La política es mucho más impredecible de lo que podemos pensar. El candidato con más dinero y más periodistas no siempre gana las elecciones, como comprobó Hillary Clinton. El candidato con un mensaje de sacrificio no siempre pierde, como demostró Javier Milei. El candidato más asesorado comete estupideces sin fin, como hizo Alberto Núñez Feijóo en 2023. Y el candidato más popular puede hundirse por sus propias decisiones, como vamos a ver.
LBJ, OTRA BAJA EN VIETNAM
En las elecciones presidenciales de 1964, el demócrata Lyndon B. Johnson, sucesor de Jack Kennedy, obtuvo el mayor porcentaje de voto popular desde 1820, en que sólo hubo un candidato. Con su 61% de voto superó en unas décimas el resultado de su admirado Franklin Roosevelt en 1936.
En su mandato, inaugurado en enero de 1965, aplicó la Ley de Derechos Civiles impulsada por su predecesor y promovió la legislación de la Gran Sociedad, que introdujo Medicaid y Medicare. Fue el primer demócrata en llevarse más del 90% del voto negro. A pesar de sus modales toscos y de su pasado racista y corrupto, contó con el respaldo de la clase intelectual. Con semejantes logros cabría haber esperado su reelección en 1968, pero renunció a competir por ella después de quedar por debajo del 50% del voto en las primarias de New Hampshire. El 31 de marzo anunció que no buscaría la nominación de su partido para un segundo mandato.
El motivo del desprestigio de LBJ fue la guerra de Vietnam, que había comenzado la Administración Kennedy, de la que él formaba parte. Su Gobierno se inventó el ataque por lanchas armadas de Vietnam del Norte a buques de la Armada de EEUU para conseguir que el Congreso aprobara en agosto de 1964 la resolución del golfo de Tonkín. Dispuso así de una autorización para emplear la fuerza militar sin una declaración de guerra formal.
En los años siguientes, LBJ envió a Vietnam del Sur más de medio millón de militares, la mayoría de recluta obligatoria. La guerra se alargaba y los norvietnamitas resistían los bombardeos. La impopularidad de la guerra, retransmitida por la televisión, convirtió a Johnson en un prisionero que apenas salía de la Casa Blanca y cuando lo hacía se enfrentaba a todo tipo de protestas.
LA LARGA LISTA DE ERRORES DE BIDEN
La versión oficial de las elecciones de 2020 pretende que Joe Biden es el presidente más votado de la historia de Estados Unidos, con 81 millones, siete millones más que Donald Trump, que aumentó de menos de 63 millones en 2016 a 74 millones. Pero su presidencia ha visto un desplome continuo de su aprobación, a pesar de que los medios de comunicación, totalmente entregados a él y a sus patrocinadores, conspiraron al principio de su mandato para ocultar su senilidad. En marzo de 2021, llamó al presidente ruso Vladímir Putin “asesino”, le acusó de manipular las elecciones de 2020 y 2016 en favor de Trump y aseguró que “respondería” por todo ello; y en agosto ordenó la retirada desordenada de las tropas de EEUU de Afganistán, donde habían muerto unos 2.500 militares norteamericanos.
Después se acumularon otros acontecimientos: la corrupción de su hijo Hunter Biden, descalificada en la campaña electoral por la prensa de kalidá como “desinformación rusa”; los negocios del resto de su familia; la invasión rusa de Ucrania; los millones de inmigrantes ilegales que han entrado en el país y los planes de los demócratas para convertirlos en ciudadanos con derecho a voto; la inflación y la subida de los tipos de interés, que empobrecen a las clases media y baja; el apoyo de la Casa Blanca a las leyes trans, a la mutilación de niños y al adoctrinamiento de extrema izquierda en las escuelas; su deseo de promulgar una ley que convierta el aborto en derecho federal; las investigaciones sobre las medidas tomadas durante la epidemia de covid; la lista de los asistentes a la isla burdel de Jeffrey Epstein; la sospecha de que la incapacidad de Biden y los nombramientos de su gobierno hacen que éste sea el tercer mandato de Barack Obama y su camarilla.
El último factor, que podría ser decisivo en las próximas elecciones presidenciales del 5 de noviembre, es la guerra de Gaza. Este conflicto, comenzado en octubre de 2023, cuando un ataque terrorista de Hamás mató a unos 1.200 israelíes, está rompiendo el difícil equilibrio interno del Partido Demócrata, un bloque de grupos con intereses a veces contrapuestos, a los que los candidatos deben tratar con el mismo cuidado que un malabarista los platillos que mantiene girando sobre palillos.
La comunidad judía escogió en 2020 de manera abrumadora la papeleta de Joe Biden y Kamala Harris. Un 77% según una encuesta, por sólo un 21% para la de Donald Trump y Mike Pence. El dato llevó a Trump a quejarse de la ingratitud de los judíos ante sus esfuerzos para obtener el reconocimiento de Israel por varios países árabes. Otra de las comunidades que han hecho del partido azul su casa es la musulmana, que optó por Biden en un 83%, cerca del 87% marcado por los negros.
En el censo de 2008, los musulmanes eran poco menos de 1,4 millones, mientras que los judíos alcanzaban los 8,8 millones de personas. Éstos, además, gozan de más influencia en la política, la economía y los medios de comunicación. Sin embargo, los musulmanes tienen un fuerte crecimiento demográfico, impulsado por la natalidad y la inmigración causada, en parte, por las guerras en sus países de origen. En la actualidad se calcula que rondan los 3,5 millones; un 1,1% de la población nacional. Los técnicos del Partido Demócrata les han enseñado a organizarse políticamente y, en estos meses, han arrastrado a sus protestas a miles de estudiantes universitarios, a activistas movilizados en 2020 por el movimiento de extrema izquierda Black Lives Matter y a viejos progres.
Dado el peculiar sistema electoral, los musulmanes son decisivos en los estados que hace cuatro años pasaron del rojo al azul. En Georgia, donde votaron unos 61.000 musulmanes, venció Biden, según el dudoso recuento, por menos de 12.000 papeletas. En Pensilvania los musulmanes que emitieron su voto fueron cerca de 125.000; allí Biden superó a Trump por 81.000. En Wisconsin la ventaja de Biden fue de unas 20.000 papeletas, inferior a los 25.000 votantes musulmanes. En Michigan las cifras son de 200.000 votantes árabes inscritos en el censo y 155.000 votos de ventaja para Biden. Por último, en Arizona el ticket demócrata rebasó al republicano por unos 11.000 votos; los votantes musulmanes fueron 25.000. Si en tres de esos cinco estados, los musulmanes se hubieran abstenido, Trump seguiría siendo presidente.
La candidata del Partido Verde, Jill Stein, a quien la Policía detuvo en abril en una protesta en una universidad de San Luis (Misuri), está convencida de que Biden ha perdido ya el estado de Michigan, hogar de la mayor concentración de musulmanes de EEUU, y probablemente la reelección.
Las protestas que padeció Johnson empiezan a sufrirlas los ministros de Biden. Hace unos días, su secretario de Estado, Anthony Blinken (otro cargo recuperado de la Administración Obama), fue insultado como “asesino” en una sala de audiencias del Senado, mientras comparecía para explicar el nuevo paquete de ayuda de EEUU para Israel y Ucrania.
LAS MINORÍAS DEVORAN AL PARTIDO DEMÓCRATA
Las primarias han acabado en los dos partidos y este verano se celebrarán las convenciones para la nominación oficial de los dos candidatos que ya conocemos todos. Biden se negó a retirarse pese a las peticiones e insinuaciones hechas por los mandamases demócratas y los pundits progres. Por ello sabemos que, al menos, mantiene el instinto de supervivencia. Si él se retirara, la impunidad de su clan se desplomaría y varios de sus miembros seguramente serían juzgados.
Las encuestas y los mismos demócratas dan por inevitable una victoria de Trump el 5 de noviembre. Yo no la creeré hasta que la CNN la reconozca, porque el partido de FDR y JFK es un maestro de los pucherazos. Pero aunque se produjera un sorprendente triunfo de Biden, el Partido Demócrata va a ser devorado por el dragón que ha alimentado durante décadas.
La diversidad que ha introducido en la sociedad, con cientos de miles de inmigrantes venidos de todo el mundo y mantenidos con dinero arrebatado a los ciudadanos, junto con la epidemia de las identidades (raciales, sexuales, religiosas…) diseminada desde los claustros de las universidades y las fundaciones, ha avivado un odio que no existía en el país desde los años 60.
Los artículos, los ensayos académicos y las películas sobre una inminente guerra civil en el país no pasan de ser especulaciones intelectuales o negocios del mundo del espectáculo, porque no parece posible que las hordas de wokes veganos y mastectomizados estén dispuestas a tomar las armas para invadir el flyover country a fin de imponer el aborto y los baños unisex. Sin embargo, representan un sentimiento creciente de que Estados Unidos ha dejado de ser el sueño en el que sólo parecen creer los empleados de las ONG y los propagandistas del complejo militar-industrial.
Hay, sí, dos Américas: la de las costas, cada vez más multirracial y, a la vez, más insegura, y la del interior. La primera se aproxima a una de las ciudades que aparecen en distopías como Blade Runner y Dredd, en la que no faltan zombies, que son los desdichados consumidores de fentanilo. La segunda trata de sobrevivir a los experimentos (impuestos con fuerza legal y cárcel) de unas oligarquías enloquecidas, corruptas y belicistas, aunque con la desesperación que le da saber que su país está desapareciendo bajo el alud de una demografía alterada por los poderosos y los buenistas.
La anterior crisis nacional abarcó casi veinte años, de 1960 a 1980. Las conmociones en la presidencia dan idea de su intensidad. Hubo cinco presidentes: el primero fue asesinado, el segundo renunció a la reelección, el tercero dimitió, el cuarto fue designado y el quinto fue humillado. Ronald Reagan, un verdadero unificador, cerró, aparentemente, esa fase. Sin embargo, las élites soberbias, los mejores y los más brillantes, como los definió Kennedy (“the best and the brightest”), perdieron la guerra caliente de Vietnam, aunque acabaron ganando, en su patria, la guerra cultural, más larga y letal.
El progresismo de Estados Unidos ha fragmentado su partido-ariete y su país de la misma manera que el catalanismo ha escindido Cataluña y, gracias al PSOE de Sánchez, el resto de España. Los destructores no se hallan al otro lado del muro, sino dentro de la ciudad. Derrotarlos es imprescindible para nuestra supervivencia.