Ernst Jünger tenía clara la respuesta en las primeras páginas de Tempestades de acero, el fascinante relato de su experiencia luchando en la Primera Guerra Mundial: «A la vista de las colinas del Neckar, que estaban coronadas de cerezos en flor, experimenté un intenso sentimiento de amor a la patria. Qué bello era aquel país y cómo merecía que por él derramásemos la sangre y diéramos la vida (…) este pedazo de tierra, que en cualquier momento puede transformarse en un cráter ardiente, es el campo que ahora nos toca labrar a nosotros y en el que tal vez quedemos enterrados como semillas. Detrás, hacia el este, queda la patria, su voluntad de vivir se encarna en nuestra voluntad de morir».
Podríamos creer que eran reflexiones fruto de su bisoñez, pero tras páginas y páginas de explosiones, metralla silbando en sus oídos, compañeros caídos y heridas malamente cicatrizadas que se acumulaban en su maltrecho cuerpo como insignias ganadas en combate, seguía manteniendo sus convicciones: «Ahora miré hacia atrás: cuatro años en mitad de una generación predestinada a la muerte, pasados en cuevas, trincheras llenas de humo y tierras yermas iluminadas por el fuego de los proyectiles; años animados solo por los placeres de un mercenario y noches de guardia tras guardia en una perspectiva interminable; en resumen, un calendario monótono lleno de penurias y privaciones, dividido por los días señalados en rojo de las batallas. Y casi sin que yo lo pensara, la idea de la patria se había destilado de todas estas aflicciones en una esencia más clara y brillante».
Ahora bien, el problema de Jünger es que no había leído a Cayetana Álvarez de Toledo, quien hace unos días se preguntaba «¿Estamos los europeos dispuestos a matar y morir por la libertad?». Cuestión que en su propia formulación ya resulta reveladora, pues primero evade la nacionalidad de quienes interpela —¿es la UE, puede llegar a serlo, una patria o sucedáneo de tal para alguien?— y seguidamente proporciona la causa última por la que morir y matar: la libertad. ¿Pero la libertad de quién y para qué? Si los españoles tuviéramos que matar a quien ha limitado inconstitucionalmente nuestra libertad en los últimos años entonces deberíamos apuntar en una dirección distinta de la que Cayetana nos indica (no queremos dar ideas a nadie, Dios nos libre, solo nos ponemos en tal hipótesis). Es el problema de recurrir a un término tan polisémico, de significado tan elástico, que podrá resonar en cada uno de nosotros, sí, pero de manera distinta según cada caso, igual que ocurre con «felicidad», de tal forma que no permite deducir un mandato colectivo, naufragando en la pura subjetividad. ¿Es la libertad mera ausencia de coacción estatal o un logro efectivo de las metas que uno se proponga? Si es solo lo primero ¿Estará dispuesto un joven español que viva en casa de sus padres porque no puede irse a ningún otro sitio a morir por su libertad meramente formal para residir en cualquier parte del territorio nacional? ¿Y un desempleado por la de sindicarse libremente? Es poco probable… La distinción entre libertades positivas y negativas, entre «libertad de» y «libertad para» ha venido siendo objeto de un largo debate político-filosófico en el que no es cuestión de entrar ahora, pues queríamos simplemente apuntar que a tal palabra habrá que añadirle algo más si queremos expresar algo que tenga sentido.
La patria ya es otra cosa. Sí, también abarca mucho y puede interpretarse de varias formas, pero necesariamente está delimitada por unas fronteras, una historia, acoge unos paisajes coronados o no por cerezos en flor y alude, también, a un pueblo que habita tal territorio, con unos antepasados y una tradición cultural de ellos heredada. Todo ello, sumado, ciertamente ha resultado un poderoso reclamo por el que pelear y hasta dar la vida pues ya escribió Horacio, convertido luego en lugar común: «Dulce et decorum est pro patria mori»: dulce y honorable es morir por la patria. Etimológicamente la tierra de los padres, la tierra donde uno nació. Es la tribu, la comunidad de pertenencia. Cuyos vínculos de unión tendrán que ver, según el tamaño, o con el parentesco o bien con ciertos símbolos, tradiciones, creencias y estructuras de poder compartidas.
Invocar a la patria es por tanto lo opuesto a invocar a la libertad, pues apela a lo que une al individuo al colectivo y no a lo que lo emancipa de él, le habla a nuestra naturaleza social y no a la particularidad de cada uno. No minusvaloraremos la enseñanza de Don Quijote acerca de que «por la libertad, así como por la honra, se puede y debe aventurar la vida», pero no es lo mismo asumir riesgos —lo hacemos desde que salimos del portal cada día— que encarar el martirio, que es lo que la guerra exige. Por ello, bajo ese enfoque, la persona movida por el patriotismo podría llegar a entregar su propia existencia si las circunstancias lo exigieran, pues sacrificando su cuerpo pervivirá simbólicamente en la comunidad cuya continuidad contribuye a defender. De ahí que desde su composición allá por 1869 el himno nacional de Cuba reza que «morir por la patria es vivir», mientras que la Canción del Legionario promete que «si en la guerra hallas la muerte, tendrás siempre por sudario, legionario, la bandera nacional». Por eso, también, el coronel Moscardó aceptó el sacrificio de su propio hijo durante el asedio del Alcázar de Toledo recomendándole que encomendara su alma a Dios y muriera gritando «¡Viva España!». Así no moriría del todo.
No es de extrañar, en vista de todo lo anterior, que la proliferación de los nacionalismos desde finales del siglo XVIII cambiara la naturaleza misma de la guerra. Lo explicaba Clausewitz, que algo sabía del asunto, rememorando la derrota a cargo de Napoleón de los ejércitos prusianos de los que él formó parte: «Apareció una fuerza que superaba toda imaginación. De repente, la guerra volvió a ser asunto del pueblo, un pueblo de treinta millones, todos los cuales se consideraban ciudadanos… El pueblo se convirtió en un participante de la guerra; en lugar de ser solo gobiernos y ejércitos, como hasta entonces, todo el peso de la nación se lanzó a la balanza. Los recursos y esfuerzos ahora disponibles para su uso sobrepasaban todos los límites convencionales: nada impedía ya el vigor con el que podía librarse la guerra». Por su parte Goethe, presente en la batalla de Valmy de 1792, en la que dicen que se atacó al grito pionero de «¡Vive la Nation!» por las tropas de los recién intitulados ciudadanos franceses, ofreció un diagnóstico similar: «En este lugar y desde hoy comienza una nueva era en la historia del mundo, y todos vosotros podéis decir que estuvisteis presentes en su nacimiento».
Si las contiendas pasaban a ser una cuestión nacional entonces el servicio militar se volvía universal y obligatorio, la conciencia de formar parte de una misma comunidad algo a inculcar desde la escuela, la propaganda de guerra debía alcanzar al conjunto de la población, y el esfuerzo bélico una tarea en la que volcar la economía del país. El patriotismo insuflaba valor al soldado en el frente, pero también se volvía esencial en la retaguardia. La nación debía honrar a sus mártires y los símbolos que la definían adquirían connotaciones sagradas, trascendentes. El resultado es que los imperios multiétnicos eclosionaron en múltiples Estados-nación modernos, más cohesionados y eficaces para la guerra. Así, cada país pasaba a tener su ejército, considerado «la columna vertebral de la patria», al servicio de sus fronteras, de su pueblo y de su soberanía… Al menos así ha sido a grandes rasgos hasta el presente, momento en que se empieza a hablar de un ejército europeo y de una hipotética implicación de los ejércitos de diversos países del continente en un conflicto a miles de kilómetros ajeno a sus respectivos intereses nacionales. Es decir, se pretende recorrer un camino inverso hacia un imperio europeo (como defiende aquí Carlos Martínez Gorriarán), donde los soldados volverán a ser mercenarios y la población dejará de asumir como propio el esfuerzo bélico. Las élites que toman esta decisión creen que funcionará, que la población asumirá sacrificios y aún la muerte en nombre de la UE, de no se sabe bien qué libertades formales o de la integridad territorial y soberanía de patrias que no sean la propia. Permítanme que lo dude.