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Mitos políticos. El constitucionalismo

Las oligarquías gobernantes, invocando la democracia como una palabra comodín, imponen la corrección política y persiguen las libertades

1.- El libro colectivo Problemi e difficoltá del costituzionalismo (2023) al cuidado de Danilo Castellano confirma que el constitucionalismo moderno es, como diría George Sorel, uno de los abundantes mitos políticos. Mito relacionado íntimamente con El mito del Estado, título de un notable libro de Ernst Cassirer, que ha condicionado la historia desde la aceptación y consolidación de la estatalidad en el siglo XVI como un individuo histórico. Este Gran Artificio, como lo bautizó Hobbes, su gran teórico, comenzó formándose inconscientemente en las guerras de los reyes de los siglos XIV y XV con el Sacro Imperio y de rebote contra la summa potestas papalis, la potestad o poder supremo del Papa (en la Cristiandad), Configurado por Hobbes como un aparato técnico, que, decía con una frase tomada del libro de Job, «non est potestas in terra super eum» (no hay poder superior al suyo en la tierra), se apoya en otros dos mitos: el del estado de naturaleza caída en que el hombre es homo hominis lupus y el del contractualismo, que descansa en otros dos mitos: el del inexistente pactum societatis (pacto de asociarse) y el no menos imaginario pactum subjectionis (pacto de someterse al más fuerte) para que de protección a los más débiles.

2.- Julien Freund cayó en la cuenta durante un viaje a Toledo, de que la artificiosidad estatal es la piedra miliar del artificialismo asentado en la inmanencia, que invade progresivamente toda la vida. «El filósofo que rompió con la naturaleza como norma, escribe Freund, es Hobbes, el filósofo del artificio que se presenta como un nuevo Aristóteles». El Estado es intrínsecamente revolucionario: «una revolución permanente y explosiva», intensificada, decía Nikolaus Koch, en el caso del Estado Democrático. Su artificialismo, el culto a la técnica, la premisa del progresismo, que impulsa incluso el transhumanismo utilizando la tecnociencia, es revolucionario. No arrincona sólo la vida natural, sino que la desvincula langfristig, a largo plazo, de la trascendencia. De hecho, ha tendido a anularla desde que se asentó la estatalidad en Francia de la mano de la Monarquía Absoluta legitimada por el paganizante derecho divino de los reyes. Derecho mítico, inmanentista, inventado por Jacobo I de Inglaterra y IV de Escocia (1566-1625), que es, por cierto, decía Bertrand de Jouvenel, la única justificación de la Monarquía hereditaria. Creencia subyacente, en la doblemente mítica voluntad general de Rousseau, en la que lo divino es la Naturaleza.

3.- El teólogo norteamericano William T. Cavanaugh considera determinantes la sacralización del Estado y el Mercado en la desviación contemporánea de la trayectoria de la civilización occidental asentada en la trascendencia. Pues, como sintetizó el gran historiador Henri Pirenne, si la historia de Europa se confundía hasta el siglo XVI con la de la Iglesia, desde este momento empezó a confundirse con la historia del Estado, la forma artificial de lo Político, más presente en todos los ámbitos que la Iglesia desde la revolución francesa.

Robert Spaeman (1927-2018) escribió poco antes de morir, que los Estados actuales son Totalitarios, precisando que «liberales». Sin duda para distinguirlos de los Totalitarios violentos y porque aceptaban formalmente libertades como la de poseer, es decir, la propiedad, carcomida ya ,empero por los impuestos, o la de expresión, aunque la elección de representantes del pueblo, se limitaba ya en el Estado de Partidos, instituido después de 1945, a los que presentan los partidos. Pues, invirtiendo la descripción clásica de los partidos políticos por Lorenz von Stein en la primera mitad del siglo XIX, como «el medio por el que la Sociedad penetra en el Estado», son hace tiempo los órganos con que penetra el Estado en la Sociedad, no ya para protegerla, sino para controlarla.

La situación ha cambiado rápidamente: Biden, Macron, el conflicto ucraniano, la dictadura de las bioideologías de género, homosexual, ecologista, sanitaria, etc. Spaemann dudaría hoy en hablar de Estados Totalitarios «liberales». Las oligarquías gobernantes, invocando la democracia como una palabra comodín, imponen la corrección política y persiguen las libertades, empezando por la de expresión —censura más o menos disimulada, lenguaje inclusivo, memoria histórica, etc.—, hasta en Estados Unidos, el país más liberal en el sentido de esta palabra anterior a la Gran Revolución contra la historia y la tradición europea de la política. La misma Suiza ha abandonado su liberalismo con motivo de la guerra de Ucrania, bajo la presión de la «liberal» Unión Soviética Europea, de la que se mantenía políticamente al margen.

4.- La Constitución, la ordenación del gobierno, era para Aristóteles el alma de la Pólis. Y es también el alma del Estado, una imitación de la Ciudad griega como mostró Álvaro d’Ors. La Constitución le sacraliza dándole la legitimidad que no le da ya la Iglesia, cuya auctoritas rechaza a partir de la derogación por la revolución francesa de la ley rectora de la cultura y la civilización europeas: la dialéctica entre la autoridad espiritual y el poder temporal. La question capitale de la politique (la cuestión principal de la política), decía Augusto Comte. Dialéctica y ley fundamentadas en la civilización occidental en el hecho descrito por Pierre Manent complementando en cierto modo la tesis de Pirenne: «el desenvolvimiento político de Europa es solamente comprensible como la historia de las respuestas a los problemas planteados por la Iglesia —una forma de asociación humana de un género completamente nuevo, subraya Manent—, al plantear a su vez cada respuesta institucional problemas inéditos, que reclaman la invención de nuevas respuestas. La clave del desenvolvimiento europeo es el problema teológico político». «La revolución mundial sin armas» en expresión de Nicolas Koch, pues las armas del poder —en realidad autoridad, que es más que el poder— espiritual son las de San Pablo: la espada de la oración y la espada de la predicación, que cambiaron el curso de la historia universal, haciéndola posible insinuaba Ranke, y, según Benedetto Croce, orientándola como historia de la libertad.

De ahí la dialéctica entre el poder temporal político y la autoridad eclesiástica, que no se opone  directamente a los abusos como las revoluciones meramente políticas, ni a la ideología de una oligarquía que quiere hacerse con el poder político, o a la instauración del Reino de Dios en la tierra, como pretenden las grandes revoluciones sociales. Finalidad, ésta última, atribuida a la política en la revolución inglesa de 1640-49 por los puritanos de la Quinta Monarquía, contra los que recordaba Hobbes la frase de Jesús «Mi reino no es de este mundo».

5.- La idea, cara al eterno gnosticismo, de utilizar la política para cambiar el mundo, tuvo éxito a pesar de la advertencia de Hobbes. Por ejemplo, Condorcet imaginó la posibilidad de perfeccionar políticamente el ser humano y Diderot la de crear un superhombre como un hombre nuevo, y el gnosticismo reavivó la idea en la Gran Revolución, proclamando el año 1789 el Año Cero de la nueva historia de la Humanidad, que es el espíritu del Constitucionalismo nacido en esa revolución. Un moralismo constructivista como, por ejemplo, el de la Constitución de Cádiz de 1812 con su afirmación de que los españoles de ambos hemisferios «serán justos y benéficos». Moralismo, que condena el pasado y se opone a la idea tradicional de la Constitución, en la que era fundamental el mandato imperativo del pueblo sobre sus representantes, como todavía en las constituciones inglesa y norteamericana. Mandato proscrito en las constituciones a la francesa, para dejar plena libertad a las oligarquías políticas, autolimitadas durante algún tiempo por el también mítico Estado de Derecho. Un pleonasmo puesto que el Estado es una construcción jurídica.

6.- Las constituciones tradicionales no eran estatales, pues el Estado no existió formalmente hasta entrado el siglo XVI, cuando el francés Bodino le atribuyó la soberanía papal. Prescindiendo de matices, la España y el Portugal imperiales, el Sacro Imperio y otros países tardaron en ser estatales aunque   contuviesen elementos de este tipo y algunos como Inglaterra, aunque habían avanzado mucho hacia la estatalidad, no lo han sido nunca, por lo menos jurídicamente. Por lo pronto, no separaban el espacio público como ámbito propio de la ratio status, del espacio privado, continuando la tradición medieval del gobierno sometido a la omnipotentia iuris, (la omnipotencia del Derecho), el Derecho Natural que positivizaban los jueces en sus sentencias. De ahí que no estén escritas, pues la estadounidense se limita a describir los poderes y sus limitaciones. El mismo Friedrich Lassalle, padre de la socialdemocracia alemana, parecía pensar aún en ese tipo de constituciones. En su escrito ¿Qué es una Constitución?, la describía como «un recurso pacífico, legal y organizado para someter al Gobierno a la voluntad del pueblo». Es decir, la Constitución como el aspecto del derecho común propiedad del pueblo, que regula las facultades del gobierno. El common Law subsiste, más o menos influido por la ideología, en los países anglosajones, donde son los jueces los que declaran el Derecho que descubren en las costumbres, tradiciones y precedentes interpretándolo conforme al principio iura naturae sunt inmutabilia (los derechos de la naturaleza son inmutables).

7.- Escribe Pietro Giusseppe Grasso en el prólogo al libro italiano que comentamos: «las acciones para formular los textos constitucionales en los Estados del Viejo Continente estuvieron determinadas por las condiciones histórico-espirituales de la Revolución francesa. Destacando el designio de abarcar en un documento unitario común, con enunciaciones rigorosas y evidentes, las disciplinas atenientes a asuntos y materias constitucionales». Lo que llamó la  atención de Antonio Rosmini, probablemente el primer gran crítico del nuevo constitucionalismo junto con el inglés Burke y el austriaco Gentz. «Hay dos maneras de constituciones políticas: unas formadas pedazo a pedazo, sin un diseño premeditado, remendadas y recosidas (rappezate e rattopatte) incesantemente según el contraste de las fuerzas sociales, la urgencia de los instintos y las necesidades populares; la otra, creada de un solo trazo, salida bella y compuesta como una teoría de la mente, igual que Minerva de la cabeza de Júpiter. Aquellas en acto antes que escritas, éstas, primero escritas que puestas en acto». Rosmini comparaba  la Constitución inglesa con la francesa para ilustrar la diferencia.

8.- Las constituciones a la francesa de las Naciones-Estado son como camisas de fuerza impuestas por la Nación Política —lo público, la parte de la nación que podría llamarse estatal— en manos de la oligarquía dominante apoyada durante la revolución por la bourgeoisie entendida como una clase económica, a la Nación Histórica —la nación real, completa, o la parte mucho más extensa—  sometida previamente por la Monarquía Absoluta utilizando la máquina estatal. Máquina cuyo maquinista es el gobierno, convertido, señala Danilo Castellano en la Introducción, en poder ejecutivo. Poder que tiende inercialmente a absorber la Sociedad —concepto inventado por Hobbes que sustituyó el tradicional de Pueblo— y, a la larga, a la misma Nación Política, heredera de la soberanía de la monarquía estatal configurando así el Estado Totalitario.

Las constituciones estatales concebidas por los revolucionarios franceses son una suerte de Tablas de la Ley. De facto someten hoy a los pueblos a la soberanía de la oligarquía dominante y a la burocracia que administra lo público, que tienden a apoderarse también de lo privado utilizando la Legislación derivada de la Constitución. Las innumerables leyes, reglamentos, decretos, órdenes, instrucciones enjaulan a los súbditos llamados retóricamente ciudadanos en los Estados Totalitarios liberales, en los que es Verdächtig, sospechoso, dice Gabor Steingart en su libro sobre el fin de la normalidad, todo el mundo, singularmente los administrados.

9.- Miguel Ayuso aborda en Problemi el tema de «Las tribulaciones de la constitución». Tribulaciones que  tienen sin duda mucho que ver con el hecho de que la burocracia del Estado devenido Administrativo, más que atenerse a la Constitución, la administra o gestiona a su albedrío como pedía Saint Simon antes de Comte, Marx, etc. Mario Bertolissi examina en su colaboración «Constitucionalismo en crisis y pandemia» la omisión o infracción de las normas constitucionales justificada por la pandemia o plandemia coronavírica, que implican según Giovanni Cordini en su colaboración, «Crisis de régimen, crisis constitucional y crisis sanitaria». Es decir, se habría acabado, según Giuliana Parotto, «El tiempo de la democracia representativa y el advenimiento del buen gobierno», sustituidos por los «Mitos y paradojas del constitucionalismo» descritos por Marcello Maria Fracanzani. Mitos y paradojas sobre los que discuten los constitucionalistas, desde que las constituciones creadas igual que Minerva de la cabeza de Júpiter impusieron la primacía absoluta de lo público, es decir, del Estado, sobre lo privado, el modo natural o habitual de convivir el pueblo, que puede resultar hoy sospechoso.

10.- Los mitos —y las paradojas— constitucionales reflejan el Zeitgeist imperante desde que se impuso en la Gran Revolución el modo de pensamiento utópico, que sustenta el ideológico, resucitando entre otros mitos clásicos los del Paraíso perdido o la justicia originaria. Mitos a los que se han sumado mitos cientificistas, en algunos de los cuales, como el del cambio climático, un negocio, parece creer hasta el papa romano. Sería interesante plantearse si no se está entrando en una nueva época mítica.

11.- El libro termina con una pregunta de Danilo Castellano: «¿Muerte del ejecutivo y renacimiento del gobierno?» Si muere el ejecutivo despedazado por los múltiples poderes indirectos de toda laya que penetran en la estatalidad, la potencia revolucionaria del Estado carente de dirección unívoca se vuelve loca. En cierto modo, es lo que está sucediendo: desaparecida la política del bien común, que no distingue entre lo público y lo privado, la burotecnocracia estatal falta de dirección auténticamente política —¿existe todavía la política?— acoge todo tipo de ideas, por ejemplo, la desquiciada bioideología woke, se pierde la fe en el Estado, que había sustituido poco a poco a la fe de la Iglesia, y el Estado deviene el reino de Koalemos, el dios griego de la estupidez.

Como el despedezamiento del ejecutivo por intereses y hasta caprichos concurrentes es, a fin de cuentas,  el fin del Estado, cabe responder a la sugerencia de Castellano con una cita de Carl Schmitt, defensor del Estado, en el ya lejano año 1963: «Die Epoche der Staatlichkeit geht zu Ende. Darüber ist kein Wort mehr zu verlieren (La época de la estatalidad, llega a su fin. No merece la pena malgastar una palabra en ello). 

12.- El fin del Estado conlleva el fracaso del artificialismo político cultivado por la tendencia dominante del racionalismo moderno empeñada en acabar con el pecado original, que culminó en Kant. Quien, al sustituir la metafísica por la ciencia, abrió paso al irracionalismo sentimental, humanitarista, de las ideologías, un modo de pensar utópico, causa del «revolucionarismo», decía Jules  Monnerot, de las religiones seculares en la terminología de Raymond Aron, que inspiran desde entonces las constituciones y su interpretación.

La desaparición del Estado haría superfluas las constituciones a la francesa que fungen como un Derecho Natural legitimador de su abundante Legislación. Se abriría entonces la posibilidad de recuperar el mero Gobierno y la libertad política, disfrazada por el constitucionalismo como derechos fundamentales. De hecho, autorizaciones concedidas y protegidas por el Estado. Pues la libertad es una propiedad a priori, constitutiva de la naturaleza humana, anterior a cualquier forma de lo Político, cuya función principal es, justamente, protegerla. «La libertad es la estructura de la existencia», decía Zubiri.

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