¿QUÉ ES EL POSMARXISMO? (II)

Tras la apariencia se esconde la esencia antiuniversalista y particularista que carece del voltaje dialéctico y deviene falsa e infinita subversión

De asaltar los cielos a asaltar el BOE

En consecuencia, el sujeto revolucionario, que había sido desde fines del siglo XIX el proletariado, pasa a disgregarse en pequeños grupos y colectivos (cuando no a atomizarse al extremo) que conforman una informe “multitud” (dando cumplimiento a la fórmula kantiana de la “sociable insociabilidad”). Es el momento de los Nuevos Movimientos Sociales que inauguran un nuevo estilo político que será ensayado –con un éxito desastroso– en la Contracumbre del G-8 en Seattle (1999) y en las protestas de Génova (2001) y que beben de las teorías de los profesores Michael Hardt y Antonio Negri (probablemente dos de los autores posmarxistas más influyentes). Los movimientos altermundistas se oponen cosméticamente a la globalización en curso asimilando el mentado ethos de la derrota y vindicando, lógicamente, la adquisición de un sinfín de derechos civiles (que en nada atentan contra las bases del modo de producción capitalista), mediante una estrategia que podemos definir como “aceleracionismo anticapi”, esto es, un intento infantiloide y esclerótico de desbordar al sistema con pequeñas luchas conducidas por el espíritu particularista (con la confianza ciega en que llegará el momento de la saturación y colapso sistémicos).

Puesto que los movimientos sociales ya no pueden asaltar los cielos se conforman con asaltar el BOE. Puesto que los movimientos sociales ya no pueden transformar las estructuras se inmiscuyen en cambios menores y contraculturales. Se llega así a un nihilista juego de matrioskas y al carnaval posmoderno. Toda subfamilia posmarxista (estructuralismo francés, posestructuralismo, french e italian theory, cultural studies, freudomarxismo, feminismo marxista, escuela de Frankfurt, marxismo negro y/o decolonial e incluso el summum de lo esperpéntico como el marxismo queer) abraza entonces el irracionalismo (aunque nazca, crezca y se reproduzca en el entorno académico o precisamente a causa de ello); el anti-cientificismo (por menospreciar su carácter eminentemente eurocéntrico); y el pseudo-universalismo (puesto que, si bien trata de destruir los grandes relatos, promueve un cosmopolitismo progresista antinacional global).

Comienza una gran caza de brujas contra todo aquel que defienda la tradición occidental, la familia, el Hombre, la biología, el bienestar material, la cultura y la nación. Se fetichiza la persecución neopuritana y panóptica con adjetivos peyorativos contra el enemigo como “patriarcal”, “eurocéntrico”, “especista”, “binario”, “industrialista”, “xenófobo y racista”, “nacionalista”, etc.

Microfísica del poder: piedra de toque de la lógica de los privilegios-opresión

Confluyen entonces temporal, material y espiritualmente dos corrientes de pensamiento: una económica (neoliberal) y otra filosófica (posmoderna) que, en el contexto de la Guerra Fría y con el pretexto de la lucha contra el totalitarismo, se encaman de una vez y para siempre. ¿Por qué? Primero, porque existía todo un entramado institucional y político que promovía esta alianza ¿antinatura? activamente: CIA, Fundación Rockefeller, Escuela de Chicago, Universidad de Stanford, etc. Segundo, porque como bien apunta el tuitero posmo Juan Luis Nevado: «Posmodernidad, por tanto, no es tanto una tradición teórica sino una lógica histórica» (que está íntimamente relacionada con lo que nos ocupa aquí: los posmarxismos). Un viscoso Zeitgeist de época que lo impregna todo, si se quiere. Tercero, porque ambas corrientes a su modo abominaban de cualquier intento de emancipación colectiva y universalista. Dicho de otro modo, porque ambas corrientes se basaban en una antropología de corte liberal y, por ello, no lograrían escapar de los constreñidos límites de una sociedad individualista de hombres unidimensionales. Producir y consumir.

A tales efectos, fue crucial renovar el armario conceptual. Los repertorios teóricos del marxismo habían llegado a excesos inasumibles para el demócrata progresista. El poder no podía quedar supeditado al Estado-nación como consejo de administración de los intereses de la clase dominante. Eso era cosa del pasado…

En este punto tiendo a discrepar del bumerato ramplón que acusa de engendrar todos los males al llamado “marxismo cultural”. En mi opinión, suena más acertado el adjetivo empleado por Adriano Erriguel: “Los liberastas son la versión degenerada de la ideología progresista, son la izquierda posmoderna en su peor faceta: la de tontos útiles del neoliberalismo”. El poder –para los posmarxistas– no se detenta por unos pocos (élites) contra unos muchos (pueblo), sino que circula entre particulares en cualquier ámbito de la vida cotidiana. Imposibilitando una acción colectiva ordenada en torno a unos objetivos claros y la identificación de un enemigo de clase.

Discrepo también de quienes como Alberto Bárcena, Federico Jiménez Losantos o Francisco José Contreras ven en esta lógica del privilegio-opresión la lucha de clases por otros medios… El varón contra la mujer, el joven contra el anciano, el atractivo contra el que carece de capital erótico, el cuerpo normativo contra el no-normativo, el capaz contra el discapacitado, el europeo contra el racializado, el blanco contra el negro, el binario contra el no-binario, la mujer madre contra la mujer empoderada y libertina, y un infinito etcétera. Suena bien. Y de veras comprendo que haya quienes crean que por el mero hecho de reproducir la dicotomía típicamente “dialéctica”, se trate, en realidad, de renovadas formas de lucha de clases. La cuestión es que tras la apariencia se esconde la esencia antiuniversalista y particularista que carece del voltaje dialéctico y deviene falsa e infinita subversión (o peor, dispositivo de control social).

La nueva noción del poder se caracteriza entonces como: i) capilar ya que “lo personal es político”; ii) reticular o relacional; iii) horizontal o en red; iv) normalizador. Esto sí se lo debemos principalmente a Michel Foucault como bien apunta el bumerato-liberalio-anti-woke (aunque también a Deleuze, Guattari, Derrida, Vattimo, Wittgenstein, etc). Como sugería Foucault en Microfísica del poder (1980): “El poder tiene que ser analizado como algo que circula, o más bien, como algo que no funciona sino en cadena. No está nunca localizado aquí o allí, no está nunca en las manos de algunos, no es un atributo como la riqueza o un bien. El poder funciona, se ejercita a través de una organización reticular”. La desustancialización ejercida por Foucault al afirmar que el poder no está “nunca localizado” y “no es un atributo”, instituye un nuevo cánon interseccional: no existe una clase dominante estable, en consecuencia, no merece la pena malgastar esfuerzos en comprender las lógicas del poder, el poder fluye y todo el mundo es sospechoso de ejercerlo en algún momento (desde mi padre a mi profesor, pasando por la vecina del cuarto o la carnicera). Las suspicacias para con el otro aumentan exponencialmente y los escarnios públicos con el incívico que no se pone la mascarilla por la calle a 40 grados en Pandemia o los me too están al orden del día (y si no, que se lo digan a Íñigo Errejón, insigne posmarxista).

Caída de los metarrelatos y liquidación del acontecimiento

Probablemente una de las controversias más sugerentes en torno a la posmodernidad (y por consiguiente estimulante de cara a comprender mejor el fenómeno posmarxista) es el entablado entre Jürgen Habermas y Jean-François Lyotard a finales de la década de los 70. A partir de la publicación en 1979 de La condición posmoderna de Lyotard, estos pensadores participan en un acalorado debate acerca de lo particular y lo universal, la historia y el acontecimiento, la capacidad de agencia del hombre, etc. En aquel debate, Habermas definió la posmodernidad como modernidad cansada, fatigada. Nosotros podríamos definir, para ir concluyendo, el posmarxismo como marxismo cansado, fatigado, aunque considero más apropiado caracterizarlo como un marxismo impotente y desesperanzado. ¿A qué me refiero? Como es bien sabido el marxismo-leninismo es probablemente la última gran teología política gnóstica, la herejía moderna del cristianismo por antonomasia (con sus propias nociones de bien y de mal, de lo universal y, sobre todo, con la inherente necesidad de un tiempo escatológico y de un mesías redentor del género humano). El ethos de la derrota, que fue carcomiendo la carne de esa secularizada herejía, destruyó de a poco el carácter de espera contra toda esperanza y su correlativo carácter mesiánico-dialéctico.

Lyotard explica, posteriormente, en La posmodernidad (explicada a los niños) (1986) –libro enrevesado y, por supuesto, nada apto para niños– la importancia de los metarrelatos del siguiente modo: «Los ‘metarrelatos’ a que se refiere La condición posmoderna son aquellos que han marcado la modernidad: emancipación progresiva de la razón y de la libertad, emancipación progresiva o catastrófica del trabajo (fuente de valor alienado en el capitalismo), enriquecimiento de toda la humanidad a través del progreso de la tecnociencia capitalista, e incluso, si se cuenta al cristianismo dentro de la modernidad (opuesto, por lo tanto, al clasicismo antiguo), salvación de las creaturas por medio de la conversión de las almas vía el relato crístico del amor mártir (…) Es cierto que, igual que los mitos, su finalidad es legitimar las instituciones y las prácticas sociales y políticas, las legislaciones, las éticas, las maneras de pensar (…) Mi argumento es que el proyecto moderno (de realización de la universalidad) no ha sido abandonado ni olvidado, sino destruido, ‘liquidado’». Y, ¿cuál es el núcleo del proyecto moderno como realización de la universalidad? La historicidad. De ahí que Fukuyama enviara un proyectil teledirigido al corazón de la Modernidad con su fin de la Historia (para instaurar la paz perpetua tutelada, eso sí, por el Imperio norteamericano).

El recién fallecido Frederic Jameson cargó tintas en esta dirección al dimensionar lo que el mundo perdía con el desguace de la Modernidad en su libro El posmodernismo, o la lógica cultural del capitalismo tardío (1984): «Por esta nueva e hipnótica moda estética nace como síntoma sofisticado de la liquidación de la historicidad, la pérdida de nuestra posibilidad vital de experimentar la historia de un modo activo: no podemos decir que produzca esta extraña ocultación del presente debido a su propio poder formal, sino únicamente demostrar, a través de sus contradicciones internas, la totalidad de una situación en la que somos cada vez menos capaces de modelar representaciones de nuestra experiencia presente». Sin Historia con mayúscula no existe posibilidad real y efectiva de un Redentor. Sin espera escatológica el presente se anula en un eterno presentismo y con él estamos abocados a una filosofía del absurdo.

Junto a los metarrelatos lyotardianos han caído los marcadores de certeza que constituyen –en opinión de Reinhart Koselleck— la arquitectura de la certidumbre humana: Dios, Familia, Patria, Trabajo. Los posmarxistas han contribuido unas veces a sabiendas, otras veces inconscientemente a la demolición del orden tradicional para acabar legitimando las instituciones y las prácticas sociales y políticas, las legislaciones, las éticas, las maneras de pensar de un novus ordo que podríamos denominar “liquidador de toda esperanza” o por qué no y a mayor agrado de los posmarxistas gafapasta y modernetes: “realismo capitalista” (Mark Fisher dixit).

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