-Napoleónica inundando la región con sus productos, a menudo adquiridos con préstamos tomados de bancos británicos que luego se utilizarían para intimidar aún más a los gobiernos hispanoamericanos.
En noviembre de 1825, el primer ministro de un estado hispanoamericano, Colombia, fue recibido oficialmente en Londres. Al año siguiente, los gobiernos hispanoamericanos comenzaron a incumplir sus pagos pendientes. En 1827, todas las nuevas repúblicas ya estaban en suspensión de pagos (Brasil, que por entonces era una monarquía, evitó ese destino) y contrajeron nuevas deudas para pagar las antiguas, en un ciclo predecible que se repetiría durante los dos siglos siguientes.
Venezuela fue una más de esta colección de repúblicas cuya historia, como escribió el colombiano Nicolás Gómez Dávila, debe escribirse sin desdén pero con ironía.
El segundo personaje más pernicioso en la historia de la república petrolera, Carlos Andrés Pérez (CAP, como fue conocido en su carrera política) accedió al poder tras ganar las elecciones de 1974, claves para allanar el camino al chavismo. Aprovechando la espectacular subida de los precios del petróleo —provocada por la guerra del Yom Kippur el año anterior— embarcó al centro-izquierda venezolano hacia el populismo de gasto extravagante y descontrol fiscal, con mucho postureo en favor de causas progresistas.
En 1990, CAP tuvo que pedir un préstamo al Fondo Monetario Internacional a cambio del cual se exigieron ajustes económicos. Todo ello desembocó en un confuso golpe de estado por parte del coronel Hugo Chávez, quien aprovechó la popularidad ganada en el evento para arrasar en las elecciones presidenciales de 1998, con un 56% del voto, y convertirse en el personaje más pernicioso de la historia de Venezuela.
Hablando con muchos venezolanos de muchas corrientes políticas para mi libro “Podemos en Venezuela”, sobre los excomunistas españoles que inmediatamente acudieron a Caracas para chupar del bote y financiar luego la creación de un partido chavista en España, la impresión que recibí fue que el chavismo en Venezuela fue inevitable: años de corrupción, engaños y trapicheos de una élite centrada en comprarse chalets en Miami habían llevado a un malestar generalizado en las clases medias y bajas.
Esto no es ninguna característica particular de Venezuela, que era, y sigue siendo en gran medida, una república hispanoamericana prototípica. La clave para entender Latinoamérica es que hablamos de repúblicas que han sido controladas por una clase dominante que, desde la independencia, cayó bajo el control de Londres y luego de Washington DC. Esta clase es homologable al centro-derecha español solo en cuanto que favorece el capitalismo y la libre empresa, así como la sujeción a un poder extranjero (en nuestro caso, Bruselas).
Frente a tal centro-derecha, la izquierda, y sobre todo la versión virulenta de esa izquierda que llamamos chavismo, ofrece una receta absurda de socialismo, control estatal y, por oposición a las élites, anti-imperialismo. Es por ello que en Iberoamérica se vive una paradoja: mientras que todos los partidos realmente nacionalistas y patrióticos de Europa y Asia son de derechas, en la región la defensa de la independencia y la autosuficiencia nacional le ha caído en manos a la izquierda. Iberoamérica vive ajena a la división entre globalismo y nacionalismo que domina el resto del planeta, perdida en sus peleas derecha-izquierda más propias de la década de los años 80.
Tal es el drama del chavismo. A medida que Hugo Chávez, y luego su sucesor Nicolás Maduro, han ido arrasando con la economía y la sociedad venezolana, en una orgía de destrucción sin paralelo en la historia desde la Camboya de Pol Pot, han mantenido un núcleo de apoyo gracias a haber sido fieles a su ideario anti-imperialista.
Ésta ha sido también la receta en Cuba, aunque el chavismo lo ha llevado todo al extremo. Cuba, con toda su ristra de defectos, puede presentar algunos éxitos en sanidad y educación, como sus propagandistas no dejan de repetir; el chavismo carece incluso de eso, y lo único que le queda es proclamar la lucha contra el opresor yanqui.
Esta lucha no es imaginaria. Estaría bien si lo fuera: sería fantástico si el Reino Unido realmente hubiera ayudado a las republicanas hispanoamericanas a independizarse para convertirlas en países modernos y desarrollados que se hinchan a ganar medallas olímpicas, tipo Australia, Canadá o Nueva Zelanda. Pero ése nunca fue el plan, y tampoco ha sido el de EEUU.
Me gustaría recordarles la Doctrina Monroe. Fue proclamada en 1823 por el entonces presidente estadounidense, James Monroe, y anunciaba que EEUU no toleraría la intromisión de las potencias europeas en América. ¿Lo sabían, no? ¿Y saben que más decía? Decía que el mejor amigo de EEUU en el mundo es Rusia y la mejor persona del mundo su emperador, y que EEUU, a cambio de que los europeos se mantuvieran fuera de América, se comprometía a no interferir nunca en los asuntos europeos. Vamos para bingo.
Es importante entender que EEUU ha estado involucrado en más de 400 intervenciones militares e innumerables golpes de estado y manipulaciones electorales en el extranjero desde 1776, y la gran mayoría de todo esto ha ocurrido en Iberoamérica.
Igual que Washington ha interpretado la Doctrina Monroe como ha querido, ha interpretado cada tratado firmado con una república hispanoamericana: aún recuerdo las risas con las que un amigo estadounidense, muy cínico, citaba a un congresista yanki que en los 1970 se oponía a la devolución del Canal de Panamá, gritando que “robamos el Canal con toda justicia”.
Cuando el votante hispanoamericano observa con temor y hostilidad al vecino del norte, cuando habla de “anti-imperialismo”, no lo hace de forma ociosa o retórica. El imperialismo estadounidense es una realidad, y es una bota que lleva dos siglos en la cara de Latinoamérica, presionando con firmeza.
Piensen en Juan Guaidó, reconocido como presidente venezolano en lugar de Nicolás Maduro por Occidente durante la mayor parte del periodo entre 2019 y 2023: el amigo Juan se pasó gran parte de ese periodo en Washington, reuniéndose con funcionarios estadounidenses. Para identificarse más con la idea de “imperalismo” sólo podría haberse envuelto en una bandera de las barras y estrellas.
En Europa, en los últimos años se han abierto paso partidos patrióticos, que ponen por encima los intereses de sus pueblos, lo que combinan con apego a la propiedad privada, los derechos humanos y la defensa de los principios de libre mercado. Eso jamás ha estado en oferta en Iberoamérica, y sigue sin estarlo (veremos qué ocurre en el resto del mandato de Javier Milei), lo que explica más que ningún otro factor por qué un régimen tan corrupto y tramposo como el del semianalfabeto Maduro pueda seguir controlando Venezuela.
Ello también explica por qué Washington, normalmente tan ansioso para mover flotas y organizar golpes de estado, ha dejado hacer al chavismo durante años, convirtiendo al régimen de Maduro en un ejemplo negativo para toda la región: los votantes hispanoamericanos así ven que pueden apoyar al anti-imperialismo en su versión chavista y morirse de hambre o asco bajo un régimen miserable; o aceptar el imperialismo como mal menor.