“[La inmigración] es una de las fuentes más importantes de la grandeza de Estados Unidos… Cualquier persona de cualquier rincón del mundo puede venir a Estados Unidos a vivir y convertirse en estadounidense… Extraemos nuestra gente, nuestra fuerza, de todos los países y rincones del mundo»
Ronald Reagan
Era el mejor de los tiempos. La opinión conservadora se imponía a la sombra de dos gigantes, aún hoy iconos de la ‘derecha buena’: Reagan y Thatcher. Había caído el Muro de Berlín y, con él, casi en todas partes, la pesadilla del comunismo. El mundo podía cobrarse un ‘dividendo de la paz’, bajo la benévola guía de la primera democracia del orbe, unos Estados Unidos constituido en la única superpotencia. Ya apenas quedaba nada por hacer, más que certificar –como se hizo– el Fin de la Historia.
Era el mejor de los tiempos y, sin embargo, esos dos colosos venerados por la derecha trajeron por iniciativa propia algunas de las peores plagas de nuestros días aciagos. Ya contamos en estas mismas páginas la oscura historia de cómo Margaret Thatcher, entonces en pugna con los sindicatos del carbón, fue instrumental en la creación del mito del Cambio Climático Antropogénico, raíz de un totalitarismo creciente y un empobrecimiento evidente.
Pero el error de Reagan tiene consecuencias mucho más profundas, quizá irreversibles. Porque fue Reagan quien, con su Ley de Reforma y Control de la Inmigración (IRCA) de 1986 (en la fotografía, el día de su firma), cambió para siempre la composición demográfica de su país, creó una mentalidad inmigracionista y consolidó la absurda noción de que Estados Unidos, más que ser una nación como cualquier otra, dependiente de una población concreta, era “una idea”.
Todas las naciones se basan en su población, son conformadas por su población. “Estados Unidos es un país de inmigrantes” es un mantra ridículo, al menos absurdamente hiperbólico. Estados Unidos es un país creado por colonos, que es algo muy distinto. Esos colonos, procedentes en su abrumadora mayoría de las Islas Británicas, crearon el país, no emigraron a él, y lo crearon con mentalidad anglosajona, la Common Law inglesa, el idioma inglés, costumbres y concepciones del mundo inglesas. Quienes luego se fueron incorporando al nuevo país, procedentes casi exclusivamente de Europa, tuvieron que hacer suya esa estructura inglesa antes de poder integrarse plenamente. Y así, con una población abrumadoramente europea se mantuvieron la mayor parte de su historia. Por eso fueron una nación real, cohesionada.
En 1986, fecha en que Reagan aprobó la fatídica IRCA, según datos históricos del censo de Estados Unidos, la población de origen europeo, 192 millones, aún representaba aproximadamente el 80% del total, 240 millones de personas. En 2023, la población de origen europeo representaba el 57.1% de la población total, equivalente a unos 202.6 millones de personas de una población total de aproximadamente 335 millones.
Con la Ley de Inmigración de 1986, Reagan amnistió a casi 3 millones de inmigrantes ilegales (primero 2,6 millones y luego 300.000 menores) que habían entrado ilegalmente en el país antes de 1982.
La idea, terminalmente ingenua, era que la IRCA limitaría la inmigración ilegal en el futuro con medidas como castigos más severos para los empresarios que contrataran a ilegales. Pero estas medidas no llegaron a incluirse en la ley por presión del Partido Demócrata, lo que no impidió a Reagan firmarla.
De la noche a la mañana, literalmente, había tres millones de nuevos estadounidenses. Y la primera consecuencia de ello es que el Partido Demócrata tenía un nuevo caladero de votos, porque estos ‘nuevos americanos’ votaban abrumadoramente por el partido de Joe Biden.
La segunda, bastante más grave, fue que lejos de desanimar la ley la llegada de nuevos ilegales, los multiplicó: millones y millones de ilegales cruzaron el Río Grande hacia Estados Unidos en las décadas siguientes. Después de todo, si los millones de ilegales anteriores se habían convertido en ciudadanos estadounidenses, ¿por qué ellos no?
Y así se llega a los treinta millones o más de indocumentados que se calcula viven ahora en Estados Unidos. Solo bajo el mandato de Sleepy Joe entraron más de diez millones, y ya había en territorio norteamericano más de veinte millones, según un estudio de Yale/MIT.
Se supone –subrayo: se supone– que estos ilegales no pueden votar, al menos. Pero si sus hijos nacen allí, se convierten automáticamente en ciudadanos estadounidenses gracias a una demencial ley de ciudadanía basada en el ius soli. Ese es, por cierto, el origen de los llamados anchor babies, o bebés ancla, hijos que los extranjeros procuran tener en territorio norteamericano para que se conviertan en ciudadanos de pleno derecho, incluso si los padres ni siquiera han emigrado.
Y estos ‘nuevos americanos’ viven, sobre todo, en California, precisamente el estado del que fue gobernador Ronald Reagan antes de alzarse con la presidencia. Y esto se ha traducido en un permanente vuelco electoral. Cualquiera que observe el mapa electoral de 1986 podrá comprobar que casi todos los condados californianos votaban mayoritariamente republicano. En las elecciones de 2024 se había llegado a la situación inversa: casi todos los condados votan demócrata. Esto se ha reflejado en las elecciones, junto con otros cambios demográficos en el estado. California se ha convertido, básicamente, en un estado de partido único, y ahí los demócratas hacen y deshacen a su antojo.
Este régimen, basado en un voto garantizado a lo largo del tiempo, ha permitido a los políticos californianos aplicar el tipo de ‘experimentos’ de ultraizquierda que solo son posibles en sociedades totalitarias, como políticas ‘verdes’ que paralizan toda actividad industrial y les hacen completamente dependientes de la importación de energía eléctrica.
Este funesto estado de cosas, ampliado al país entero, es lo que le espera a Estados Unidos a menos que Trump se salga con la suya y logre enderezar el rumbo. Y es que, aunque les suene a blasfemia a los de la derecha clásica, si Trump quiere evitar el desastre, tiene que hacer exactamente lo contrario que Ronald Regan, empezando por California: blindar la frontera, deportar a todos los ilegales, castigar duramente a quienes se lucren con la inmigración ilegal y cambiar urgentemente una obsoleta y absurda ley de ciudadanía.
Paradójicamente, el adalid contra el comunismo vino a caer en uno de los errores más notorios del socialismo: ignorar la ley de las consecuencias no deseadas. Es decir, creer que una acción política va a tener solo las consecuencias que se pretenden, y no todas aquellas, fácilmente predecibles, que se puedan derivar de la medida en cuestión.