Origen y actualidad del Estado Profundo

El concepto, popular con Trump, surgió en Turquía a finales del Imperio Otomano

Quizá uno de los fenómenos más curiosos de los últimos años, acelerado por la victoria electoral de Donald Trump, ha sido la rehabilitación de las explicaciones conspiracionistas de la historia y de la actualidad.

Al menos desde el magnicidio de John F. Kennedy, “conspiracionista” ha sido un eficaz tapabocas en cualquier debate de naturaleza política, al nivel de “fascista” o “xenófobo”, una acusación tan vergonzante que cualquier explicación de la realidad que implicase un transfondo oculto protagonizado por poderoso agentes de espaldas al público exigía, para ser aceptado en el discurso civilizado un complejo introito exculpatorio en la línea de “no seré yo quien defienda la teoría de la conspiración, pero…”.

De hecho, los poderes públicos de Occidente, sobre todo en Europa, están especialmente empeñados en prohibir la exposición de fuerzas ocultas como parte de su esfuerzo por imponer la versión oficial en cada caso como la única aceptable; todo lo demás serían “bulos” y peligrosa “desinformación”.

Pero, en paralelo con estas iniciativas crecientemente coercitivas, el público ha ido asistiendo a la confirmación de muchas versiones de los sucesos que hasta el momento de su exposición se tildaban de “absurdas conspiraciones” y se censuraban en consecuencias en redes sociales. Toda la extraña evolución informativa de la pandemia de coronavirus ha sido una larga y tortuosa marcha hacia la confirmación de varias de estas teorías conspirativas, como ha sucedido con la “trama rusa” planteada contra Trump en su primer mandato o con el asunto del portátil perdido de Hunter Biden, calificado de “desinformación de Moscú” por treinta agentes de los servicios de inteligencia norteamericano.

Hoy la presa se ha roto, y es ya difícil restarle respetabilidad al menos a algunas teorías de la conspiración cuando la propia fiscal general de Estados Unidos, Pam Bondi, hace públicos importantes secretos oficiales como los relativos a la celebérrima ‘lista de Epstein’ –materia jugosísima de cualquier amante del complot– o al asesinato de Kennedy. Cuando escribo estas líneas no sé aún cómo de explosivas o pedestres resultarán estas revelaciones, pero todas ellas formaban parte de las promesas de campaña de Trump.

Porque ha sido el cuadragésimo séptimo presidente de Estados Unidos quien más ha contribuido a la rehabilitación de la conjura para explicar mucho de lo que ocurre. De hecho, los primeros amagos del magnate inmobiliario en la vida política giraron en torno a una teoría de la conspiración ampliamente ridiculizada en medios, la de los llamados truthers, según la cual el certificado de nacimiento oficial del presidente Obama era una falsificación y el primer presidente de color no era ciudadano estadounidense de nacimiento, siendo así un presidente inválido.

De los dos grandes pilares del mensaje de Trump, uno de ellos —«drenar la ciénaga»— es una confesión de conspiracionismo apenas velada. La ciénaga, con su epicentro en Washington, era el conjunto de personajes ignorados por el gran público que movían los hilos de la política norteamericana en nombre de inconfesables intereses. Y, ciertamente, la relativa incapacidad de Trump para cumplir sus promesas durante el primer mandato hicieron temer a muchos que, en su pulso con la ciénaga, la ciénaga hubiera ganado.

Pero Trump no habla ya de ciénaga, sino que le da un nombre más clásico, favorito de los adeptos a las teorías de la conspiración: el “Estado Profundo”. Alguien se entretuvo en contarlas, y encontró que entre enero y agosto de 2024 Trump había hecho en su propia red social, Truth Social, 56 referencias a la necesidad de acabar con el Estado profundo.

¿Y qué es ese Estado profundo? Para algunos, la expresión designa al ‘gobierno permanente’, es decir, a la inmensa burocracia que gestiona los asuntos públicos con independencia de quién sea el líder elegido en cada caso y que tienen una agenda propia. De esa inmensa maquinaria administrativa, la parte que más nos interesa es la constituida por las diferentes agencias de inteligencia.

Es curioso, de hecho, que se desestimen las conspiraciones como explicaciones del rumbo que toma un país cuando todos ellos tienen agencias de inteligencia, que al final no son otra cosa que conspiraciones con carácter oficial. Lo tienen todo: secreto en la actuación y en los datos que manejan, enormes recursos y escasa obligación de rendición de cuentas, por aquello de la seguridad nacional.

La expresión Estado profundo es una traducción literal del turco derin devlet, y es en Turquía donde tiene su origen el concepto. Surgió a finales del Imperio Otomano, a principios del pasado siglo (en la fotografía, los Jóvenes Turcos), cuando una supuesta red de oficiales militares, agentes de inteligencia, policías, figuras del crimen organizado, académicos, periodistas y políticos trabajaban entre bambalinas como una especie de gobierno en la sombra. Según el historiador Ryan Gingeras, el término “se refiere generalmente a una especie de sistema de gobierno paralelo o en la sombra en el que individuos no oficiales o no reconocidos públicamente desempeñan papeles importantes en la definición e implementación de la política estatal”. La expresión, añade Gingeras, se usa para “explicar por qué y cómo los agentes empleados por el Estado ejecutan políticas que contravienen directamente la letra y el espíritu de la ley”.

En Estados Unidos se puede empezar a hablar de un verdadero ‘Estado profundo’ tras la Segunda Guerra Mundial y la creación de la CIA y la NSA y otras agencias que empezaron pronto a actuar como verdaderos gobernantes electos, participando en magnicidios, golpes de Estado y elecciones amañadas por todo el mundo. En los años siguientes, como definió el senador Daniel Patrick Moynihan en Secrecy: The American Experience, en Washington prosperó una “cultura del secreto” donde se implantó el “ocultamiento como modus vivendi”.

El exagente de la CIA Ray McGovern acuñó un acrónimo para ampliar esta maraña de intereses ocultos, MICIMATT, que suma a los servicios de inteligencia las esferas militar-industrial, del Congreso, de los medios de comunicación, las universidades y los think tanks.

Trump ha sufrido en carne propia los embates de ese Estado profundo o MICIMATT durante su primer mandato y hasta la fecha, embates que se han vuelto cada vez más evidentes en forma de intentos de asesinato y acoso judicial y mediático. Y ahora parece decidido a acabar con la hidra; no en balde el lema principal de su regreso a la Casa Blanca ha sido retribution, que quizá sea más pertinente traducir por “venganza” que por “retribución”.

Es, en realidad, la gran batalla, mucho más importante que la lucha contra la inflación, la cultura ‘woke’ o la inmigración ilegal, porque en realidad implica todas las otras luchas. Es una misión titánica, pero los primeros golpes –como desmontar la USAID o colocar en la supervisión de las agencias de inteligencia a Tulsi Gabbard– han sido espectaculares y se están traduciendo en resultados reales y visibles. Sin embargo, el presidente no está solo en esta misión. El secretismo se hace cada día más difícil en el ecosistema mediático de las redes sociales. Señala David Brown, autor de Deep State: Inside the Government Secrecy Industry, la paradoja de que “la herramienta más vital de la comunidad de inteligencia hoy en día, las redes sociales, también son su perdición. Irónicamente, debido a que el público ha perdido interés en proteger su privacidad, también ha perdido interés en proteger la «privacidad» del estado (por así decirlo). El valor social de los secretos ha disminuido, y también lo ha hecho nuestra voluntad de guardarlos”.

Quince años en el diario líder de información económica EXPANSIÓN, entonces del Grupo Recoletos, los tres últimos años como responsable de Servicios Interactivos en la página web del medio. Luego en Intereconomía, donde fundó el semanario católico ALBA, escribió opinión en ÉPOCA, donde cubrió también la sección de Internacional, de la que fue responsable cuando nació (como diario generalista) LA GACETA. Desde hace unos años se desempeña como freelance, colaborando para distintos medios.

Más ideas