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Maurras y De Gaulle

“Solo donde hay tumbas puede haber resurrecciones” (Nietzsche)

«Jean Paulhan escribió en 1932 que un joven deseoso de orientarse políticamente no tiene más elección posible que entre Karl Marx o Charles Maurras». Cuesta trasladarse hoy al mundo que describe la magnífica biografía de Stéphane Giocanti dedicada al jefe y maître-à-penser de la Acción Francesa (Charles Maurras. El caos y el orden (Acantilado)). Pero las primeras líneas de su obra antes referidas no constituyen en modo alguno una exageración. 

En el año 2018 se conmemoraba el 150 aniversario del nacimiento de Charles Maurras (1868-1952). Si bien en un primer momento su nombre, al fin y al cabo uno de los «inmortales» de la Academia Francesa fundada por Richelieu, aparecía reglamentariamente en el Libro de Conmemoraciones nacionales, la ministra de Cultura, François Nyssen, decidió dar marcha atrás y exigió que la obra fuera reimprimida sin ninguna referencia a Maurras. De poco sirve la inmortalidad literaria si de lo que se trata es de esquivar los decretos de cancelación del Imperio del Bien. Cuesta creerlo pero hoy Maurras es un escritor maldito en una Francia que sigue viviendo, mal que bien, bajo un régimen fundado por un bastardo del maurrasismo

Aunque en 1932 Charles de Gaulle había dejado hace ya tiempo de ser un joven políticamente necesitado de dirección, lo cierto es que la máxima de Paulhan también se cumplió, casi a rajatabla, en su propia biografía. Gracias a la hermana del general de Gaulle, Marie-Agnès Caillau, sabemos que el joven Charles defendió hasta las lágrimas a Maurras en una discusión con su hermano Pierre. Curiosamente fue también en 1932 cuando el por aquel entonces comandante De Gaulle publicó El filo de la espada, su primer libro de envergadura. Obra inconformista, política y literaria a un tiempo, manifestación pletórica de un íntimo llamamiento a un destino de grandeza, en ella se expresa la fuerza de un pensamiento habitado por la pasión de Francia. «Trece años antes de la imprevisible catástrofe, inimaginable por aquella época, este joven jefe de 37 años, ya sabe por adelantado lo que hará y lo que será», escribió François Mauriac.

Nada mejor que el testimonio del gran Georges Bernanos para explicar el encendido entusiasmo que despertó en aquella generación a la que perteneció De Gaulle la obra del poeta y jefe de escuela de la Acción Francesa: «Escriba lo que escriba sobre mí el señor Charles Maurras, no será para mí, no será jamás para nosotros un extraño; lo llevamos muy pegado a nosotros, lo llevamos en el alma. Ha sido, será, en este mundo y en el otro, el hombre por el que nos vimos privados de sacramentos, el hombre por el que nos vimos amenazados por una agonía sin sacerdote». A diferencia de Maritain, Bernanos se mantuvo fiel al movimiento nacionalista condenado por Roma en 1926, un golpe demoledor, una conmoción sin precedentes para el catolicismo político francés. Tanta devoción no era fruto del capricho ni tampoco de la congénita rebeldía juvenil. A buen seguro, Bernanos y De Gaulle, hombres de fe acreditada, compartían el criterio del gran filósofo católico Gustave Thibon sobre la fuerza moral, estética y aun espiritual de la obra de Maurras: «He encontrado -confesaba el ‘filósofo campesino’- a muchos teólogos y hombres de Iglesia en mi vida: ninguno de ellos me ha dado, en términos de alimento espiritual, la cuarta parte de lo que he recibido de este ateo«. Volviendo a Bernanos, el autor del Diario de un cura rural reconocía con dramatismo que «quien ha sido maurrasiano y deja de serlo, se arriesga a no ser nada».

Condenado en 1945 por un tribunal de la Liberación, Charles Maurras exclamó: «¡Es la revancha de Dreyfus!». Probablemente nazca de este célebre episodio la comentada boutade del general De Gaulle: «Maurras tenía tanta razón que terminó volviéndose loco». Por aquel entonces Maurras era ya un anciano. Poco quedaba de aquel joven desafiante y atormentado que fundó en el año 1899, el último de aquel siglo al que Léon Daudet bautizó como estúpido (le stupide XIXème siècle), una revista llamada a estampar con marca indeleble la primera mitad del siguiente. Georges Sorel no vacilaba al proclamar que Maurras había sido el más inteligente defensor de la monarquía de todos los tiempos. A juzgar por sus resultados debió de serlo. Pocos años después, como prueba su famosa Encuesta sobre la Monarquía, había convertido a buena parte de la intelligentsia de la nación que un siglo antes guillotinó a Luis XVI en ardiente defensora del nuevo ideario monárquico del poeta provenzal. El «empirismo organizador» de Maurras, tamizado por el positivismo de Comte, parecía a primera vista una doctrina fría y sistemática pero logró, con el concurso de escritores como León Daudet y de historiadores como Jacques Bainville, la mejor carta de presentación para un siglo que, como apuntaría más adelante Drieu La Rochelle -otro hijo ilegítimo del maurrasismo- no fue un siglo de ideas originales, sino de métodos y repeticiones. 

La crítica adversaria se atrevió a describir el ideario maurrasiano como una forma de «catolicismo cerebral» (Hannah Arendt) o de «catolicismo sin cristianismo» (Jean Touchard). Pero, admitido el consabido cliché de que la derecha en todas las latitudes se considera exonerada de las fatigas propias de la funesta manía de pensar, incluso las invectivas más demoledoras contra la arquitectura teórica de Maurras vienen a hacer de ese positivismo convertido en dialéctica ordenada para la eternidad de Francia una curiosa y tácita apología. En palabras nada menos que de Armin Mohler, el famoso estudioso suizo de la revolución conservadora alemana, la escuela de pensamiento fundada por Maurras constituía «el más completo sistema que ninguna derecha haya creado durante el siglo XX». Seductora para los jóvenes, desafiante para la inteligencia y rebelde para los espíritus indomables, a la nueva doctrina maurrasiana, explosivo laboratorio de ideas ligadas a la flor de lys, le aguardaba un destino prometedor en el campo de las armas, de las letras e incluso de las ciencias. De ninguna manera iba a dejar indiferente a la élite intelectual y política de la época. 

En aquella célebre miniatura histórica dedicada al tren sellado que acogió con cortesía germánica al líder de los bolcheviques de regreso a su tierra, Stefan Zweig dejó caer una oportuna reflexión sobre la secreta influencia de las ideas en la historia. «Pero como las agencias de noticias – advertía el escritor austríaco- sólo prestan atención a la gente que habla mucho y no saben que los hombres solitarios, que siempre están leyendo y aprendiendo, son los más peligrosos a la hora de revolucionar el mundo, nadie escribe un solo informe sobre ese hombre que pasa desapercibido y que vive en casa del zapatero remendón». Este momento estelar de la humanidad bien podría haber valido también para describir el futuro influjo que aquel minúsculo grupo de agitadores y escritores nacionalistas capitaneados por Maurras iba a ejercer con las inofensivas letras del nuevo periódico. Por lo demás, la soledad de ese joven fascinado por el mundo clásico que descubrió en Atenas durante los primeros Juegos Olímpicos de la edad contemporánea era, en realidad, más trágica y enigmática que la del siniestro Vladímir Ilich Uliánov. Encerrado en una sordera sobrevenida en medio de la adolescencia, esta desgracia iba a unirse desdichadamente a la pérdida de la fe de su infancia. Desahuciado para la vida común, íntimamente desesperado, un intento frustrado de suicidio iba a sellar esa etapa nihilista de su vida, enterrada para siempre con el descubrimiento del orden clásico, latino y mediterráneo. «Soy romano, soy humano» sería desde entonces su divisa interior.

De la influencia de Maurras sobre De Gaulle se ha escrito lo suficiente como para no dejar hueco a la objeción. Hasta podemos rastrear la pista en nuestro gran Jesús Fueyo: «La metafísica política galocéntrica de Maurras, ¿ha encontrado alguna vez expresión retórica más grandiosa que gracias al verbo en acción del Presidente-General?», se preguntaba en La vuelta de los Budas quien fuera director del Instituto de Estudios Políticos entre 1962 y 1969. Sin embargo, solo un contemporáneo, compatriota y colaborador de De Gaulle de la autoridad intelectual de Raymond Aron podría resumir el oculto significado de esta filiación como clave oculta de las genealogías apócrifas en el terreno de la historia de las ideas políticas. Muy agudamente, el fino filósofo liberal apuntaba lo siguiente en un breve artículo dedicado a establecer la sintonía político-intelectual entre el líder de la Francia Libre y el poeta monárquico: «Quizás algunos ‘viejos republicanos’ se pregunten hoy si el gaullismo no representa, para el maestro de Action française, una especie de venganza póstuma». Según Aron, abona la hipótesis del parentesco político entre ambas figuras la estrecha relación entre la crítica del parlamentarismo que Maurras asumió incansablemente durante décadas en su periódico y la crítica gaulliana al «régimen exclusivo de los partidos». Algunas otras ideas permiten justificar ese aire de familia: la primacía de la política y, en particular, de la política exterior, la concepción clásica de los Estados y de su lucha permanente, la indiferencia compartida hacia las ideologías pasajeras frente a la permanencia histórica de las naciones, la pasión por la sola Francia (la seule France) con el riesgo asumido de que Francia se quede sola. Y aunque salta a la vista que el régimen fundado por el general en 1958 no se inscribe en la tradición contrarrevolucionaria, no es menos cierto que responde, como sugiere Aron, a ciertas exigencias que proclamaba la doctrina del nacionalismo integral maurrasiano: el Estado fuerte; la exaltación de la independencia nacional como bien supremo; el mito del país real frente al país legal o el del pueblo unido contra las divisiones partidistas; la apelación, en fin, al poder de un solo hombre para tomar las decisiones que comprometen el destino de todos. El ensayo geopolítico Kiel y Tanger, obra maestra del realismo político en materia de relaciones internacionales publicado en 1910 por Maurras, puede ser hoy leído como la brújula de la política exterior que guió al fundador de la Quinta República. Y si la reforma corporativa y regionalista del año 1969, que provocó la retirada política anticipada de De Gaulle, no hubiera fracasado en el referéndum organizado para tal fin, habría que haber añadido un argumento más al generoso y clandestino legado maurrasiano del gaullismo. «En otras palabras -concluye Aron-, Charles de Gaulle habría logrado, dentro del marco republicano, muchas de las transformaciones que Charles Maurras habría creído imposibles sin Restauración». 

He aquí una lección de incalculable valor político, quizá una de esas regularidades de lo político cuyas más precisas fluctuaciones históricas merezcan la atención de los pocos estudiosos en la materia. No es que la historia ocurra dos veces, primero como farsa y después como tragedia, máxima marxiana de predilección del colectivo semiculto nacional organizado hoy en mandarinato político-mediático, sino que las ideas políticas ayer derrotadas buscan su venganza a través de contextos insospechados o de filiaciones inesperadas. Como escribió Gilbert Comte en Le Monde en 1962, «las únicas victorias capaces de maravillar a la imaginación son aquellas que un clan obtiene bajo sus propios colores. Sin embargo, en 1962, los colores maurrasianos están muy pálidos o fuertemente olvidados… Pero las ideas conocen a veces extraños retornos. Su venganza se acomoda a sacrílegas mediaciones. En 1945, De Gaulle mandó a la cárcel a Mauras. Pero se mantuvo fiel a su doctrina, que había recibido, como tantos oficiales, entre las dos guerras. La cruzada lanzada por el Elíseo contra los partidos y el parlamentarismo cumplió la voluntad del viejo león realista al que se creía vencido».

Lenin fue el papa de una nueva iglesia que monopolizaba la ortodoxa interpretación de la biblia marxista. Según Joachim Fest, el gran biógrafo del Führer, Hitler fue al mismo tiempo el Rousseau, el Robespierre y el Napoleón del nacionalsocialismo. Pero estas dos son historias rígidamente lineales que no deben tomarse como referencia para el resto. Para Agustín de Foxá, en cambio, la Falange fue esa hija adulterina concebida entre Carlos Marx e Isabel la Católica. Y es que, en el terreno de las doctrinas y los símbolos, la promiscuidad es la norma. No deja de ser curioso, a propósito de Maurras y De Gaulle, que el mayor germanófobo de Europa claudicara interiormente, quizá en elipsis imperdonable de su realismo político, ante la «divina sorpresa» encarnada en el mariscal Pétain y en un régimen nacido de la humillación y la derrota, mientras un recién ascendido general, llamado a someterse con mayor motivo a la disciplina castrense, emprende el camino sin retorno de un gesto supremo de insubordinación fundante. Nos lo confirma una vez más Fueyo: «En verdad, la lógica de las doctrinas hubiera exigido que Maurras convocara la resistencia y que el General de Gaulle acatara la suerte de las armas en aras de la grandeza y servidumbre de la milicia«. La historia de las ideas que gobiernan la ciudad, ocultas tras el velo de los genios invisibles, acostumbra a escribirse con renglones torcidos.

Rígida y metafísica, la visión maurrasiana del relato nacional, fijado con letras de oro en la historia de los «cuarenta reyes que hicieron a Francia», no permitía otro cauce de expresión que el de la coherencia sistemática, casi matemática, entre la letra de la corona y la música de la patria. Por el contrario, escribe Aron, «el destino del General de Gaulle fue por dos veces el de simbolizar la discordia de los franceses al mismo tiempo que su sueño de unidad». Y aunque la Francia gaullista se sentía heredera del orden romano, monárquico y clásico, entendió que esa herencia solo podía sobrevivir a condición de «desposar al siglo». ¿Será necesario recordar de nuevo esta lección a nuestros contemporáneos y en especial a nuestros compatriotas? 

En los muy humildes comienzos del proyecto maurrasiano, cuando todavía no era el gran periódico que cautivó a Proust, T.S. Eliot o Jacques Lacan, sino solo una pequeña revista artesanal cuyas pruebas corregían Maurras y los suyos en las mesas del café de Flore, acompañaba al grupo fundador un tal Octave Tauxier, quien ya había llamado la atención del resto por su inteligencia despierta y sus brillantes dotes de organizador. Fue, según el testimonio del propio Maurras, uno de los primeros de su generación en presentir que el predominio intelectual iba a pasar del progresismo ilustrado a la nueva derecha nacionalista en ciernes. Pero el joven Tauxier murió inesperadamente a los treinta años y, cuando la noticia llegó a Maurras, pronunció unas impactantes palabras que conocemos gracias al recuerdo de Jacques Bainville: «¡No se muere!», clamó. Según cuenta el gran historiador, lo dijo con voz sorda, apretando los puños, con un manto de dolor y cólera en la mirada. «¡No, no se muere cuando existe una obra por hacer, cuando ante nosotros hay bienes que salvar, males que abolir, una lucha a que consagrarse y trabajo para más de medio siglo!». 

Maurras no quiso asistir a las exequias de Tauxier. Trataba de recusar la injusticia del destino para no sentirse humillado, rebajado, para no dejar entrar a la muerte, con sus sollozos y su duelo, en el naciente e ilusionante proyecto de restauración nacional. Solo unos años más tarde, en 1905, cuando su doctrina política crecía fuerte y segura, parecía haber comprendido. «Comprendo que un ser aislado – decía-, con sólo un cerebro y un corazón, que se agotan con mísera rapidez, se desanime y tarde o temprano desespere del mañana. Pero una nación, ¡es una sustancia esencialmente inmortal! Dispone de una reserva inagotable de pensamientos, corazones y cuerpos. Una esperanza colectiva no puede ser domada. Cada mata cortada se hace más fuerte y más bella. Toda desesperación en política es una absoluta estupidez». 

No cabe la desesperación cuando se sabe que las ideas alojadas en casa del zapatero remendón aguardan su momento y terminan por calzar el zapato del gigante con el que, desposando nuevos siglos, caminarán de nuevo por la historia.

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