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¿Qué es una dictadura?

El constitucionalista políticamente neutralizado no tiene respuesta para este desafío político exportado a casi todas las repúblicas hispanoamericanas

En política, se sepa o no, se lucha siempre contra un enemigo, apostado en nuestras fronteras o camuflado ya dentro de la ciudad. Pero hay también otra forma de enemistad mucho más sutil que esa que bulle a ras del suelo, encarnada de unos hombres que tienen una ideología o una cultura, tal vez una religión o una antropología bárbaras, incompatibles con la propia. Se trata de la enemistad derivada de los conceptos políticos, manejados polémicamente y explotados contra el «elemento moral», criterio por el que se mide la verdadera capacidad de resistencia frente a la hostilidad y las ofensas del enemigo.

Lo que quiero decir, ahora por la vía del ejemplo, es que ciertas definiciones asumidas, transformadas en tabúes, enervan la voluntad, trabajada previamente la inteligencia por el «lavado de cerebros», expresión que, sospechosamente, ha dejado de utilizarse en una época en la que la pedagogía política se dedica solo a eso. Pontifican unos sobre las bondades del pluralismo étnico, religioso, cultural —el pluralismo de valores, en suma—, y padecen otros sus consecuencias: pérdida de la identidad cultural, conflictividad social, babelización. Tampoco es raro que los mismos que encarecen el «mestizaje» –vagamente en el ordenamiento jurídico, pero con más determinación en las universidades públicas y en la Sección de Prensa y Propaganda de los medios de comunicación masivos–, sostengan a continuación que las razas (o las culturas) no existen. Se ha vuelto normal también que los exaltados del panmelanismo «defensivo» —el Black Lives Matter no es nuevo, ya se inventó en los años 20 del siglo pasado— promuevan como justo y necesario un racismo antiblanco y nos exijan financiar nuestra propia reeducación.

La guerra, incluso en sus variantes «pacifistas» actuales, se desarrolla en el espacio, es decir, sobre la tierra, pues controlarla y ordenar razonablemente la vida sobre ella es el objeto primordial de lo político. Las querellas por los conceptos, mucho más decisivas y brutales, se dirimen en el tiempo. Prima la lucha por el sentido de las palabras, por el «relato» que obsesiona a todos los modernos consejeros de príncipes –hoy llamados «analistas políticos» o «asesores», gente joven y sin experiencia de la vida, generalmente salida, como solía decir Jules Monnerot, de un sistema educativo que se dedica a «la producción en serie de cretinos artificiales»: por oposición a quienes lo son por una disposición natural, estos que florecen hoy masivamente son «cretinos cultivados, como cierto tipo de perlas»–. Una vez colonizados el logos y el diccionario políticos, es decir el «imaginario político» nacional, queda radicalmente mermada toda capacidad de resistencia. Entonces, solo entonces, la derrota frente al enemigo exterior o interior se pueden presentar como una victoria o una «homologación» política y cultural con los verdugos. Precisamente, se hablaba hace unos días aquí, con sentido de la oportunidad, de los afrancesados, arquetipo español de un imaginario político colonizado.

Se impone, pues, en cierto modo, «descolonizar el imaginario» y devolver a los conceptos políticos su sentido preciso, que no se inventa ni se desarrolla en un Think tank, sino que forma parte, por modesta que sea su alícuota, de la verdad de lo político. Necesaria para saber a qué atenerse. No sé si el «realismo político» tiene una misión concreta: tal vez, dirán algunos, la elaboración de un «decálogo» o programa que pueda ejecutar un partido político, una facción o un movimiento, pero sí sé que su razón de ser se encuentra en la desmitificación del pensamiento político. Uno de los conceptos que necesita de esta higiene mental es la «dictadura», noción asustaniños sobre la que reina la mayor de las confusiones. Un confusionismo interesado que explotan los aspirantes al poder, presentando a sus rivales como vulgares partidarios de los regímenes autoritarios y a sí mismos como «demócratas» —como si ese término tuviera un sentido preciso más allá de los tropismos mentales que adornan a la derecha demoliberal—.

Todo conspira contra el honor de los desmitificadores políticos. Sin embargo, escribir sobre el fenómeno-guerra no presupone una personalidad belicosa: probablemente solo puede escribir una teoría o una sociología de la guerra un hombre manso. Una teoría de la decisión… un indeciso. Y una teoría de la dictadura tal vez solo esté al alcance de alguien incapaz de ejercerla.

No es fácil mirar de frente a la «dictadura», concepto político sumamente inflamable que gravita sobre las situaciones políticas especialmente intensas y que se enreda con la legislación de excepción, los estados de necesidad y los golpes de Estado. El personal cree que una dictadura es lo que enseña la «vulgata antifranquista», pero no le quita el sueño un Gobierno que puede cerrar ilegalmente el Parlamento y privar a toda la nación de la libertad de movimientos. El antiparlamentarismo tiene muchas formas y las de hoy no se parecen en nada a las de hace un siglo. Sería muy interesante redactar una palingénesis de la dictadura, pues esta renace periódicamente y conviene reconocer su singo. Darle la espalda a su realidad es ignorar culpablemente la concentración momentánea del poder, una realidad que acontece ajena nuestros prejuicios morales o ideológicos, independientemente de nuestra voluntad. No saber en qué consiste compromete nuestra posición frente al enemigo que sí sepa lo que es y cómo utilizarla.

La dictadura es una institución fundamental del derecho público romano. Consiste en un levantamiento o suspensión de las barreras jurídicas con el fin de que el dictador, generalmente pro tempore, se enfrente a la situación política excepcional (sedición, guerra civil, invasión extranjera) y devuelva la tranquilidad pública a la ciudad. Una vez restaurado el orden o expirado el término previsto se cancelan los poderes extraordinarios del dictador, cuyo prototipo es Cincinato. Pero hay también en la historia romana ejemplos de desempeño indefinido (Sila) y vitalicio (César), incluso omnímodo o, como diríamos hoy, constituyente (Lex de imperio vespasiani).

El pragmatismo romano ha captado la esencia política de la dictadura: se trata de una concentración o intensificación del poder que se opone al pernicioso efecto de la impotencia del poder establecido, asediado por el enemigo, generalmente interno. Desde un punto de vista conceptual no se trata propiamente de un «régimen político», sino de una «situación política», transitoria por definición. Cualquier manifestación de poder genera siempre la crítica de los partidos o facciones rivales, pero de una manera especialmente intensa la suscita la dictadura, asociada secularmente con el usufructo personal del mando. 

Toda dictadura constituye un hecho político imperfectamente sometido a un estatuto jurídico. La noción de soberanía de Jean Bodin es, en este sentido, el intento de normativizar un momento especialmente intenso del mando. Esa es la gloria de Bodin y de los legistas franceses del siglo XVI.

Durante el siglo XIX la dictadura va perdiendo poco a poco toda su respetabilidad antigua, como consecuencia de la generalización de una nueva ideología jurídica: el constitucionalismo. La historiografía liberal, en su lucha contra el «enemigo», las monarquías absolutas, reelabora la tradición política clásica y generaliza la denigración de la institución dictatorial, asociada arbitrariamente con la tiranía y el despotismo.

No obstante, el movimiento constitucional ha reconocido siempre, implícitamente, que la necesidad política no conoce ley cuando modula los estados de excepción, sitio y guerra, denominaciones que desplazan a la dictadura a un segundo plano. La dictadura se convierte en un tabú político a partir del golpe de Luis Napoléon (2 de diciembre de 1851), el más importante de los del siglo XIX. Pero el sentido técnico de la dictadura subsiste y se desarrolla en los estados de excepción constitucionales. Por vez primera se va a enunciar jurídicamente la razón de ser la dictadura clásica, pero sin mencionarla por su nombre: la suspensión del derecho para permitir su subsistencia. De otro modo, el liberalismo, que en esa época nunca fue, hasta cierto punto, un doctrinarismo «neutral y agnóstico» ―leyenda divulgada por el antiliberalismo conservador―, nunca habría edificado los prepotentes Estados nacionales europeos.

La dictadura niega formalmente la norma que quiere asegurar materialmente, doctrina fijada por Carl Schmitt en su investigación sobre la evolución de la institución: La dictadura (1921), libro de historia conceptual, diáfano y sin equívocos, cuyos no-lectores (fauna intelectual interesantísima) se figuran, contra todo pronóstico, que es una apología del nazismo. Según el jurista alemán, «la esencia de la dictadura desde el punto de vista de la filosofía del derecho consiste en la posibilidad general de separar las normas del derecho y las normas de realización del derecho». Al mismo tiempo, la dictadura supone también una efectiva supresión de la división o separación de poderes. Schmitt, acuciado como jurista por el necesario deslinde conceptual, contrapone la dictadura comisaria a la dictadura constituyente, categorías recibidas actualmente en la parte más sana de la teoría del Estado y la teoría constitucional. En el tránsito de una a otra desempeña un papel crucial la doctrina de la voluntad general de Jean-Jacques Rousseau.

A Hermann Heller, un jurista genial, como Carl Schmitt, politizado por su militancia izquierdista y comprometido también con el socialismo nacional —pero signo contrario al del otro socialismo nacional—, le preocupan igualmente las taxonomías jurídicas. Menos perspicaz que su colega, rival y amigo cuando entran en conflicto el realismo político o jurídico (los conceptos) con la ideología (las posiciones), para Heller, la dictadura, condenada en bloque, no es más que un gobierno personalista y corrupto («individualidad sin ley») contrapuesto al Estado de derecho («ley sin individualidad»), en suma «un régimen político manifestación de la anarquía». Simplificando mucho, esa es la idea de dictadura generalizada entre los constitucionalistas desde 1945, apogeo de las «democracias de Potsdam». Carlos Ollero Gómez se explicó muy eficazmente sobre el «arcaísmo» constitucional que lastra estos regímenes.

El tipo comisarial de dictadura, fórmula actualizada, a principios del siglo XX, de la dictadura romana, presupone un encargo o comisión previa, espontáneos (llamamiento regio o invitación de un parlamento o asamblea nacional a asumir poderes extraordinarios) o forzados (pronunciamiento, golpe de Estado). El dictador comisario tiene como misión la restauración del orden constitucional violentado sin salirse de la constitución ni cuestionar sus decisiones esenciales (forma de gobierno). Un buen ejemplo de ello es la dictadura española de Miguel Primo de Rivera, el «cirujano de hierro» esperado por todos. ¿Se han parado a pensar los historiadores políticos y del derecho por qué la dictadura tiene tan buena prensa después de la Primera Guerra Mundial? Deberían leer más, a Boris Mirkine-Guetzévitch, por ejemplo, constitucionalista liberal de izquierdas, y pensar menos en la ANECA, cáncer de la universidad española.

La dictadura soberana, en cambio, persigue la instauración de un nuevo orden político, valiéndose para ello de un poder sin limitaciones jurídicas y operando como poder constituyente. Charles de Gaulle en 1958 (dictator ad tempus). Este tipo de dictadura se asocia en el siglo XX con los regímenes totalitarios (Estados totales y democracias populares), mientras que la dictadura comisaria entra más bien en el campo de los regímenes autoritarios (boulangismo, Estados autoritarios y, aunque el término resulte estrambótico, «dictaduras católicas»). Limitados los posibles efectos de la revolución a partir de la experiencia de la Comuna de París, cuyas lecciones imprimen un giro en las técnicas insurreccionales, la alternativa a la subversión violenta es desde entonces el golpe de Estado quirúrgico o la revolución legal.

En su acepción moderna (barroca), los golpes de Estado son «acciones audaces y extraordinarias que los príncipes se ven obligados a acometer, en contra del derecho común, en negocios difíciles y desesperados, relativizando el orden establecido y las fórmulas jurídicas  y supeditando el interés de los particulares al bien público». Así habla, en un libro secreto, Gabriel Naudé, tan maltratado por la ignorancia política. Naudé, bibliotecario de profesión y espíritu inofensivo, los considera legítimos y defensivos. Su utilidad dependerá de la prudencia del príncipe y, mayormente, de su capacidad de anticipación, pues «la ejecución precede siempre a la sentencia»: es así que «recibe el golpe quien pesaba darlo». La fama de un golpe de Estado depende de quienes lo exploten: será benéfico si lo dan los amigos o aliados (salud publica suprema lex esto) y perturbador si lo urden los enemigos (violación de la constitución, contrafuero). Depende, pues, el juicio de la posición relativa del observador y sus compromisos y objetivos. 

El pendant contemporáneo de las Consideraciones políticas sobre los golpes de Estado (1639) de Naudé es la Técnica del golpe de Estado (1931), de Curzio Malaparte. Malaparte, sobre quien recae indistintamente el oprobio de la derecha y la izquierda, discurre sobre la naturaleza de los golpes para enseñar cómo derrotarlos con un «contragolpe» paralizador (coup d’arrêt) y defender el Estado.

Triunfos como el de Mussolini en la Marcha sobre Roma (1922), envuelta en un aura de romanticismo político, tal vez nunca se vuelvan a producir… del mismo modo. Después de la Segunda Guerra Mundial la impresión general es que el golpe de Estado es una técnica infecunda. Con más razón, por su romanticismo congénito, no puede ya tener efecto el pronunciamiento. De todo ello solo cabe esperar, como decía el teórico del Estado Jesús F. Fueyo, una «aceleración del desorden». 

La violencia del golpe resulta inaceptable, lógicamente, para la opinión pública de los regímenes constitucionales pluralistas. Sin embargo, esa misma «opinión pública», por inadvertencia o por seducción, podría llegar a aceptar de buen grado lo que Malaparte llama «golpe parlamentario», al estilo del ejecutado por Napoléon Bonaparte el 18 brumario (1799). Carl Schmitt lo denomina «revolución legal» en un famoso artículo de 1977, escrito contra la estrategia no violenta y electoral de los partidos comunistas occidentales (el eurocomunismo de Santiago Carrillo, enfermedad senil del marxismo-leninismo, religión política que entonces empieza a declinar, aunque ellos, los comunistas occidentales, todavía no lo saben). En realidad, se puede llegar al mismo resultado sin pasar por la «revolución legal». Para ello es necesario contar con la artera estrategia política de ocupar los tribunales constitucionales –mucho más que un «legislador negativo»–, para convertirlos en los artífices de una mutación constitucional innominada, el mayor de los peligros para las constituciones que deberían defender.

Pero no han sido estos comunistas, ni los soviéticos ni los de Occidente, sino Adolf Hitler, quien ha puesto a punto, casi medio siglo antes de la publicación de Eurocomunismo y Estado, la palanca para edificar una dictadura constituyente de raíz totalitaria. A diferencia de las dictaduras de la otra especie, la autoritaria, la dictadura totalitaria pretende tener una misión no solo política, sino también moral, incluso religiosa: alumbrar el hombre nuevo –bolchevique, ario o jemer rojo–despenando al viejo.

La inutilidad del golpe muniqués de 1923 instruye a Hitler sobre la conveniencia táctica de la lucha electoral y la posibilidad de alcanzar legalmente el poder para activar desde el gobierno la derogación de facto de la constitución. Se trata de explotar la «prima de la legalidad» para revocar la legitimidad. Contra ese proceso de subversión constitucional advierte precisamente Carl Schmitt, otra vez Casandra en el verano de 1932.

La historia del sistema de Weimar es conocida y sus últimas boqueadas tienen nombre: la Ley de Autorizaciones o Ermächtigungsgesetz (1933), una constitución puente que suspende y vacía de contenido la constitución de Weimar, abriendo la puerta a una dictadura constituyente (totalitaria) que termina convirtiéndose en un oxímoron político: un régimen de excepción permanente.

Una de esas constituciones-puente, la Ley para la Reforma Política de 1977, sirvió también de espoleta para la «voladura controlada» —así se hablaba en la Transición— del régimen de las Leyes Fundamentales. Lo cierto es que en España no se engañaba entonces a nadie o, para ser más exactos, solo eran engañados quienes se dejaban engañar: «De la ley a la ley pasando por la ley». Retrata a una generación de constitucionalistas que nadie se haya ocupado de esa constitución puente. En realidad, estos juristas tienen poderosas razones para soslayarla, pues en muy pocos procesos constitucionales europeos se pone tan de manifiesto su carácter de decisión política suprema, más allá de las supercherías y ficciones kelsenianas sobre la Grundnorm o normal fundamental de la que todo depende hipotéticamente. Otra excepción fantástica al normativismo constitucional se encuentra en De Gaulle, haciendo, por amor a Francia, de Solón de la V República.

La misma escuela que la ley nacionalsocialista alemana de 1933 ha tenido el populismo hispanoamericano desde finales de los noventa del siglo XX. El caso de Hugo Chávez es un paradigma que trasciende la política de Venezuela: del fracaso de su «golpe de Estado» de 1992 al éxito de la «revolución legal» que principia con su victoria en las elecciones presidenciales de 1998 y su famoso juramento de investidura sobre «la constitución moribunda» en virtud de la cual había sido elegido.

El constitucionalista políticamente neutralizado no tiene respuesta para este desafío político exportado a casi todas las repúblicas hispanoamericanas. Le paraliza la paradoja. Es la anquilosis de Karlsruhe.

Doctor en Derecho (Complutense) y Filosofía (Coímbra) y profesor de Política Social (Murcia). Autor de varios libros en torno al realismo político y autores como Carl Schmitt, Julien Freund, Gaston Bouthoul y Raymond Aron.

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