Falta poco más de una semana desde el momento en que esto se publica para las elecciones presidenciales en EE.UU., así que podemos ir adelantando que ha sido esta una campaña electoral bastante tranquila, casi anodina. Tal afirmación puede parecer luz de gas cuando hemos presenciado dos intentos de magnicidio (crucemos los dedos, que todavía queda), pero nos da una idea de cómo fueron en comparación las de 2020 y 2016. Las razones para ello cabe encontrarlas en primer lugar en el nulo entusiasmo que despierta Kamala Harris entre sus potenciales votantes: hablamos de una candidata puesta a última hora por descarte, sin rastro de carisma o ideas propias acerca de nada y, dado que ha sido probablemente la vicepresidenta más poderosa que se recuerde ante la manifiesta incapacidad de Biden, es en buena parte responsable de lo hecho y deshecho en estos últimos años tan calamitosos. Difícilmente podrá esperarse de ella algo diferente a lo que llevamos visto. No son pocos los simpatizantes demócratas que están expresando en redes su intención de quedarse en casa la jornada electoral, ejercer un voto nulo o inclinarse por un tercer candidato.
Pero hay algo más. El propio Trump no parece estar despertando el entusiasmo ni las suspicacias de antaño ¿Cómo es eso posible? Hay quienes señalan la edad en ese atemperamiento que amenaza con convertirlo en un candidato republicano estandarizado y otros prefieren considerar que está adoptando un perfil bajo para no movilizar a los votantes rivales. Ahí tenemos su cuenta de Twitter, antes tan genuinamente suya, un medio de comunicación propio con el que puenteaba a los medios en su acercamiento al ciudadano medio, que ahora ya solo recoge banales anuncios de campaña realizados por su equipo… ¡Devuélvannos las ocurrencias de Trump! Lo malo es que la cosa no acaba ahí, sino que se extiende a los apoyos que se ha buscado y a sus grandes promesas de cambio ahora algo desdibujadas.
Quizá a estas alturas quiera ir sobre seguro porque agotado de tanto trajín su prioridad íntima, muy humana, sea no pasar los últimos años de su vida en la cárcel, lo que requiere a toda costa ganar para amnistiarse a sí mismo desde la autoridad presidencial frente a todas esas fabricaciones judiciales con que le hostigan. No creo que sus votantes puedan reprocharle egoísmo por ello: ha abierto caminos poniendo sobre la mesa temas tabúes hasta entonces, soltando verdades a bocajarro que pusieron amarillo a más de uno, señalando los fallos del sistema mientras exhibía un nuevo estilo de hacer política con el que sorteaba a base de descaro y mucha cintura los innumerables trampantojos que los poderes establecidos siembran para que la democracia sea un juego con las cartas marcadas. Ha puesto mucha carne en el asador, nadie podrá negárselo, y será tarea de otros continuar lo que él empezó. En todo caso, para entender mejor las causas de su declive, evolución personal y política, «pérdida de mojo» o como queramos llamarlo, conviene remontarnos a los orígenes.
El vídeo que tenemos sobre estas líneas es formidable, el discurso más relevante en décadas de la política estadounidense. Las palabras corresponden concretamente a un mitin en Florida de 2016 aunque repetido con pocas variaciones en otros muchos lugares y, una vez con esta edición de vídeo, logró una notable viralidad en redes. En un régimen de alternancia bipartidista como el norteamericano muchos ciudadanos tienen la sospecha de que ambos partidos son como aquellos gemelos del cuento de Alicia, con nimias diferencias enfáticamente teatralizadas antes de las elecciones porque, en el fondo, ambos sirven a unos mismos poderes fácticos, lobbies e intereses especiales. Un sistema donde a los candidatos le importan más los donantes para su campaña que los votantes y donde al concluir su carrera política encontrarán una puerta giratoria en la industria farmacéutica, armamentística o cualquier otra que haya recibido favores del gobernante o legislador de turno.
Así que ante ese panorama que iba incrementando el cinismo y desencanto del electorado se presenta Trump señalando como uno de sus lemas electorales que «el sistema está trucado». Sí, el rey va desnudo. Añade que se pagará su propia campaña para no deber favores a ningún donante y no se muestra como candidato de la derecha contra la izquierda, como republicano ante los demócratas, sino como el candidato del pueblo ante las élites, dispuesto a drenar el pantano. Adopta un programa que apela a la mayoría (blanca, clase media/trabajadora) antes que pretender formar una coalición de minorías a las que reparar en sus agravios y hace chirriar la maquinaria del partido Republicano sometiéndolo a un viraje ideológico en torno a cuestiones que ahora pasaban a ser centrales como poner freno a la inmigración, a las guerras en el extranjero y a la deslocalización industrial. Muchos norteamericanos quedaron con los ojos abiertos como platos: esto no era lo que estaban acostumbrados a escuchar.
Era un discurso subversivo que no podía gustar a quienes tenían la sartén por el mango. Como en aquel año el 90% de los medios estaba en manos de seis grandes corporaciones, a toque de silbato debían retratarlo como una amenaza para la democracia a medio camino entre Hitler, Mussolini y el hombre del saco… sin caer en la cuenta de que el tan extendido desencanto y recelo ante el sistema antes mencionado incluía, también e incluso preferentemente, a los medios tradicionales («legacy media»). Si estaban en su contra los medios, buena parte del propio partido Republicano, así como casi cualquier institución desde Hollywood a Wall Street, pasando por Silicon Valley… entonces sus planteamientos antisistema no podían ser una pose, algo debía haber de cierto, ¿no?
Su victoria con todos los elementos en contra no estuvo exenta de épica, pero la parte más difícil llegaba ahora, al intentar cumplir las enormes expectativas que tantos habían depositado en él. Siempre se le describió como un temible líder autoritario y paradójicamente su mayor defecto estuvo en no serlo en absoluto. El Congreso y el Senado seguían en manos de demócratas y republicanos de la vieja escuela, ejerciendo ese sistema de equilibrios que tanto complace a los ideólogos liberales y que en la práctica lleva al inmovilismo; el Estado Profundo con su plétora de agencias no iba a dejar drenarse, pues la quinta fuerza fundamental del universo, aquella que se dejó Einstein sin estudiar, es la que amorra el chiringuito a su presupuesto; la elección de personal por parte de Trump fue, además, un tanto deficiente al escoger para puestos clave a quienes no compartían su ideario, luego los destituía, pero los siguientes tampoco mejoraban mucho; finalmente, pero no menos importante, Trump mostró cierta indisciplina y falta de constancia, sus dotes de comunicador le habían aupado a un cargo ejecutivo que requería una querencia por el poder que parecía faltarle a alguien más interesado en jugar al golf que en otra cosa. Algo que se vio con claridad en su reacción a las elecciones de 2020, cuando inicialmente amagó con no acatar los resultados de un proceso que había resultado sospechoso para más adelante recular, en lo que algunos de sus más fieles seguidores consideraron un acto de debilidad.
Esta inclinación suya a mariposear es uno de los motivos por los que ahora tiene bastantes posibilidades de regresar al poder: el apoyo a su rival es tan desganado porque saben que con él tampoco cambiarán mucho las cosas. Trump es consciente de todo esto, así como de que la desmovilización de los demócratas al verlo inofensivo puede ser también la de los suyos, de manera que en los mítines ahora acostumbra a prometer que al llegar al cargo será dictador… por un día, el primero. Su campaña de 2024 está centrada en hacer ver que esta vez será diferente, que no dejará el trabajo a medias, y para eso se ha rodeado de varias figuras un tanto heterodoxas que remarán en su misma dirección. El candidato a vicepresidente esta vez, J. D. Vance, no es como el inane Mike Pence, y a él hay que sumar dos fichajes como Robert F. Kennedy Jr. y Tulsi Gabbard. Rebotados ambos del partido Demócrata por su empeño en defender cambios estructurales en el sistema, con el primero como bestia negra de las corporaciones farmacéuticas y la segunda respecto al complejo militar industrial, al incorporarlos a su equipo Trump renueva aquella trasversalidad —no confundir con centrismo— y expresa ante sus votantes que esta vez irá en serio al hacer frente a los lobbies e intereses especiales que convierten la democracia en plutocracia.
El problema es que hay, además, otras nuevas figuras que lo acompañan que ponen en entredicho su mensaje. Es el caso de Elon Musk, que sin duda contará con la simpatía de muchos votantes, pero tratándose del hombre más rico del mundo y teniendo en cuenta que buena parte de su fortuna proviene de contratos gubernamentales (cabe sospechar que ahí no habrá tijeretazo, sino más bien al contrario), el discurso populista junto a él puede sonar a impostura. Los 75 millones de dólares que le ha dado para su campaña, además de su apoyo constante en Twitter/X, todo aquel que no sea un iluso debería entenderlos no como una donación, sino como una inversión.
Hay más ejemplos. Una de las primeras medidas de Trump en 2017 fue la firma de un oleoducto en Dakota que atravesaba una reserva india y ahora su promotor, Kelcy Warren, le ha donado casi 6 millones de dólares. La multimillonaria Miriam Adelson, renombrada activista en defensa de Israel, le ha entregadonada menos que 100 millones de dólares. Más desconcertante aún es el caso del gestor de fondos de inversión Paul Singer, conocido por su activismo LGTB y por ser uno de los mayores acreedores de la deuda argentina, que ha pasado de ser antitrumpista y promover el informe Steele (aquella fabricación sobre que Trump estaba siendo chantajeado por Putin) a darle 5 millones de dólares. Es significativo, en esta línea, que el 50% del total del dinero recaudado por Trump en la campaña de 2020 fueron pequeños donantes, americanos anónimos corrientes, mientras que ahora solo suponen el 30% frente a un 70% de grandes donantes que, lógicamente, esperarán obtener algo a cambio. Todo esto viene a demostrar, una vez más, las profundas verdades expresadas en aquel vídeo que comentábamos antes sobre el funcionamiento del sistema. Ahora bien, ¿será posible, integrándose en él, cambiarlo desde dentro?