Como hombre honrado y profundo conocedor de la complejidad del alma, Thomas Mann nunca habló de sus creencias políticas con contundencia y “con voz totalmente firme”. Podríamos decir incluso que una convicción política concreta estuvo ausente siempre en el transcurso de su vida, salvo un sentimiento profundo, la comprometida defensa de la humanidad en general y “un amor a la vida que impera responsable” (La Montaña Mágica). Estas vacilaciones ideológicas –del nacionalismo romántico extremo y muy conservador a principios de la Iª Guerra Mundial a abrazar la causa de Friedrich Ebert en la República de Weimar– nunca fueron oportunistas; al contrario, le causaron graves problemas personales, y fueron sólo producto de las reacciones que la realidad producía en su corazón de hombre sensible y bueno, que sabía que no conocería nunca la verdad entera. “El dominio sobre sí mismo casi siempre tiene el aspecto de la traición a sí mismo, y de la traición en general”, afirma en 1924, en su «Preámbulo a una celebración musical nietzscheana”.
Su primer gran libro de “pensamiento político” fueron Consideraciones de un apolítico, casi un manifiesto elaborado durante la Iª Guerra Mundial, una revelación eruptiva del ser alemán, en la que da los primeros pasos hacia la democracia, consciente, sin embargo, de los excesos que puede entrañar este sistema “nada alemán”. Para Mann la democracia es, además, el sistema político y la civilización que mejor puede venir a un literato en general, a un artista. Hay en este libro una valiente irrecusabilidad de una revisión de todos los fundamentos políticos y de oficio que tenía el artista, y gran parte de los demás artistas alemanes. Aquí el escritor se muestra perturbable y, a la vez, escrupuloso, con todo lo que ocurre, que le incumbe obligatoriamente. Los tiempos eran de tal índole que no podía distinguirse diferencia alguna entre lo que incumbía a Alemania y lo que no incumbía al individuo. La patria aparece como lo más íntimo de uno mismo. En este libro Mann, como buen patriota, sufre en él despiadadamente los sufrimientos de Alemania.
Con la aparición del nazismo Thomas Mann tuvo reflexiones que también podíamos aplicárnoslas a nosotros mismos, los españoles que vivimos aún atenazados por el mito machadiano y tenebregoso de las dos Españas: “No hay dos Alemanias, una mala y otra buena, sino solamente una, lo mejor de la cual revirtió en el mal en virtud de una argucia diabólica. A todo alemán nos resulta imposible negar por completo la Alemania perversa, cargada de culpas, y declarar: “Yo soy la Alemania buena, la noble, la justa, ataviada con su blanco vestido; os entrego a la perversa para su exterminio” (esa maldad sólo queda para naciones mendaces y oportunistas como la española). Y sigue implacable consigo mismo, él que fue desposeído de la nacionalidad alemana con prohibición de sus libros. “Todo hombre tiene en sí todos los crímenes humanos, todo alemán tiene en sí todos los abusos alemanes, incluso los que participaron en su condición de víctimas.”
Intelectual jamás doctrinario ni de caminos políticos prefijados, los pensamientos políticos de Mann él mismo los calificaba de “estocadas dialécticas en la niebla”. Jamás creyó que constituyera la esencia ni el deber del escritor el adherirse “con aullidos” a la dirección principal en la cual avanza la cultura en un momento dado. Más aún, Thomas Mann fue un genio contracorriente que despreciaba la casquivana libertad de los que siempre van a la moda, estética o política. “Lo más mezquino y desdeñable de la tierra no es el arte subordinado, sino la “espiritualidad” subordinada”. No comparte las ideas de Hegel y su modo de pensar fatalista, su creencia en la mayor razón del victorioso, su justificación idolátrica del “estado” real (en lugar de la “humanidad”). Muy influenciado por Schopenhauer, su compasión por la humanidad era un medio para la redención, no para el mejoramiento en algún sentido político-intelectual opuesto a la realidad. En el caso de Mann la vivencia de la autonegación del espíritu en beneficio de la vida se convirtió en ironía, que es la autonegación, la autotraición del espíritu en beneficio de la vida, entendiéndose por “vida” la amabilidad, la dicha, la fuerza, la gracia, la agradable normalidad de la trivialidad, de la falta de espíritu. Nunca fue amigo T. M. del siglo XX, le repugnaba la dominación de los ideales, y que el arte tuviera que efectuar propaganda por reformas de naturaleza social y política, y tenía probado en sus propias carnes el autor de Los Buddenbrook que si te negabas a este colaboracionismo con los ideales el siglo te llamaba “parásito”. Siempre se sintió habitante del siglo XIX.
Para el antipolítico Thomas Mann, como buen alemán, “política” y “democracia” eran conceptos sinónimos que entrañan una identidad de sentido, “casi” como en Aristóteles, aunque el Estagirita no creyese en la democracia periclea. Se es político o no se es. Y si se es, se es demócrata. “La fe en la política es la fe en la democracia”, sentenciaba Mann. Y ello, sin embargo, no es intolerancia doctrinaria. Y, sin embargo, Mann reconocía con valor intelectual que el pueblo alemán jamás podría amar la democracia por la sencilla razón de que no podía amar la propia política, y que el hoy muy desacreditado “estado autoritario” era, en realidad, la forma de gobierno apropiada al pueblo alemán, la que le correspondía y la que, en el fondo, deseaba. Ahora bien, esto no es subestimar al pueblo alemán. En efecto, existen pueblos extremadamente “políticos”, pueblos que jamás salen de la incitación y la excitación política, y que, no obstante, en virtud de una total carencia de capacidad para la organización, jamás han llegado a nada en la tierra, según T. M., como son los polacos y los irlandeses; tal cual lo dice el nunca políticamente correcto nóbel alemán. La diferencia entre espíritu y política, según él, contiene la diferencia entre cultura y civilización, entre alma y sociedad, entre libertad y derecho del voto, entre cosmopolitismo e internacionalismo. Y Alemania ha nacido para los primeros términos. Jamás debería constituir la misión ni la tarea de Alemania, su “destino”, la concreción política de ideas o de una filosofía o modo de pensar como base de la sociedad y del Estado. Mann siempre consideró imposible que las democracias nacionales pudieran agruparse en una democracia europea. La historia posterior le ha quitado la razón, o no.
Liberal conservador en el fondo –lo que no le impidió su amistad con marxistas de la talla de un Georg Lukács–, de dignidad indesmayable, se enfrentó al nazismo, luego se enfrentó al macartismo, dijo siempre lo que pensaba, y nunca le pareció mal cambiar de postura política si su sentimiento humanitario lo exigía. Hoy, como en la época de Consideraciones de un apolítico, en el alma de Alemania se dirimen las contradicciones espirituales de Europa, se “llevan a término”, en el doble sentido de llevar a término una lucha o embarazo. Sin Alemania –pero no con la Alemania de la Osita entregada a la Europa woke–, pensaba el gran escritor, Europa sería un poco vulgarmente humana, trivialmente corrupta, femeninamente elegante, con algo de bandolerismo de colegiales, como el de Boris Johnson, y de fanfarronería “democrática”, una Europa de Montecarlo. Lo que es precisamente ahora con la alemana Osita. Finalmente, como pensador y esteta no quiso saber nada de los políticos, lo mismo que el joven Nietzsche, al que admiraba: “Aquel que tenga el furor philosophicus en el cuerpo, ya no tendrá tiempo en absoluto para el furor politicus, y se cuidará sabiamente de leer periódicos todos los días ni mucho menos servir a un partido”. Para Mann la política fue siempre lo contrario al esteticismo. Ser político era para él la única posibilidad de no ser esteta. Siempre creyó que las obras de la literatura prevalecen sobre los hechos políticos, puesto que han emanado de la inteligencia inocente y pura, que se alza como un perfume por sobre este mundo de la voluntad. Estaba de acuerdo con Strindberg respecto a la irracionalidad de la partidocracia: “Vosotros, los hombres de partido, sois como los gatos tuertos. Algunos sólo ven con el ojo izquierdo, otros con el derecho, y por eso jamás podéis ver ‘estereoscópicamente’, sino que siempre veis las cosas planas y desde un solo ángulo”.
La palabra “democracia” fue siempre para él semejante a una audición polifónica, en donde es imposible distinguir las voces, que forman más ruido que música, ya que nada saben las unas de las otras. Curiosamente, nuestro José María Pemán tenía la misma definición “thomasmaniana” de la democracia.