Entre las diversas razones que suelen enumerarse para explicar la atonía del cine contemporáneo, a menudo percibido como un arte en decadencia, está el abuso de ciertos clichés narrativos en torno a las paradojas espaciotemporales y los «multiversos». Como si los viajes en el tiempo también fueran ya low-cost este año que termina pudimos ver a Indiana Jones alternando con Arquímedes en Siracusa, mientras que en la ganadora del Óscar a la Mejor Película Todo a la vez en todas partes nos describía un mareante número de universos paralelos donde los acontecimientos tenían lugar… o no. Hasta el reciente episodio especial de South Park: Joining the Panderverse parodiaba esta moda mostrándonos una realidad alternativa donde sus cuatro protagonistas eran mujeres negras.
La consecuencia es que las historias nunca terminan de ocurrir del todo, y por tanto se diluye la implicación emocional del espectador. Un superhéroe muere en una película y en la continuación de la saga lo vemos resucitado por la vía de que hay un universo paralelo del que traerse una copia, o bien un viaje temporal altera los acontecimientos que acabaron con él… al coste, eso sí, de que entonces la trama anterior ya se vuelve irrelevante y lo que ahora nos cuenten tampoco importará mucho pues podrá reescribirse en futuras entregas. Narraciones acordes al espíritu de estos tiempos líquidos en los que ningún compromiso es definitivo, todo contrato es temporal y los bienes ya no se adquieren, sino que se alquilan mediante suscripción.
Y sin embargo… todo aquello que realmente nos importa es definitivo, irrevocable e insustituible. Un hijo no puede devolverse dentro de un plazo o cambiar por otro; así como tenemos serias dudas de que alguien pueda ganarse el corazón de una chica prometiéndole arrobado no amor eterno sino uno de tipo variable y sujeto a revisión («más adelante ya veré si me dejas de convenir…»); admiramos a Hernán Cortés por su determinación quemando las naves, ahí no había vuelta atrás, mientras que los poemas y canciones en torno al tempus fugit nos ponen melancólicos precisamente porque hablan de lo que se pierde y ya no volverá.
Pues bien, de forma paradójica, aquella película que mejor ha sabido celebrar todo esto que realmente nos importa resulta ser, simultáneamente, la que abrió el camino a las historias sobre viajes en el tiempo y universos alternativos ¿Cómo es eso posible? Será que la Navidad es una época más propicia para los milagros…
De Bedford Falls a Pottersville
Que una cinta tan entrañablemente navideña tenga como eje argumental a un hombre que se plantea el suicidio no es una cuestión menor, pues su director Frank Capra barruntaría tiempo después que tuvo mucho que ver con la fría acogida del público durante su estreno en 1946, días de posguerra en los que muchos solo anhelaban evadirse con entretenimiento banal. Pero es también lo que la convertiría en imperecedera, pues uno de los arquetipos narrativos fundamentales desde los griegos es la katabasis, el descenso al inframundo, a los infiernos, en un viaje exterior e interior del protagonista al que finalmente vemos renacer purificado: tras la desesperación y el abandono, la esperanza y el reencuentro. Tiene que afrontar la muerte para poder tomar conciencia de la belleza y fragilidad de la vida.
Ese infierno particular al que desciende tiene un nombre, Pottersville, en honor al villano de la película Henry J. Potter, «el hombre más rico y también el más ruin del condado». Un personaje que despertó las suspicacias del FBI, que en un documento interno acusó al film de emplear «un truco habitual de los comunistas al difamar deliberadamente a la clase alta, intentando mostrar que las personas que tenían dinero eran personajes mezquinos y despreciable». La película fue vista específicamente como un intento de «desacreditar a los banqueros», si bien el desenlace evita castigar al personaje por sus malas acciones, que simplemente se ven frustradas… lo que nos lleva al enfoque moral de la historia, de raíz inequívocamente humanista cristiana.
Desde el momento en el que nos presentan al protagonista (¿cabe imaginar alguien más adecuado para el papel que James Stewart, con su mirada afable y maneras un tanto anticuadas?) lo encontramos entusiasmado con ensoñaciones sobre viajar muy lejos para hacer grandes cosas… y las hará, pero no de la manera planeada. Una y otra vez ve quebrantado su empeño de salir del pueblo al anteponer el deber hacia los demás a sus propios deseos. Intentemos imaginar, si fuera una mujer, la interpretación que se haría hoy día desde el feminismo… ¡estaría oprimida por la sociedad, el patriarcado la esclavizaba! Ahora bien, aún a riesgo de cuestionar esta mentalidad liberal, hedonista e individualista reinante en nuestros días… ¿y si el propio capricho personal, visceral y errático, no fuera la piedra angular de la existencia humana?
La cuestión es que nuestro protagonista por ese camino de renuncia a ciertas cosas para lograr otras —podríamos llamarlo madurez— no recorre el mundo ni tiene un trabajo de ensueño, pero forma una familia y con su pequeña compañía de empréstitos contribuye a mejorar las vidas de quienes le rodean. Sin embargo, esto es algo que no logra ver, agobiado por las preocupaciones inmediatas. Llegado cierto momento la presión le desborda y está a punto de cometer una locura, es ahí cuando su ángel de la guarda acude al rescate y lo mejor es que no recurre para ello a pagar los 8.000 dólares que debe —eso habría sido bastante vulgar y anticlimático—, sino que le otorga una profunda toma de conciencia de sí mismo y de quienes le rodean.
En el mundo alternativo en el que él nunca hubiera existido Bedford Fallsha cambiado de nombre, el poder financiero ha modelado la sociedad a su imagen y ahora es una especie de Las Vegasdonde el beneficio económico se antepone a la dignidad humana. Las personas que importaban a nuestro protagonista ahora lo miran con extrañeza, sufren íntimamente y son hostiles con quienes les rodean, no tanto por maldad como por ignorancia al no haber podido conocer nada mejor. Entonces lo comprende: cada vida importa, también la suya, todas esas grandes cosas que siempre anheló alcanzar ya las había realizado inopinadamente en su día a día en su relación con los demás.
El mayor regalo que se le concede entonces es poder regresar. Al hacerlo constata que ese problema que le agobiaba en realidad era una minucia y que no está solo para afrontarlo. Vivimos unidos en una red invisible de lazos afectivos, ahora lo sabe, cuando medio pueblo acude a su casa dispuesto a ayudarle ¡Cuántas personas que tomaron una decisión tan drástica como la que tentó a nuestro protagonista hubieran seguido otro camino de haberlo sabido a tiempo! Pero en el mundo real no hay viajes en el tiempo ni podemos asomarnos a mundos alternativos, avanzamos a tientas tropezándonos a menudo, no queda otra que ir aprendiendo sobre la marcha y para eso tenemos historias tan valiosas como esta. Convertida en una cinta de dominio público en 1974 por un feliz descuido, su emisión cada año por estas fechas es ya toda una tradición que permite ahondar en nuestro espíritu esas verdades eternas… ¡Feliz Navidad!