Neruda elemental

Aquellos poetas de antes eran vates totales y verdaderos

Adoro las «odas elementales» de Neruda. Sus tres libros de odas, y las muchas otras composiciones sueltas, del mismo estilo, que salpimentan volúmenes como Navegaciones y regresos. Releo ahora el Tercer libro de las odas y me topo con la dedicada «a la luz marina», que si no me equivoco debe de ser la que inspiró a Raymond Carver el título de su poesía reunida: Bajo una luz marina.

            Neruda tiene una obra inmensa, vasta y oceánica, chorreante de versos que rompen y resbalan por la dermis de su verbo como olas que bañaran las cubiertas de un intrépido velero. Pero yo creo que si solo hubiera escrito los libros de las odas, para mí ese regalo ya sería suficiente; nada más le hubiera hecho falta para pasar a mi panteón particular (aunque soy consciente de lo mucho que eso le restaría, pues ningún autor es verdaderamente él mismo más que en la exacta suma de todas sus partes, y los artistas ingentes, como Neruda, deben ser tomados precisamente en su gloriosa totalidad, con sus altos y sus bajos y sus vertiginosos vaivenes de sísmica montaña rusa).

            En sus odas dio Neruda en el clavo esencial de todas las cosas, grandes y pequeñas, regocijándose en la venturosa celebración, material, tangible y suculenta, del mundo que nos rodea. Demostró, de paso, que era posible hacer «realismo socialista» y gran poesía al mismo tiempo; las odas, que rezuman una diáfana e iluminada sencillez verdaderamente deleitable, pueden ser leídas por cualquier hombre o mujer, sin dejar por ello de exhibir una enorme belleza y perfección formal. Su virtuosismo técnico y estético es muy notable: son como valses jubilosos que trazan remolinos de color y aroma por la página, deslizándose entre perfectos endecasílabos redactados «de oído» y versos de apenas unas sílabas; y en todo ello está siempre presente esa radiante sensación de «vida coronada», esa fruición, esa alegría crítica y mordiente —limpiamente rabiosa— que le propina, uno tras otro, gozosos cortes de mangas al culto nihilista e «intelectual» de la abyección.

            Pablo Neruda era un hombre que como ser humano es posible que dejara bastante que desear, y hablo ahora recordando algún truculento suceso de su biografía personal. Políticamente está también en las antípodas de la cordura, y en eso fue en gran medida un personaje de su tiempo. Pero nada importa cuando lee uno sus versos, y se deja embelesar por los malabarismos de su fluyente inspiración, sus metáforas de aire y nube y sol, su pleno dominio de la palabra, la portentosa facilidad con la que hacía del lenguaje el mirífico traje «todo tiempo» que habitaba. Neruda nos regala sus odas como quien se enfunda un mágico par de guantes y nos abofetea con su incansable espectáculo de poética prestidigitación. Era un rey Midas que transmutaba en eufónico y rutilante oro todo aquello que tocaba con su voz.

II

En la «Oda al presente» nerudiana encuentro un par de soberbias posibilidades para títulos, que ya estoy poniendo mentalmente a buen recaudo con vistas al rótulo de algún futuro libro. La cita concreta es la que encabalga los dos últimos versos de la pieza: «… y ándate / silbando en el camino».

            «Ándate silbando.» O tal vez, casi mejor, el heptasílabo: «Silbando en el camino». Sería un título que no estaría nada mal.

            Yo asocio a Neruda con un hombre que siempre está silbando de felicidad. No sé si en otro poema suyo, tal vez de Residencia en la tierra, habla precisamente el chileno de «salir silbando de una barbería». (La imagen, en cualquier caso, del hombre que sale alegre y contento de una barbería está en alguna parte, en la obra de Neruda, y desde hace muchos años la relaciono con él, y con lo mucho que me gusta su poesía.)

            Ayer, releyendo las Nuevas odas elementales, volví a hacerme una antigua reflexión: aquellos poetas de antes, que vemos hoy en viejos retratos en sepia o en instantáneas en blanco y negro, yendo y viniendo por el mundo con sus versos, eran vates totales y verdaderos; artistas que no se extraviaban por las anémicas ramas de lo intrascendente, ni parecían tener tiempo para el esnobismo filisteo ni las tonterías que aguardan al mediocre «al cabo de la calle» (donde siempre cree haber descubierto la américa de turno y del momento). Eran poetas, y lo eran con mayúscula inicial, aunque eso fuera algo que curiosamente no resultara necesario consignar.

            Cada cosa tiene su tiempo y tiene su edad. Y al siglo XXI parece haberle correspondido ser la edad del fin de todas las cosas. Aquellos hombres y mujeres —pienso en Gabriela Mistral, compatriota de Neruda— tensaban y henchían las velas de su canto y surcaban un mar de trabajo y abnegada inspiración. Poseían el fuego. Se lo tomaban todo muy en serio, en un mundo que aún era capaz de seriedad.

Roger Wolfe (Westerham, Kent, 1962) es poeta, narrador y ensayista. Autor, entre otros libros, de «Días perdidos en los transportes públicos», «Hablando de pintura con un ciego» o «El arte en la era del consumo».

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