El pasado 14 de noviembre se cumplió medio milenio desde la partida de Francisco Pizarro hacia una tierra incierta llamada Birú, Pirú, Perú… La conquista, con la celada de Cajamarca y la captura del Inca Atahualpa, como momentos estelares, llegaría ocho años después. Todo empezó en Panamá. Allí, el de Trujillo hizo compañía con Diego de Almagro y el religioso Hernando de Luque, con el gobernador Pedrarias Dávila en un segundo plano. Se trataba de alcanzar las riquezas que se suponían, tras las noticias dadas por Pascual de Andagoya a su vuelta de su expedición. Durante los sucesivos viajes por el Mar del Sur, los cristianos fueron acumulando indicios esperanzadores. En 1527 se llegó hasta Atacámez, cuyos habitantes, según narró el cronista Zárate, «traían sembradas las caras con clavos de oro».
El gran botín, no obstante, se hizo esperar. Años más tarde, en 1556, en la información hecha por Francisco y Diego Atahualpa, con el objeto de conseguir mercedes por parte de la Corona, dada su condición imperial, Bernabé Picón afirmó que, «Atabaliba thenía quarenta o cinquenta myll yndios de guerra quando el marqués le prendió, y que después de preso le prometió al dicho marqués de le dar un bohío lleno de oro hasta una raya questava en el dicho bohío, y que antes quel dicho oro se traxese se quemó este bohío, e que después de traído el oro lo vido este testigo en otro bohío, e a la que todos allí dezían que le paresció a este testigo e a los demás el dicho Atabalipa dio al dicho marqués hasta más cantidad de la que prometió al dicho marqués, y esto sabe este testigo y es público e notorio». La raya pintada por Atahualpa en la pared del bohío de Cajamarca, corrió paralela a la que había trazado Pizarro con su espada en la Isla del Gallo (escena pintada por Lepiani que ilustra el texto).
El reparto del botín y de las tierras ganadas, desató las hostilidades entre los españoles y dio paso a las cruentas guerras civiles que acabaron con las vidas de Pizarros y Almagros. En 1542 llegó el colapso del sistema encomendero. Las Leyes Nuevas venían a terminar con una estructura de poder que se percibía como una amenaza. Después de haberse enfrentado por los dividendos de sus hechos de guerra, los primeros conquistadores buscaron una figura capaz de hacer valer sus derechos. El elegido fue Gonzalo Pizarro, cuyas tropas, las que engrosaron el llamado Ejército de la Libertad, acabaron con la vida del virrey Núñez Vela el 16 de enero de 1548, en la batalla de Añaquito. A Núñez Vela le sucedió Pedro de la Gasca, crítico con la severidad de su predecesor. En un intento de desactivar la tiranía de Gonzalo Pizarro, La Gasca, el Pacificador del Perú, envió a su corte, establecida en Lima, a Pedro Hernández Paniagua. Las escenas que allí se vivieron ofrecen materia para una discusión que sigue viva: ¿a quién ha de devolverse el oro? La reclamación regresa una y otra vez, singularmente cada 12 de octubre, fecha en la que los devolucionistas ven la apertura de un expolio sin fin. Ahora bien: ¿a quién se expolió?
La respuesta no es sencilla. Quien trazó la línea en el bohío fue nada menos que el emperador, un ser cuasi divino, dueño de enormes riquezas obtenidas gracias al trabajo de sus súbditos y esclavos, pero también a sus botines de guerra, hecha a otros pueblos indios. La cuestión se vuelve más enrevesada si tenemos en cuenta que los Incas, una vez muertos, eran momificados y mantenían tesoros, tierras y ganados. Identificar el oro peruano con el actual Perú es un abuso de la sinécdoque. Extender la restitución a los estados que hoy existen dentro del viejo Tahuantinsuyu, una fuente de conflictos.
Por otro lado, en 1546, fecha en la que Paniagua hizo la visita, los primeros conquistadores, muchos de ellos baquianos que, de algún modo, se sentían diferentes, superiores, a los chapetones, ya tenían hijos peruanos, mestizos muchos de ellos, por lo que, al menos por la vía materna, estaban conectados con los hoy denominados «pueblos originarios». Si en lugar de a los Estados, a la tierra, a la Pacha Mama, la devolución se hiciera a las comunidades indígenas: ¿qué parte correspondería a los descendientes de los mezclados? Excluirlos tiene un inequívoco aroma racista pues, en este caso, la gota de sangre blanca es disolvente, en un proceso simétrico, opuesto, al que se vivió siglos atrás. Por echar más leña al fuego, dada la insistencia de exigencia de perdón que los mandatarios mexicanos hacen a Felipe VI, y puesto que parte del oro, el quinto real, fue a la Corona española, ese 20%, ¿a quién ha de darse? La controversia ya se planteó en pleno siglo XVI. En la Corte se entendió que el oro de Atahualpa no pertenecía a los conquistadores, sino a Carlos I, pues se trataba de un tesoro propiedad de otro rey. Podríamos complicar aún más el debate aurífero si ahondáramos en el mundo virreinal. Sin embargo, cerraremos este escrito regresando a la escena limeña, que abre otro interrogante: el del peso que el oro americano tuvo en la Corte del Emperador Carlos.
Situado frente a Gonzalo Pizarro, en un intento de hacerle deponer su actitud, Paniagua apeló a la honra familiar, que quedaría manchada si el usurpador no regresaba a la obediencia debida al rey. En tono conciliador, el mensajero de La Gasca insistió en la magnanimidad de Carlos I, que había sabido «perdonar mayores delitos que los de acá se hicieron en tiempos de las comunidades en España», movimientos que hoy, por extrañas razones, celebra la autodenominada izquierda, a la que «comunero» o «comunidad» le debe sonar a comunismo. Don Gonzalo, según contó Paniagua, presumió de su fuerza bélica y de contar con «el favor de la Nueva España y si no me dieren lo que pido (dióme a entender que había de conquistar la Nueva España)». Gonzalo Pizarro también presumió ante su interlocutor del poder que le daban las «barretas» de oro, con las cuales podría sobornar a soldados realistas. Paniagua le replicó diciéndole que allá donde fuera sería alcanzado por las tropas del rey para, como así ocurrió, cortarle la cabeza. La respuesta de Pizarro fue que «el rey ni España no podía pasar sin la riqueza del Perú». Al escuchar esas palabras, Paniagua se sonrió y respondió: «Sola la ciudad de Nápoles vale más que tres Perúes y maravíllome de v. m. estimar en tanto lo de acá y tan poco lo de allá, pues es cierto que en todo lo que renta el Perú al emperador no tiene para leña y manteca en su cocina».