Años de silencio de los conservadores sobre asuntos sociales y culturales han traído, una vez superado el letargo, un afán comunicativo y dialéctico sin parangón. Del énfasis en la gestión, la preocupación por la contabilidad y el fetiche por las tablas de Excel, parapetos tras los que se ocultaba una imaginación política mediocre y perezosa, se ha pasado a un estilo canalla y desinhibido, cultivado a la sombra de nuevos formatos de comunicación digital.
La proliferación de contenidos alternativos en la esfera pública, desde los memes a los vídeos, desde los podcasts a los programas de streaming, ha sido un revulsivo en términos identitarios y ha puesto punto final al páramo cultural en que vivía la no-izquierda. En parte gracias a la impúdica exhibición de lo que antes permanecía sepultado bajo siete llaves, hoy sabemos que aquel consenso que algunos presentaban como balsámico era realmente castrador y antipolítico, pues negaba la diferencia de intereses, la disparidad de criterios o la legitimidad del desencuentro.
Desde este prisma, los efectos saludables de lo que algunos llaman guerra cultural y otros, temerosos de perder un monopolio de décadas, denominan polarización, son evidentes. No hay democracia sin pluralismo. Tampoco la hay sin conflicto. Con todo, conviene no caer en la complacencia o la autoindulgencia. Hay motivos para creer que la tan celebrada vuelta de las ideas no ha traído, en verdad, tanto aire fresco como cupiera pensar y, desde luego, no tanto como cupiera desear.
Cada vez somos más insensibles o impermeables a las demandas del otro porque ya no le entendemos en sus propios términos
En primer lugar, la guerra cultural no ha multiplicado los debates, sino que los ha solidificado, pues ha hecho más firmes y rocosas las posturas en cada bloque, ha dinamitado los puentes entre ellos e incluso ha negado la posibilidad misma de que puedan operar otros ejes de enfrentamiento distintos al izquierda-derecha. A ello han contribuido, sin duda, tanto ese lenguaje importado del marketing que hace creer que uno “compra” el marco del adversario cuando coincide con él en alguna idea, como la burbuja de las redes sociales, auténticas cámaras de eco en las que uno solo sigue, lee y comenta a los que piensan como él, con poco margen para el matiz. Como resultado de todo ello, la conversación se ha visto tremendamente empobrecida. Si la primacía absoluta del relato tecnocrático y socioliberal impedía que ayer conversaran los distintos, los toscos argumentarios de consumo interno que hoy abundan impiden igualmente que pueda establecerse debate fructífero alguno.
En segundo lugar, la guerra cultural ha favorecido un proceso de extrañamiento que ha de alarmar a cualquiera que sostenga una noción integral u holística de la vida en comunidad. Cada vez somos más insensibles o impermeables a las demandas del otro, porque ya no le entendemos en sus propios términos, a partir de sus conceptos y sus significados, sino que lo hacemos a partir de las caricaturas reconfortantes que de él nos hacemos. A la espera de poder entablar un diálogo afilado, vivimos en un infinito monólogo de memes, frases hechas y lenguaje autorreferencial. Una barra libre para convencidos.
En tercer lugar, como se puede adivinar, la guerra cultural se ha dado sin ninguna carga de profundidad, lo que ha creado un amplio foso entre los mensajes más retuiteados en una red social, los términos más utilizados por un youtuber de éxito o los símbolos reivindicados por un político, y las preocupaciones de la gente corriente. Si no lo entiende tu padre, tu tía, o el camarero de tu bar de confianza, cabría decir, entonces no es guerra cultural, es onanismo ideológico.
En esto la derecha desacomplejada se diferencia poco de las frivolidades y las creencias de lujo de la izquierda pija. Urge salir de los circuitos cerrados y volver a transitar por amplias avenidas. Tal vez entonces algunos descubran que lo que creían gigantes eran molinos, y que algunos asuntos que les parecían molinos eran, en verdad, gigantes. Tal vez entonces se deje de hablar tanto de lo accesorio y superficial, y se comience a prestar atención a lo medular, prácticamente desterrado de la imaginación política.
Bajémoslo a tierra. El retorno de la pasión política no ha servido para que la derecha articule un plan de vivienda o un remedio poderoso para la despoblación. Tampoco para que la izquierda reflexione sobre el mantenimiento de tantos vínculos que la gente ama y que hoy están en trance de desaparición. Ni unos ni otros parecen especialmente concernidos por el avance de la tecnología y sus efectos sobre la vida de las personas, sus empleos o los lugares que habitan. Y así podríamos seguir con una larguísima colección de temas que no se prestan a una rápida llamada a filas. Temas que, por su propia naturaleza, compleja, requieren de aproximaciones que trasciendan las etiquetas y recetas del siglo XX, con las que aún hoy se siguen afrontando.
En algún momento tendremos que pensar en nuevas síntesis que permitan articular el mundo que viene, postliberal, relocalizado, supraindividual, en el que el bienestar económico colectivo ya no está asegurado por una malla de seguridad y en el que las libertades personales y grupales están en entredicho. Un mundo como ese es un mundo en el que se han trastocado los antiguos ejes ordenadores de la vida en sociedad y en el que, por tanto, un izquierdista y un derechista comunitarios, soberanistas, populistas o proteccionistas pueden compartir más entre sí que con las otras familias políticas que suelen ubicarse en su lado de la brecha.
Quizás un conservador preocupado por el efecto asfixiante de la corrección política encuentre más nutritivas las propuestas de democracia radical y adversaria de Chantal Mouffe, por mucho que esta ahonde en el conflicto, que la definición parca, tecnocrática y abúlica de lo público que a veces parece ser el único norte del liberalismo. O estime más interesante las críticas de Constanzo Preve al antifascismo y el anticomunismo como mitos incapacitantes y anuladores del debate que la borrachera de símbolos de los años treinta que algunos plantean como panacea.
Tal vez un conservador enamorado de sus raíces pueda armar un discurso propio sobre barrios populares y gentrificación si, en lugar de seguir a pies juntillas a los gurúes inmobiliarios, extrae aprendizajes de lo que algunos sociólogos o geógrafos de izquierdas han dicho sobre la fragmentación de la experiencia urbana en la ciudad moderna y la necesidad de recomponer los lazos sociales, desde Georg Simmel y Louis Wirth a Henri Lefebvre y David Harvey. O mejor incluso si, en lugar de leer a estos autores, se pasa una mañana por la asociación de vecinos de su barrio. Verá que la mayor parte de las cosas que escuche tendrán un inequívoco aroma reaccionario.
Tres cuartas partes de lo mismo sucede con las campañas ecologistas por la preservación del patrimonio histórico, natural o paisajístico ante el avance de la piqueta y la imposición del feísmo arquitectónico, anulador de toda distinción. O con la lúcida crítica de Richard Sennett a la pérdida de certezas y a la inseguridad laboral en el nuevo capitalismo, mucho más pertinente como brújula moral que las últimas declaraciones del CEO de Glovo. Hay más defensa de la permanencia, la estabilidad y el valor del trabajo en La corrosión del carácter que en todas las campañas de la derecha basada.
Para poder ofrecer una respuesta certera a los nuevos retos del presente (…) es preciso restaurar la conversación
Incluso es más que probable que un conservador inquieto por la fragilidad de los vínculos obtenga más provecho en los análisis de César Rendueles sobre la sociofobia y el ciberfetichisimo, consecuencias negativas de la cacareada utopía digital, que de la lectura de un manual para introducirse en el mundo de las Bitcoins.
Valga este puñado de ejemplos como una muestra de la fertilidad de algunas hibridaciones. Para poder ofrecer una respuesta certera a los nuevos retos del presente, y para poder garantizar la continuidad de la comunidad política, esto es, para mantener al otro cerca, más allá de los sanos antagonismos y las necesarias desavenencias, es preciso restaurar la conversación. Es decir, volver a habilitar cauces para el encuentro, la escucha y el disenso. Para que discrepemos, mucho, en lugar de seguir gritando en silencio. Por eso, el valiente hoy no es el que sale de la trinchera para lanzar una granada al adversario, sino aquel que es capaz de apreciar qué puede haber de fructífero en la otra orilla, aunque sea para combatirlo. La guerra cultural solo será eficaz si sus participantes se parecen más a la pluralidad de los españoles que a la uniformidad de una asamblea militante. Solo reconociendo esas diferencias estaremos en condiciones de encontrar materiales con los que soldar nuevos consensos.