El acceso tardío de la mujer al voto es un tema vergonzoso. Hoy causa rubor admitir que en España hubo un tiempo en el que solo votaban los hombres. En sus inicios, el lema liberal de “un hombre, un voto” significaba exactamente eso. Democracia con pantalones. Falocracia.
En 1931, que votar fuera deseable o sirviera de algo era algo muy cuestionado tanto en la izquierda como en la derecha. Un concepto discutido y discutible, como dijo el ladino ZP. Pero, puestos a votar, lo suyo es que votemos todes.
Hoy los panfletos del Ministerio de Igualdad explican a los párvulos que el voto femenino fue una historia de emancipación de las hijas de la luz frente a las tinieblas cavernarias. Sin embargo, la historia escrita por la pionera del voto femenino no es precisamente un tebeo de buenas y malos. Clara Campoamor, abogada y diputada por el Partido Radical, fue quien defendió la inclusión del sufragio universal en la constitución republicana. Por eso, sus reflexiones tienen un valor especial. En El voto femenino y yo rememora sus intensas jornadas de discusión parlamentaria. Y este ensayo es una caja de sorpresas.
El principal oponente al voto femenino no fue un machirulo bigotudo, sino Victoria Kent. Esta inesperada antagonista era diputada del Partido Republicano Radical Socialista. Campoamor y Kent eran las únicas mujeres en la cámara y sus debates sobre el sufragio fueron sonados. Tanto es así que en los corrillos políticos de la época les llamaban –con muy poco gusto– la Clara y la Yema.
Kent no estaba sola. La práctica totalidad de las izquierdas rechazaban de plano que las mujeres españolas tuvieran voz y voto. La razón la sumía muy bien el diputado radical Álvarez Buylla: “Perdone la Srta. Campoamor, que si todas fuesen como ella no tendría inconveniente en darles el voto (…) [Pero] la mujer española como política es retardaria, es retrógrada; todavía no se ha separado de la influencia de la sacristía y del confesionario, y al dar el voto a las mujeres se pone en sus manos un arma política que acabará con la República.”
Es decir, que no se quería discriminar a las españolas por ser mujeres, sino por ser católicas. Esto no es lo que vas a ver en una serie de Netflix o en la última película nominada a los Goya, pero las actas del Congreso y las memorias de Campoamor son inapelables. El verdadero miedo de los señoros del Progreso era que las mujeres restauraran la España tradicional. Novoa Santos, de la minoría galleguista, lo expresaba claramente: “¿daríamos una vuelta atrás o nos sumiríamos en el nuevo régimen electoral expuestos los hombres a ser gobernados en un nuevo régimen matriarcal tras el cual habría de estar siempre expectante la Iglesia católica española?”
Es gracioso ver cómo los esquemas mentales pueden cambiar de una generación a otra. Hoy muchas se imaginan el matriarcado como una arcadia poblada por emancipadas woke de pelo morado y druidas rodeadas de gatos. Pero cuando se debatía el voto femenino el miedo era que las españolas defendieran su fe y sus costumbres. Preguntar siempre tiene mucho riesgo. ¿Y si resulta que las mujeres prefieren a Teresa de Jesús o Juana de Arco antes que a Greta Thunberg?
Kent nos da la respuesta: “Si las mujeres españolas fueran todas obreras, si hubiesen atravesado un período universitario y estuvieran liberadas en su conciencia, ella se levantaría frente a toda la Cámara a pedir el voto femenino”. Es decir, la diputada progresista estaba dispuesta a permitir que las españolas votaran en el momento en que pensaran como ella. Ella no cabalgaba contradicciones, como la izquierda posmoderna actual. Kent tenía perfectamente claro que la división no era entre hombres y mujeres, sino entre creyentes y laicistas. Entre tradición y revolución.
Que una mujer niegue el voto a las demás mujeres no parece un buen ejemplo de sororidad. Y mucho menos si lo hace en base a prejuicios y estereotipos. Kent era una privilegiada. Era una diputada electa en un país en el que las mujeres no podían votar. Hoy en día el privilegio es un anatema, pero Kent no dudó en usar el privilegio que le habían dado los hombres de su partido para silenciar a las mujeres.
Campoamor no se arredraba. Admitía que la mujer española tenía, mayoritariamente, un espíritu “ultramontano y católico militante”, pero defendía que eso se curaba con la participación pública y el ejercicio de los derechos cívicos. “Dejad que la mujer se manifieste” –exhortó Campoamor desde la tribuna–. “¡Ya se manifiesta en las procesiones!” –le interrumpió a gritos el diputado Tapia–.
Un cronista de La Vanguardia resumía el debate de esos días de la siguiente manera: “Mientras las mujeres vayan al templo y se confiesen, el voto de la mujer es un peligro para la República –según la señorita Kent–. La manera de conseguir que las mujeres dejen de ir a la iglesia y no se confiesen es que voten –sostiene la señorita Campoamor.” Por eso, el voto femenino no solo debería estudiarse en los manuales sobre igualdad, también debería tener un capítulo entero en los de discriminación religiosa.
Finalmente, el sufragio femenino fue aprobado con el apoyo de las derechas y la mayor parte del PSOE. El propio partido de Clara Campoamor votó en contra. Indalecio Prieto, dirigente socialista que en los pasillos había hecho campaña en contra de la línea de su partido, lamentó “que se había dado una puñalada trapera a la República”.
Las izquierdas no supieron digerir el resultado democrático y, como señala Campoamor en sus memorias, volcaron todo su resentimiento en la cuestión religiosa. Así, como represalia, pasaron a tener una actitud de máxima intransigencia. Pedro Rico, de Alianza Republicana, lo expresaba muy bien: “roto el pacto por los socialistas, que en esta votación se han unido a las derechas, nosotros llegaremos a los mayores radicalismos, y si mañana se propusiese que colgasen de los faroles a todos los frailes, nosotros y los radicales lo votaríamos”. En un tiempo en el que la quema de conventos ya había empezado, esta frase era mucho más que un exabrupto. La República acabaría aprobando el sometimiento de las órdenes religiosas, la expulsión de los jesuitas y la posibilidad de incautar sus bienes. “España ha dejado de ser católica”, pronunció de forma pomposa Azaña.
Pero las mujeres dijeron que por ahí no pasaban. Votaron por primera vez en las elecciones de 1933. Y votaron con fuerza. Ganó ampliamente una coalición de derechas variopintas con un programa de mínimos cuyo primer punto era la recuperación del orden y la religión. Las izquierdas culpabilizaron a Clara Campoamor de este vuelco electoral.
La denigración y el supremacismo de las élites progresistas nos dan la medida de la grandeza y la fidelidad de las mujeres españolas bajo la Segunda República. No se dejaron doblegar y defendieron sus ideales con toda el alma.
La Ley de Memoria Democrática dice que “el despliegue de la memoria es especialmente importante en la constitución de identidades individuales y colectivas”. Por eso, desde estas páginas me sumo a una jornada festiva de reivindicación de la identidad femenina. Y aprovecho para rendir tributo a la entereza y piedad de mis abuelas. Gracias a vosotras mis padres me legaron el don que más valoro. Somos los nietos de las beatas a las que no pudisteis callar. Mi reconocimiento a las mujeres despreciadas. A las mujeres excluidas. A las mujeres que resistieron. A las mujeres empoderadas por su fe.