Buscar
Cerrar este cuadro de búsqueda.

Portugueses en la cultura española

La influencia de la vecina literatura en la España a caballo entre los siglos XIX y XX

     Es absolutamente innegable, en cuanto que los propios continuadores o diádocos españoles así lo reconocen, el inmenso influjo que Ramalho Ortigao (1836-1915), quien fue herido en romántico duelo a espada por Anthero de Quental (en la foto) a consecuencia de unas faldas de una Venus Calipigia, ejerció una enorme influencia con As Farpas, fascículos mensuales que comienzan en 1871 y se prolongan hasta 1882, en las reformas pedagógicas emprendidas por la Institución Libre de Enseñanza, uno de los productos nacionales más excelsos de nuestra Generación del 98. El propio Francisco Giner de los Ríos, en sus Estudios sobre Educación (1886), citaba al autor de As Farpas, comenzadas a publicar desde 1871, en colaboración con Eça de Queiroz, y que entre otros cientos de temas, trataron algunos números de la necesidad de una urgente reforma educativa en Portugal. ¡Qué admirable, por ejemplo, el volumen dedicado a la Instrucción en Portugal! La pedagogía le había atraído a Ramalho Ortigao constantemente; el espectáculo de una generación atrofiada de espíritu y raquítica de cuerpo le desconsolaba (de ahí no podrían salir nuevos Vascos de Gama, o Paulos de Gama, o Nicolases Coelhos, o Nunos Alvares, etc. ),; y no dejó de pedir jamás una reforma educativa que garantizase cuerpos sanos y almas libres, exigiendo la práctica de una gimnasia obligatoria y las salidas al campo. El propio Rey Don Carlos, que llegó a ser amigo de Ramalho, compartió gran parte de sus ideas pedagógicas. Y su odio a los libros de texto oficiales, con los que se catequizaba a los ciudadanos con la doctrina coyuntural del gobierno de turno, fue compartido siempre por la Institución Libre de Enseñanza. No pretendía don Francisco Giner de los Ríos extranjerizar España, cuya peculiaridad en lo que tenía de valiosa adoraba como nadie, pero vio en las ideas del hermano portugués Ortigao insuperables métodos para remediar los mismos males. Con el advenimiento de la República portuguesa y la publicación de las Últimas Farpas (1911-1915) toma claramente Ortigao una visión tradicionalista, enemiga del nuevo régimen republicano, que influirá en el pensamiento conservador español

     Otra primera figura de la Generación portuguesa de 1870 que influyó mucho en la cultura española fue el gran historiador Joaquín Pedro de Oliveira Martins (1845-1894), quien vino a España empleado en un establecimiento industrial en Cardona. A los veinticinco años obtuvo el cargo de administrador de las minas de Santa Eufemia, próximas a Córdoba. Y tras una larga carrera profesional y política, llegó a representar a Portugal en la Conferencia Internacional de Berlín para la reglamentación del trabajo (1889).  Extraordinario historiador, como nos revela su Historia da Civilisaçao ibérica (1879), pronunció en el Ateneo de Madrid una conferencia acerca “Los descubrimientos geográficos de los portugueses anteriores al del Nuevo Mundo”, trabajo verdaderamente notable, escrito en español, que mereció calurosos elogios de los historiadores y críticos españoles —entre los que cabe destacar los del noventayochista Ramón Menéndez Pidal—, y que fue el primer aldabonazo intelectual con el que se inauguraron los actos para celebrar unánimemente el IV Centenario del Descubrimiento de América, en el que todavía no se escribieron alucinantes libros contra el Descubrimiento y la occidentalización de América, como sí se hizo ya profusamente en el siguiente Centenario. Emilio Castelar puso a Oliveira Martins muy por encima de Macaulay, y decía que había muy pocos hombres en Europa que poseyeran la aptitud y amplitud de conocimientos que poseía Oliveira Martins. Políticamente evolucionó desde tendencias democráticas a modelos políticos autoritarios.

     Ningún cronista supo descubrir con tanta fuerza dramática y belleza literaria el doloroso estupor de España ante la muerte de Cánovas como Eça de Queiroz (1845-1894). Su maravilloso artículo “En el mismo hotel” es una carta que escribió desde Salamanca al director de la “Ilustraçao”, y constituye la crónica más impresionante de la muerte de Antonio Cánovas del Castillo en el balneario de San Sebastián, cuyo ambiente coqueto y pequeñoburgués retrata admirablemente. Se ve a Cánovas saludando con la mano poderosa a la Muerte, que pasa cerca de él sin presentirla. Y la última página que escribió en vida Eça de Queiroz habla de España, de su querida España, y forma parte de la hermosa novela realista Frei Gil. Es una descripción de un paisaje español leonés. Pocas descripciones sobre el Bierzo tienen la belleza de la última página que escribió el mejor escritor portugués de la Generación de 1870, y que tanto influirá en nuestra gran Concha Espina, injustamente olvidada hoy, quizás porque no daba grititos. Léxico de la obra de Eça llegó a introducirse en los Diccionarios de la Real Academia, como “filancia”, significando amor de sí mismo o amor propio.

     El extraordinario talento poético de Abilio Guerra Junqueiro (1850-1923), quien a la edad de trece años ya comienza a publicar poemas con una riqueza de léxico asombrosa y conocimiento de todos los secretos  de la técnica literaria, se muestra rutilante con ocasión de la proclamación de la Iª República Española (1873), en homenaje a la cual publicó una vehemente composición titulada A Hespanha libre, en la que celebra con ritmo heroico aquel acontecimiento. Pero en donde más influyó la apasionada poesía de Guerra Junqueiro respecto a la literatura española del 98 fue en los medios anticlericales. En 1885 publicó A Velhice do Padre Eterno, que produjo gran sensación tanto en Portugal como en toda Europa, siendo muy atacado por los católicos. Se trata de una colección de sátiras y parodias contra el clero y la religión católica, donde no siempre se rinde culto al buen gusto y a la imparcialidad. Ejemplo de ello es la conocida poesía noventayochista.

“En tiempos de las bárbaras naciones

De las cruces colgaban a los ladrones,

Y hoy, en el siglo de las luces,

Del pecho de los ladrones cuelgan las cruces”.

     Esta poesía, de retórica casi popular, de un humor claramente benaventano-unamuniano —a Unamuno le gustaba mucho—, es una clarísima muestra del influjo anticlerical de la poesía juvenil del gran Guerra Junqueiro. No obstante, recordemos que el septuagenario Guerra Junqueiro volvió al seno de la Iglesia católica con poemas como “Sagrado Corazón”, como tantos otros viejos escritores de nuestra Generación del 98. En una obra como la de Os Simples, en la que algunas temáticas siguen resonando en los Diálogos del conocimiento, del viejo Vicente Aleixandre, llega en algún poema a arrebatos místicos, como aquél en que cuenta cómo el trigo machacado, majado, molido, y triturado se convierte en el Cuerpo de Jesús, quizás el más bello poema que se ha escrito al misterio de la Sagrada Eucaristía.  Sus últimos libros, Oraçao ao Pao y Oraçao à Luz han influido en la lírica universal de filiación católica.

     Tampoco nadie puede negar la influencia impresionista que Julio Diniz (1839-1871), pseudónimo del médico Joaquim Guilherme Gomes —los grandes escritores portugueses han sido médicos (Ribeiro Sanches, António Serrâo de Cristo, Fernando Namora, António Lobo Antunes, etc. etc.)—, quizás uno de los mejores paisajistas portugueses de la literatura, ejerció sobre la colorista obra del gran escritor alicantino Gabriel Miró, al que cabría situarle como una de las figuras más jóvenes de la Generación del 98. Es evidente que Gabriel Miró, además de tener una fina sensibilidad, que casi llega a la hiperestesia, agudizó su sentido del color en la obra de Diniz, en la que también observamos una voluntad de claridad de resonancias clásicas, y asimismo en la del propio Ramalho, uno de los mejores pintores portugueses con los complicados pinceles de la palabra. La obra de Diniz no para de revalorizarse en Portugal tanto por su crítica a las supersticiones y a los caciques, como por la magnífica estructura formal de sus novelas.

     Luis de Magalhâes (1859-1935), a través de su preciosa novela realista, O Brasileiro Soares, prologada por Eça de Queiroz, introduce en la narrativa el personaje del “indiano” que vuelve rico después de “hacer las Américas”. Pero este indiano rompe con el topos romántico, del rico zafio, ostentoso y rudamente soberbio; desbrasileñiza al brasileño, desindianiza al indiano, convirtiéndolo en un dechado de humanidad, de radical combatiente contra la hipocresía social y los modales que ocultan los vicios más comunes de una sociedad entregada al Becerro de Oro, a pesar de sus ridículas garambainas y poses. Este nuevo rico humanizador, que arranca por primera vez en la novelería de Luis de Magalhâes, penetró en el personaje del acaudalado don Agustín Caballero, todo un prosopónimo parlante de la gran novela galdosiana Tormento. Este indiano de Magalhâes se introduce también en “La Tierra de Alvargonzález”,momento principalísimo, onfálico, de Campos de Castilla, de Antonio Machado y Ruiz. Este indiano, Alvargonzález, representa además la esperanza de un renacimiento moral del alma española, y tipifica vigorosamente la acción vital de la llamada Generación del 98. Este tipo de indiano de Magalhaes se repite también en la gran novela de La Montaña (v. gr. José María de Pereda, Concha Espina, etc.), y cuyos modales y comportamiento pasaron de la literatura a la realidad en los indianos mecenas de Comillas o de Santillana del Mar. Y siguiendo con la obra de Antonio Machado, “el bueno”, no se puede olvidar que Machado abandona la estética parnasiana, rutilante de inauditismo, después de su lectura de Acuarela, obra del poeta portugués Joaô Diniz, y traducida al castellano por Andrés González Blanco en 1909. La musa de Joâo Diniz tenía gustos sencillos. No se remontaba a las estrellas ni se sumía en los misterios; y el camino por donde ordinariamente andaba el poeta luso era el familiar y angosto camino que incesantemente trillan los pasos humanos. Sus dedos pulsaban ese pequeño laúd donde las cuerdas no son de oro ni de bronce; y por eso mismo tal vez dan una vibración más humana. Es evidente que Campos de Castilla continúa esa estética de lo menudo y lo trivial iniciado por los poetas de la Generación portuguesa de 1870. Tampoco podemos olvidar que el gran libro de Machado, Proverbios y Cantares, fue escrito mucho después de que se tradujese al portugués los haikai y tanka japoneses de Matsuo Basho, cuya belleza formal, de pequeña filigrana y delicada inteligencia, excita en seguida los magines de la poesía portuguesa, y así Guerra Junqueiro escribe:

“Papagayo real, dime qué pasa.

El cazador Simón, que va de caza”.

     ¿No se parece un poco este papagayo portugués, anticarlista —en relación al rey Carlos de Portugal—, al papagayo verde de Machado, del que el gran genio polimorfo de Agustín García Calvo, hizo una poética perífrasis o éktasis temática, absolutamente maravillosa? Y no importa que el papagayo verde machadiano aparezca en las “Otras Canciones a Guiomar”, dentro del Cancionero Apócrifo, porque ese papagayo aún nos canta el espíritu sentencioso y paremíaco de Proverbios y Cantares. También es evidente que este papagayo machadiano, de color verde, está en el marco de la denuncia política que los hombres del la Generación del 98 llamaron “psitacismo”, del griego “psittakós”, papagayo o cotorra, término con el que describieron el síntoma morboso de la idiocia nacional, aún en auge. El deplorable uso de la figura retórica en las Cortes, el periodismo, la literatura y la política regional o municipal, bajo la cual la caja retórica aparece totalmente vacía, ¿qué significa más que un hábito de papagayo, que echa al aire sonidos que ni entiende, ni a nada le suenan, ni lleva cosa alguna dentro? Así se explicaban aquel gusto inconsciente por el ritmo oratorio, la desmedida afición a repetir las frases hechas, la pasión por los ruidos eufónicos y el miedo a la labor disciplinada del pensamiento…¡Cotorrones con mucha lengua y poco seso!. Como se ve, este término político apunta la misma crítica que desarrollaron Eça de Queiroz y Antero de Quental veinte años antes.

      Y para finalizar esta entrega de aires lusos fue absolutamente escandaloso tanto en Portugal como en la República Universal de las Letras que se concediese el Premio Nobel a José Saramago, la soberbia olímpica, y la Academia Sueca no hubiera reparado antes en verdaderos gigantes como Fernando Namora (Domingo por la tarde), que llegó a entusiasmar al propio Gregorio Marañón, y, sobre todo, a Antonio Lobo Antunes, el autor de la magna novela Tratado de las pasiones, cuya influencia en la novela española fue inmediato. Decididamente los Premios Nobel no son siempre los mejores ejemplos de sus respectivas literaturas nacionales.

Más ideas