El filósofo vivo más leído del mundo es un peculiar surcoreano afincado en Alemania. Para algunos se trata de un impostor, para otros de un buen divulgador, en general, se le acusa falta de originalidad intelectual y de escribir libros facilones como churros. Él se ha llegado a definir como “cura”, “mago prestidigitador” y “encantador”…
Hace unas semanas salió publicada en El Debate de las Ideas una trilogía de artículos en la que traté de demostrar cómo tras la apariencia de filósofo crítico con el neoliberalismo y albacea de la Escuela de la sospecha (en su versión frankfurtiana), se esconde un pensador católico cuyas reflexiones tienen un trasfondo de impugnación de la Modernidad in toto. Han es un católico confeso, cuyos libros –gran parte de ellos bestsellers-– se leen, sobre todo, en países de habla hispana y de mayoría católica. Un pensador que ha encontrado la estrategia perfecta para sortear –cual Ulises– la censura panóptica y polifémica del pensamiento políticamente correcto progresista.
Como es bien sabido, la obra de Han está compuesta de una miríada de ensayos breves en los que va diseccionando los males de nuestra sociedad neoliberal, narcisista e hipertecnológica. Lo que constituye una “sistematicidad fragmentaria” de carácter crítico. Sin embargo, su última obra El espíritu de la esperanza (2024) da un golpe de timón y levanta la mirada de este valle de lágrimas hacia lo alto para sondear los orígenes trascendentes de la esperanza cristiana.
Si bien sigue su habitual modus operandi, esto es, el de hacer concesiones en la textualidad al progresismo, ganándose su salvoconducto, para luego ir desplegando nociones, distinciones y reflexiones poco o nada progresistas; este es un libro atípico en el conjunto de la obra del coreano.
Lo lógico sería pensar que el discurso de Han fuera en la línea de la crítica a la impotencia posmoderna, al ethos fatigado que imposibilita la transformación del mundo. Algo que sí abordó en su artículo “¿Revolución imposible?”, que fue contestado por la filósofa procesista Marina Garcés (y que por alguna razón fue borrado de El País). Ciertamente, en su nuevo libro dedica algunas reflexiones tangenciales a esta cuestión. Por ejemplo, habla de la relación entre desesperanza y consumismo: “sin un horizonte de sentido, la vida se reduce a la supervivencia o, como sucede hoy, a la inmanencia del consumo. Los consumidores no tienen esperanzas (…). Cuando el consumo se absolutiza, el tiempo se reduce al presente permanente de las necesidades y las satisfacciones. La palabra esperanza no pertenece al vocabulario capitalista”.
Asimismo, era lógico que nuestro filósofo cargara tintas contra el régimen neoliberal como “régimen del miedo” (con toda la razón del mundo), un sistema que niega ontológicamente la posibilidad de la Esperanza en sentido fuerte. Para Han este miedo sistémico es incompatible con una democracia sustantiva (aunque tampoco acabe de argumentar el porqué): “Se ha difundido un clima de miedo que mata todo germen de esperanza. El miedo crea un ambiente depresivo. Los sentimientos de angustia y resentimiento empujan a la gente a adherirse a los populismos de derechas”. Cita –cómo no– al “justificadísimo” Premio Nobel de la Paz Barack Obama para arguïr que los partidarios de la extrema derecha son “una amenaza para la democracia” y que “la democracia es incompatible con el miedo”.
Ahora bien, ¿será que su fetiche democratista no le permite ver con claridad? ¿O de nuevo se trata de una estrategia para contar con el nihil obstat de editores, profesores, académicos, periodistas y demás censores del reino? Lo cierto es que esto lo afirma apenas en la página 14 para no volver sobre ello en todo el libro. Extraño, muy extraño.
Apasionado como es de la literatura alemana, Han hace alarde de referencias a autores de la alta cultura como Bachmann, Kafka, Proust o Goethe. Cita, asimismo, a los autores que todo profesor de teoría crítica izquierdista debe citar: Friedrich Nietzsche, Ernst Bloch, Albert Camus, Sigmund Freud; a los autores de origen judío mainstream en el medio académico: Walter Benjamin, Erich Fromm, Hannah Arendt, Paul Celan, Theodor Adorno. Y, además, emplea el argumento ad verecundiam –en su alegato democratista, o cabría decir demagógico– al citar a Barack Obama y Martin Luther King.
Hasta ahí el Byung-Chul Han predecible…
Más extraño –o no– resulta que cite al político anticomunista Václav Havel. Aunque cuando se pone a “hablar en serio” de la esperanza no tiene más opción que recurrir a autores católicos como San Pablo, Terry Eagleton, Gabriel Marcel (más conocido como “el filósofo de la esperanza”), Simone Weil, Jürgen Moltmann o Martin Heidegger. Llamativo, muy llamativo.
Para ir acotando el terreno, Han opone la Esperanza a la angustia y al miedo, mientras que emparenta la Esperanza con el campo semántico del amor, la libertad, la comunión, la reconciliación y el sentido. Recurre a sus habituales explicaciones etimológicas para acometer esta tarea: Etimológicamente, “Angustia –explica el coreano– (en medio alto alemán angest, en antiguo alto alemán angus) significa originalmente, igual que en latín, ‘angostura’. Al constreñir y bloquear la visión, la angustia sofoca toda amplitud, toda perspectiva”. Siguiendo esta lógica, la Esperanza debe dar amplitud, iluminar, etc.
Además, va sugiriendo, a lo largo del texto, una serie de distinciones: Esperanza/optimismo; Esperanza/pensamiento y psicología positivas; Esperanza/Desistencia (o resignación); Esperanza/Virtud humana. En efecto, deslinda la Esperanza del mero optimismo, del wishful thinking, de la resignación (carentes del elemento dialéctico de la Esperanza) y de la virtud (puesto que la Esperanza no es autosustentable, proviene de lo alto). Y ¿cuál es la clave para desbrozar un término tan aparentemente polisémico? Lo que denomina “dialéctica de la esperanza”.
Dialéctica de la esperanza
El primer hallazgo fecundo del surcoreano es la relación inversamente proporcional entre esperanza y desesperanza. En su opinión, la esperanza más potente emerge en el momento fatídico, en las adversidades más profundas. La esperanza vendría a ser como una flor que crece y robustece con el abono orgánico (o estiércol) de la miseria humana.
He ahí su toma de partido a favor del axioma paulino “esperar contra toda esperanza”. De hecho, cita en diversas ocasiones la Epístola a los Romanos de San Pablo. Encuentra en el apóstol de los gentiles las palabras precisas para comenzar a penetrar en el carácter dialéctico de la Esperanza: “Nos gloriamos incluso de los sufrimientos porque sabemos que el sufrimiento da firmeza para soportar, y esa firmeza nos permite ser aprobados por Dios, y el ser aprobados por Dios nos llena de esperanza. Una esperanza que no defrauda” (Rom 5, 3-5). Y, como sabemos también por la Epístola a los Corintios: “no los dejará sufrir pruebas más duras de lo que pueden soportar”. Esa tensión entre lo que uno puede soportar y la fortaleza que Dios da al justo no es un juego macabro de un Dios colérico (como el de los judíos), sino la oportunidad que el Dios del Nuevo Testamento brinda a cada uno de sus hijos de abrirse a la esperanza.
Así, en palabras del propio Han: “La esperanza más íntima nace de la desesperación más profunda (…). La esperanza es una figura dialéctica. La negatividad de la desesperación es constitutiva de la esperanza (…). Cuanto más profunda sea la desesperación, más intensa será la esperanza. Esta es la dialéctica de la esperanza (…). La esperanza solo es posible en la fragilidad. Inherente a ellas es la zozobra. La negatividad de la zozobra vivifica y alienta la esperanza (…). Se da la paradoja que la luminosa luz de la esperanza se aviva con las tinieblas más profundas. Al optimismo le falta esta dialéctica”. En efecto, sólo en la humildad de quien se sabe frágil puede brotar la potencia redentora de la Esperanza. Hemos sido aculturados en el miedo (hobbes)iano, ¿qué queda pues del temor de Dios o, mejor dicho, la Esperanza (job)esiana?
De esta dialéctica inherente al “espíritu de la esperanza” desprende Han otro elemento fundamental: la esperanza es, ante todo, una luz que irrumpe de entre las tinieblas, en la noche oscura del alma.
Esperanza: una luz trascendental
Han emplea dos expresiones de modo análogo: “Sin hondura no hay elevación” y “Sin tinieblas no hay luz”. Ambas remiten a la kenosis,es decir, al “abajamiento” y el “vaciamiento”. Cuando uno ha tocado fondo, cuando uno ha experimentado el amargo sabor a hiel (por haber perseguido la voluntad propia a toda costa), hastiado de sí, pide auxilio. Una mano firme lo agarra y lo pone en pie de nuevo. Del mismo modo, cuando uno está sumido en las tinieblas desea sentir el calor, el consuelo y la certeza de una luz que nos saca de la confusión propia de las sombras. La esperanza nos saca del fondo oscuro y húmedo de nuestra ciénaga, nos devuelve a la vida, nos insufla un espíritu nuevo. Según Han: “A quien tiene esperanza el mundo se le presenta bajo una luz totalmente distinta. La esperanza le da al mundo un esplendor especial. Ilumina el mundo (…). El deseo y la expectativa no tienen esa fuerza capaz de transformar el mundo, de ampliarlo y de iluminarlo”. He ahí otra distinción: Esperanza/esperanzas (particulares).
Han no está dispuesto a banalizar o a tratar la Esperanza como algo exclusivamente humano e inmanente. En tanto que pensador católico afirma sin ambages: “La luz siempre viene de arriba (…). La esperanza no está sujeta a un objeto ni a un suceso intramundano (…). Posee una trascendencia que rebasa la inmanencia de la voluntad”. El desenlace de los eventos en la historia intrahumana en general y de los eventos personales no importa. Porque “la esperanza cristiana no tiene su sede en la inmanencia de la acción, sino en la trascendencia de la fe (…). La esperanza trasciende la inmanencia del albedrío humano (…). Su sitio está en la trascendencia, allende el curso intramundano de las cosas. Como fe, permite actuar en medio de la desesperación más absoluta”. La Esperanza es una luz trascendental.
Permítanme traer a colación un largo fragmento de Václav Havel (citado por Byung-Chul Han) para iluminar mejor esta cuestión: “[…] la entiendo sobre todo, original y principalmente, como un estado espiritual (…). La esperanza es una dimensión anímica y, básicamente, no depende de cómo veamos el mundo ni de cómo valoremos las situaciones. La esperanza no es un pronóstico. Es una orientación para el espíritu, una orientación para el corazón (…). Me parece que no se puede explicar la esperanza simplemente como algo que deriva meramente de lo terrenal (…). Siento que sus raíces se hunden en algo trascendente (…). La esperanza, en este sentido profundo y estricto, no tiene la medida de nuestra alegría por la buena marcha de las cosas ni la de nuestras ganas de invertir en empresas prometedoras de éxito inmediato, sino más bien la medida de nuestra capacidad de esforzarnos por algo simplemente porque es bueno, y no porque su éxito esté garantizado (…). La esperanza no es optimismo. No es el convencimiento de que algo saldrá bien, sino la certeza de que algo tiene sentido, al margen de cómo sale luego. Por eso, pienso que es de otro sitio de donde sacamos la esperanza más profunda y decisiva, la única capaz de mantenernos a flote en medio de todas las adversidades y de alentarnos a hacer buenos actos, y la única fuente genuina de la grandeza del espíritu humano”.
Esperanza o de la plegaria interior del alma
Sea como fuere, la Esperanza no aparece por arte de birlibirloque. En tanto que fe, nace de lo profundo (de profundis). Jonás pide auxilio en las entrañas del Gran Pez; Job se pregunta si su Dios escucha el clamor de los hombres cuando les sobreviene la angustia; Cristo oró e imploró a su Padre en Getsemaní… Byung-Chul Han puede parecer tibio, puede invocar autores mainstream del progresismo, puede leerse en clave nihilista, pero en este tema no vacila: “la esperanza no la hay sin más como algo obvio. Nace. Muchas veces hay que suscitarla y concitarla expresamente”. Por ende, el coreano reconoce que la Esperanza exige un estado de súplica, de rezo, de oración. Han revela el sentido real y concreto de este “suscitamiento”: “Viene a ser una plegaria interior del alma, una pasión que se suscita ante la negatividad de la desesperación”. Afirmar tal cosa sin despeinarse puede significar solamente dos cosas: i) o bien está loco y no teme ser censurado; ii) o bien está muy cuerdo y sabe cómo cortocircuitar los sistemas de seguridad y censura del progresismo.
Esperanza y Providencia
Si aceptamos hasta aquí la estructura byung-chul-handiana, a saber: que la Esperanza es dialéctica; una luz que viene de lo alto (cuyo origen es trascendente y no inmanente); que debe ser suscitada y concitada como una plegaria interior del alma; debemos aceptar también las consecuencias que extrae el surcoreano.
La Esperanza es un principio para la acción, por un lado, ilumina y, por otro, nos conmueve. Parafraseando a Eric Fromm, podríamos decir que la Esperanza tiene un semblante paradójico. No es ni una espera pasiva ni una voluntad irrealista de forzar circunstancias que no pueden producirse.
He ahí otra distinción fundamental. Han diferencia la “Esperanza cristiana” de la “esperanza política” (que reivindican autores como Bloch). Por un lado, habla del “potencial utópico”del “espíritu de la esperanza”que mueve a la acción y a la apertura de un mundo de posibilidades, esto es, la esperanza como fermento de la revolución: “Solo en la esperanza de un mundo distinto y mejor despierta un potencial revolucionario. Que hoy no sea posible la revolución se debe a que no podemos albergar esperanzas”. Aunque a tenor de la lectura, uno enseguida, se percata de que a Han no le interesa tanto esta forma de “esperanza política” como la virtud teologal de la Esperanza.
Mientras que la “esperanza política” o gnóstica (si se prefiere) nos invita a transformar el mundo (y sus males), la Esperanza (cristiana o Esperanza a secas) “nos hace perseverar a pesar de todos los males del mundo”.
Entonces, ¿a qué clase de obrar nos impele la Esperanza cristiana? Al obrar con audacia, sin reservas. Podríamos decir jugando con la expresión arendtiana: a “actuar sin barandillas”. Porque, en palabras de Han: “Quien tiene esperanza obra con audacia y no se deja confundir por los rigores y las crudezas de la vida (…). No es lo mismo pensar con esperanza que ser optimista. A diferencia de la esperanza, el optimismo carece de toda negatividad (…). El optimista está convencido de que las cosas acabarán saliendo bien. Vive en un tiempo cerrado [al igual que el pesimista]. Desconoce el futuro como campo abierto a las posibilidades. Nada acontece para él. Nada lo sorprende. Le parece que tiene el futuro a su entera disposición. Sin embargo, al verdadero futuro es inherente la indisponibilidad (…). Toda acción conlleva un riesgo. Pero el optimista no arriesga nada (…). Tanto el optimista como el pesimista son ciegos para las posibilidades. Nada saben de eventos [acontecimientos] que puedan dar un giro sorprendente al curso de los acontecimientos [eventos] (…). La esperanza nos permite escapar de la cárcel del tiempo cerrado”. Eso sí, algo problemático resulta el uso banal que hace del futuro, de lo nuevo y de lo posible nuestro autor, aunque no descarto que se trate de problemas en la traducción…
Pero, ¿a qué se refiere exactamente? Tanto el optimista como el pesimista viven con los dados trucados, sus expectativas están cerradas a desenlaces inesperados, viven de espaldas a la Providencia, en un tiempo cerrado. La temporalidad de quien vive esperanzado es abierta y transformadora. La esperanza en el Padre providente nos imbuye de paz y audacia. Paz porque la vida ya no pende del frágil hilo de la quebrada voluntad humana, sino de la espera en Dios y el abandono a sus designios. Audacia porque el criterio no es utilitarista ni maximizador de beneficios, sino pura dádiva, donación, amor. Por otro lado, ¿quién es el acontecimiento encarnado por antonomasia? Jesucristo. El cristiano que vive esperanzado cree que existe UN acontecimiento que destruyó el pecado una vez y para siempre. Pone la vida en manos de otro que no es sino el Ser mismo. Arriesga la vida para ganarla. Y como afirma también Han: “La esperanza es el poder vivificante por excelencia”. Por el contrario, quien vive desesperanzado y confía tan sólo en sus fuerzas y voluntad, vive cerrado a todo acontecimiento redentor. A éste último sólo le quedan tres salidas: i) la resignación para con un mundo imperfecto; ii) el intento impotente de transformación del mundo a espaldas del Creador; iii) y el suicidio. Como bien supo ver Baruch Spinoza: “cuanto más nos apliquemos en vivir bajo la guía de la razón, más nos esforzaremos en depender menos de la esperanza”. La confianza en nuestra pura razón, en nuestras propias fuerzas se traduce ipso facto en un recelo y desconfianza hacia Dios.
Dos caminos, dos formas de la razón (una inmanente, la otra trascendente), una disyuntiva. ¿Cómo suturar esta herida? Han propone lo siguiente: “la esperanza tiende una pasarela sobre un abismo al que la razón no se atreve a asomarse. La esperanza percibe un armónico para el que la razón es sorda”. ¿Y cuál es el órgano encargado de percibir tales vibraciones? El corazón, puesto que este escucha lo inaudible: “Su esencia no es la retirada quietista, sino el cor inquietum, el ‘corazón inquieto’”. He ahí el motivo por el que el Papa Francisco llega a citar a Byung-Chul Han hasta en tres ocasiones en su última Encíclica Dilexit nos. Sobre el amor humano y divino del Corazón de Jesucristo (2024).
He ahí su último gran aporte: la crítica a la razón pura ilustrada (y, en consecuencia, el voluntarismo) y su alegato católico a favor de la espera esperanzada en la voluntad del Padre.