¿Qué es el posmarxismo? (I)

Se sustituye la clase por la identidad y la centralidad de la base económica por la lógica de los privilegios y la opresión

Contexto histórico

A menudo escuchamos en tertulias, charlas, foros intelectuales y divulgativos el término “pos-marxismo”. Como toda palabra compuesta, este concepto incluye un prefijo: “pos/post” y una palabra primitiva: “marxismo”. En esta serie de artículos trataré de esbozar los contornos de un conjunto de ideas, praxis y escuelas que conforman un todo difuso.

Permítanme, antes que nada, distinguir entre: i) marxiano: conjunto de textos primarios y doctrina emanada directamente de Karl Marx (muchos de ellos ordenados y compendiados por su fiel amigo Friedrich Engels); ii) marx-ismo: conjunto de ideas cuya coherencia interna deviene en ideología y cuyo fin (telós) es la sociedad sin clases o comunismo; iii) marxismo: método analítico entreverado por el Materialismo Histórico y el Materialismo Dialéctico que conocemos grosso modo como Crítica de la Economía Política; iv) marxistas: seguidores y lectores más o menos fieles de la tradición de pensamiento inaugurada por Marx y Engels a partir de la publicación del Manifiesto Comunista (1848).

Sea como fuere, el prefijo “post” siempre indica una serie de continuidades así como de rupturas. El posmarxismo no es una ideología monolítica, sino más bien un conjunto de doctrinas cuya matriz –el materialismo histórico– ha sido travestido en origen. De tal modo que es preferible que nos refiramos a los posmarxismos en plural. Generalmente, la remisión genealógica al marxismo suele emplearse como un salvoconducto ideológico: “Ey, que soy de izquierdas”. Y, aunque de facto, gran parte de estas corrientes y escuelas comparten una base antropológica y un horizonte político más próximo al liberalismo, se retrotraen al origen para legitimar sus posturas como progresistas y emancipadoras.

Históricamente, podemos decir que, en paralelo al triunfo del marxismo-leninismo con la Revolución de Octubre de 1917, comenzó un paulatino proceso de academización y desdialectización de la ideología de masas que había transfigurado de una vez por todas la fisonomía política mundial. La integración de las clases populares en la política, así como la integración de las naciones en un sistema-mundo capitalista parecen dos caras de la misma moneda, la culminación de las llamadas Revoluciones liberales de los siglos precedentes y, como advertía un despierto Immanuel Wallerstein, de un lado el bolchevismo y de otro el wilsonismo lograron por caminos diversos integrar a los elementos excluidos que la democracia censitaria y los partidos de notables habían dejado sistemáticamente fuera.

Asimismo, a principios del siglo XX comienzan a proliferar entre la intelligentsia europea una serie de ideas que décadas después acabarían fundiéndose con las excrecencias del marxismo, dando lugar a auténticos bastardos ideológicos. Nace el psicoanálisis de la mano de Freud, el vitalismo nietzscheano, prolifera el neokantismo con Weber a la cabeza, emergen formas de socialismo democrático y revisionista como el austromarxismo y se asiste finalmente al auge de la fenomenología y el existencialismo (Husserl, Heidegger, Merleau-Ponty, Sartre, Jaspers, Beauvoir, etc).

El marxismo revolucionario parece ir replegándose poco a poco en el Oriente. Y, si bien es cierto que descolló en países como Italia, Francia, España y Grecia hasta los albores de la II Guerra Mundial, vemos claramente cómo tras haber triunfado en la neonata URSS, el espíritu aleteó dando la espalda a la aburguesada Europa (tras varios intentos de revolución fracasados). En efecto, el marxismo occidental (convertido en filosofía de salón) va perdiendo los anclajes que hacían de él una filosofía de la praxis. Marxismo occidental (1885-1824) cuyos máximos exponentes fueron: Lukács, Korsch, Gramsci, Benjamin, Lefebvre, Adorno, Sartre, Goldmann, Althusser y Colleti (lista a la que como veremos en seguida debemos añadir a Gentile).

Según explica el historiador marxista Perry Anderson en su ya clásica obra Consideraciones sobre el marxismo occidental (1976): “El progresivo abandono de las estructuras económicas o políticas como puntos de interés de la teoría fue acompañado por un cambio básico en todo el centro de gravedad del marxismo europeo, el cual se desplazó hacia la filosofía. El hecho más sorprendente de toda la tradición que va de Lukács a Althusser y de Korsch a Colleti es la abrumadora preponderancia de los filósofos profesionales dentro de ella. Socialmente, este cambio significó un emplazamiento creciente de la teoría elaborada en la nueva época. En tiempos de la II Internacional, Luxemburgo y Kautsky, por igual, se habían burlado de los Kathedersozialisten, los ‘socialistas de cátedra’, que enseñaban en las universidades, sin ningún compromiso de partido”.

Se pasó del marxismo-leninismo a las luchas postmaterialistas. De la lucha de clases organizada a los Nuevos Movimientos Sociales y, luego, al activismo identitario. Ahora bien, a nadie se le escapa que las identidades siempre fueron múltiples: uno es hombre, español, católico, catalán, del Real Madrid, ilerdense, heterosexual, millenial y de izquierdas. Todo a la vez y al mismo tiempo sin que cada uno de los elementos que constituyen la identidad ipse (individual) rivalicen entre sí o sean excluyentes. La absolutización de estas categorías ha llevado a la izquierda a un frenesí identitario que lamina la identidad idem (colectiva). Y esta tesis crítica (lejos de pertenecer en exclusiva a la Nouvelle Droite) es moneda común entre autores neomarxistas como Eric Hobsbawm, Perry Anderson, Alex Callinicos o Frederic Jameson. De hecho, uno de los primeros en reparar en las paradojas de esta deriva fue Hobsbawm en su artículo “La izquierda y la política de la identidad” publicado en 1996 en la prestigiosa revista izquierdista New Left Review. En él, el historiador británico sostenía que existe “una tendencia muy comprensible, pero peligrosa y más en la medida en que conquistar mayorías no equivale a sumar minorías (…). Hay dos razones pragmáticas para estar en contra de la política de la identidad (…) en condiciones normales, esta política prácticamente nunca moviliza más que a una minoría (…) La otra razón es que obligar a las personas a asumir una identidad, y sólo una, hace que éstas se dividan entre sí y, por tanto, aísla a las minorías”. Las costosas conquistas de derechos sociales y políticos rápidamente fueron absorbidas por un sistema capitalista que las supo reutilizar como elementos de (auto)legitimación.

Tras la integración popular y nacional –decía– los movimientos obreros, herederos en cierto modo del cartismo, el luddismo y el mutualismo comienzan a sufrir las perniciosas consecuencias de su éxito. Este argumento –de que la culminación de la revolución lleva a su suicidio– lo podemos rastrear en el que considero el crítico más sólido y elocuente del marxismo, Augusto del Noce (autor que me descubrió el catedrático de Filosofía del derecho Elio Gallego). Del Noce en su denso y breve ensayo Gramsci o el suicidio de la revolución (1992) sostiente lo siguiente: “El cumplimiento de la revolución coincide con su suicidio (…) La idea revolucionaria comporta la unidad de dos momentos, el negativo, como desvalorización del orden tradicional de los valores y el político como instauración de un orden nuevo. Sobreviene el suicidio, si en el proceso de la realización los dos momentos se escinden, y si debe escindirse de manera necesaria. Entonces, antes que el pasaje al orden nuevo, tenemos la recaída en el orden viejo, pero completamente desacralizado (…) mi tesis: el pensador al cual Gentile se remite en el plano mundial es a Marx, y si éste último es el filósofo que llevó la idea de revolución a su coherencia más radical, Gentile es, en cambio, el filósofo del suicidio de la revolución”. La sociedad de masas rápido se convirtió en la acomodaticia sociedad de consumo o, peor aún, en la agónica sociedad opulenta. El contexto de Guerra Fría sirvió paradójicamente como factor de neutralización ideológica, llevando a los países a la homologación absoluta. Allí donde antaño la revolución nacional había asestado golpes aparentemente irreversibles al statu quo, prevalecía el sensus communis del contracultural Mayo del 68’. El mundo libre no admitía disidencias internas.

Todo ello contribuyó al declive del asociacionismo, del sindicalismo y del poderío de los partidos obreros de masas. Las formas del trabajo, la producción y el consumo estaban cambiando a marchas forzadas y la estabilidad laboral fue virando hacia la flexibilidad y desregulación promulgada por las administraciones Thatcher y Reagan. Era el inicio del fin del Welfare State tal y como lo conocíamos.

La globalización neoliberal en tanto que americanización estaba a las puertas y una pieza fundamental de este orden post-ideológico era la filosofía posmoderna que había promulgado una serie de pensadores europeos exiliados y afincados en las cortes del Imperio hegemónico, los Estados Unidos de América (desde donde diseminaron un batiburrillo de de ideas –que darán lugar a los posmodernismos– con el apoyo incondicional de fundaciones y organizaciones internacionales con un músculo financiero, mediático y académico inauditos).

En efecto, como afirma el historiador Francisco Erice en su notable obra En defensa de la razón (2020): “El pensamiento posestructuralista y posmoderno y las corrientes hermenéuticas se convirtieron en las principales fuentes inspiradoras de los historiadores [y teóricos en general], y muchos clérigos, incluidos algunos de los que habían defendido con mayor vehemencia la vieja fe, se plegaron sin mayores objeciones al nuevo culto”. Nadie quería ya hacerse responsable del caduco estalinismo y del marxismo vulgar y frente a estos y el totalitarismo en general comenzó a revitalizarse un discurso individualista, antiestatista, pseudo-antiuniversalista y cosmopolita más refinado (al puro estilo gauche caviar).

Todo ello condujo a las condiciones de existencia de una clase media aspiracional que querría prontamente deshacerse de la apolillada lucha de clases, desembocando en lo que Daniel Bernabé explica en su controvertido ensayo La trampa de la diversidad (2018): “La clase media desde los ochenta fue colonizando a toda la sociedad, siendo hoy, más que la clase hegemónica, la única percibida (…) Esta uniformidad narrativa, la forma en que nos explicamos como personas y, por tanto, explicamos nuestra relación con la sociedad, ha trasladado junto con el concepto de clase media su ansiedad de diferenciarse, su identidad débil, su angustia existencial. ¿Cómo se cura la clase media de esta ansia de diferenciación? Mediante el mercado de la diversidad”. Identidad débil que, por supuesto, es el hummus idóneo para el éxito de la globalización indiferenciadora (algo que mucho antes que Bernabé pudo vaticinar Pier Paolo Pasolini al hablar del “fascismo de los antifascistas”). 

Ideario de los posmarxismos

Tratar de enjuiciar las ideas-fuerza del posmarxismo suele ser, frecuentemente, hacerse trampas al solitario, puesto que, como venía diciendo, stricto sensu es más preciso hablar de posmarxismos en plural. Esto no obsta para que de los casos particulares logremos extraer características que dotan a estas corrientes de una cierta unicidad fenoménica.

En primer lugar, quiero dejar apuntado (puesto que tengo intención de dedicar al menos un extenso artículo exclusivamente al marxismo) que el paso de la filosofía de la praxis a una(s) filosofía(s) especulativa(s) se explica por la renuncia incondicional a la potencia revolucionaria del método dialéctico.

Sin ánimo de sonar hiperbólico, el mesianismo marxista se asienta precisamente en el hecho de haberse pertrechado de una suerte de maza cargada de la potencia toda de la Modernidad. Carl Schmitt supo ver en El concepto de lo político (1927) –y quizá por ello los progres se han emperrado en recuperarle– la potencialidad de la dialéctica: “Hegel emprendió su peregrinación, a través de Marx y de Lenin, hacia Moscú. Allí su método dialéctico reveló su fuerza concreta en un nuevo concepto del enemigo, el del enemigo de clase, y lo transformó todo, a sí mismo –al método dialéctico–, la legalidad y la ilegalidad, el Estado, incluso el compromiso con el adversario, en un ‘arma’ de esa lucha”.

La pregunta es: ¿cómo pudo el marxismo deshacerse de su principal arma? Principalmente, renunciando a los axiomas del materialismo histórico: i) dando la espalda a la undécima tesis sobre Feuerbach sobre la transformación del mundo; ii) ampliando en demasía el concepto de alienación y llevándolo más allá de la pura alienación económica (plusvalía); iii) permutando la centralidad del concepto marxiano de ideología por el de hegemonía; y, en consecuencia, iv) escindiendo la dominación política de la económica mediante la promoción de nuevas nociones sobre el poder. Sobre el primer punto de la marxiana 11ª Tesis de Feuerbach, merece ser traído a colación un lucidísimo Theodor Adorno que tuvo algo que decir en Negative Dialectics (1966): “La filosofía, que otrora pareció obsoleta, se mantiene con vida porque se dejó pasar el instante de su realización. El juicio sumario de que meramente interpretaba el mundo… se convierte en derrotismo de la razón tras el fracaso de la transformación del mundo”. El viejo adagio gramsciano “pesimismo del intelecto, optimismo de la voluntad” acaba siendo brutalmente invertido por los posmarxistas: “optimismo del intelecto (idealismo), pesimismo de la voluntad (nihilismo)”.

En segundo lugar, y aparejado a lo anterior, comienza a darse en el seno de las escuelas posmarxistas una serie de rupturas. Hay que matar al padre… Se sustituye la clase por la identidad; se sustituye la centralidad de la base económica y la explotación capitalista por la lógica de los privilegios y la opresión; se sustituye la lucha de clases por el activismo performativo; se sustituye la voluntad de poder y de transformación revolucionaria por el victimismo de los colectivos minoritarios; se sustituye el horizonte comunista por el demoliberal.

Esta serie de desplazamientos o sustituciones se encarna históricamente en un nihilismo del que la izquierda, en el capitalismo tardío, no ha sabido levantar cabeza. Los posmarxismos heredan un ethos de la derrota (que va desde el fracaso del espartaquismo 1919 al colapso de la URSS 1989, comprendiendo todo el corto siglo XX). Las ortodoxias de los partidos comunistas en toda Europa abandonan el lenguaje revolucionario-transformador, adhiriéndose a la dialéctica progreso-reacción, al asumir el credo eurocomunista. Y las nuevas formas del trabajo de cuello blanco (tendentes hacia la deslocalización, terciarización, y financiarización de la economía) aíslan al obrero manual dando lugar a una no-clase (en tanto que no se percibe como tal y, por ende, no aspira a pasar del en sí al para sí) que conocemos como “precariado”.

Más ideas