Toldos verdes o minipisos

La crisis de la vivienda de 2025 no está tan lejos de 1920 y 1960, pero difieren las respuestas de las élites y su sentido de la comunidad

Cada mañana, cuando levanto la persiana de la habitación, lo primero que veo es una vieja placa del Ministerio de la Vivienda en el edificio de enfrente. Se trata de un ejemplar típico del desarrollismo. Fachada de ladrillo, bajos comerciales, terrazas de tamaño medio, toldos verdes y el yugo y las flechas a modo de frontón sobre el portal. Si me asomo a la ventana del salón, del mío, claro, me topo con una réplica del espécimen anterior. Con su ropa tendida, su enredadera de cables, sus cuatro alturas y sus barandillas blancas comidas por el óxido, sí, pero barandillas, al fin y al cabo. Barandillas que guardan una galería. Un balcón grande que yo no tengo y ellos sí. Un palco a la vida social. Salgo a la calle y la estampa tampoco varía demasiado. Entre casas bajas (testigos de un pasado periurbano que ya fue y no volverá) y promociones de obra nueva (símbolos de una época regañada con la belleza) descuellan más y más placas que pasan inadvertidas en el devenir urbano.

Algunas son del Instituto Nacional de la Vivienda, otras del Ministerio de la Vivienda. Y otras, más antiguas, son de las acogidas a los beneficios de la ley de 15 de julio de 1954 o del decreto ley de 19 de noviembre de 1948. Total, que lo que lo que un flâneur podría creer que es un gueto dominicano, con su enjambre de peluquerías latinas, locutorios y locales de envío de dinero, es en verdad un gueto joseantoniano. Un auténtico paraíso de la vivienda de protección oficial. Con su memoria de familias humildes que un día se convirtieron en dueñas de sus casas y sus placas ajadas aguardando una resignificación que llega desbocada y vertiginosa al barrio, a Madrid y a toda España.

Si quieres experimentar con otros, coliving. Si buscas evadirte del trajín de la gran ciudad, narcopiso. ¿Eres un romántico? Hoy puedes tener tu nidito de amor en una auto-caravana. O tu zulo de lujo en un semisótano.Que no sea por falta de opciones. Libertad de elegir y todo eso. ¿Te va el diseño de interiores? Atento a esta carnicería reconvertida en estudio con entrada desde la mismísima calle. ¡Las meadas de perro en la puerta vienen incluidas en el precio! ¿Aburrido de cruzarte a diario con tu vecino avinagrado? ¡Disfruta las ventajas de tener un piso turístico o una casa okupa al otro lado del rellano! ¡Nunca sabes qué aventura te depararán! ¿Lo tuyo son las alturas? Diza Consultores tiene un catálogo de áticos millonarios con todo lo que necesitas en tu día a día: vestidor, living room, despacho para teletrabajo, sala de gym, piscina infinity y lo más importante: una sola habitación, no sea que te dé por tener hijos. Por último: ¿eres de los que vive pegado al segundero? Con nuestro alquiler de temporada garantizamos que nunca echarás raíces en ningún lado. Carpe Diem, hermano. Fluye, bro.

Eso sí que es una resignificación y lo demás son tonterías. Qué manera de dar la vuelta a la tortilla a la cultura de la propiedad que había en este país. Por fin hemos dado carpetazo a todos esos rollos de la estabilidad, los apegos duraderos, los críos jugando en la calle y los abuelos echando la partida en el bar. Los barrios de siempre son algo rancio, digno de Cuéntame. No me vas a comparar la España de los toldos verdes, tediosa y plomiza, sin gracia ninguna, con el salseo de vivir en el pequeño Caribe, en Little Caracas, en el China Town o con las ventajas de poder celebrar el fin del Ramadán en la plaza de tu pueblo. Enriquecerte culturalmente sin necesidad de viajar ni gastar mucho. Ya no hay que coger el avión. Basta con pillar el metro. Otro derecho conquistado. ¿Y lo de ser dueño? Qué obsesión, chico. Tú mejor no compres, que ya compran a tocateja mis amigos rusos, indios, mexicanos o norteamericanos. A ti te desposeen de lo que otro acapara. ¡El país de los propietarios convertido en patio de recreo de los ricos de todo el mundo! ¡Tu barrio convertido en una casilla del Monopoly!

Desde que somos europeos la vida es una montaña rusa de emociones. Una suerte de pacto contra la tranquilidad y el apalancarse. Chavales adictos a las notificaciones de bajada de precio de Idealista. Parejas-caracol, que llevan la casa a cuestas y no pueden planificar donde estarán al año siguiente. O al mes siguiente. Tipos que peinan canas compartiendo balda de nevera con desconocidos. Récord de operaciones de nuda propiedad. Vidas sometidas al vaivén de un fondo de inversión en Luxemburgo. Familias expulsadas de su barrio por la gentrificación o por la degradación. O por una suma de ambas, que es lo que pasa en cada vez más sitios: Pablo Martínez y Laura García emparedados entre la hipsterización y la tercermundización, entre buitres y bandas, entre la especulación y la inseguridad, entre precios que no se pueden permitir pagar y calles que no se pueden permitir pisar. El tren de la modernidad lleva cada vez a estaciones más insospechadas y excitantes. Todos nacimos en hogares en propiedad. Dónde nacerán nuestros hijos, si es que los tenemos (hazaña en la España sempiternamente líder del paro juvenil y en la que la edad media de quienes habitan un piso compartido es 34 años) es todo un misterio.

MALAS IDEAS, MALAS REALIDADES MATERIALES

Ha sido tan vasta la resignificación que a pesar de lo mucho que se habla hoy de la vivienda son pocas las voces que repelen esta vuelta al nomadismo, el pobrismo y la soledad. Al decrecentismo, vaya. Todo lo contrario. Hay todo tipo de ideas de bombero en la parrilla política-mediática-económica. Están, como el alcalde de Málaga, los que proponen los mini-pisos como gran alternativa habitacional al desastre residencial de España. Un chamizo de 35 metros cuadrados y a correr, chaval. Que hay muchas pensiones y chiringos que pagar. Imagínate en una nueva pandemia: 35 metrazos cuadrados para ti solo y tu novia, campeón. Y no te preocupes: habrá ventana para que puedas salir a aplaudir. Desde el Gobierno nacional no se quedan cortos y prometen una construcción industrializada (sí, siete años después) que, conociendo al personal y sus logros, suena a tugurios de cartón-piedra con etiqueta de eficiencia energética o a antros plegables y desmontables, como si fueran tiendas de campaña.

También están los de las cápsulas para dormir, un remedo de las camas calientes o, incluso peor, de aquellos rope rooms del Londres victoriano, donde los jornaleros podían dormir colgados de una cuerda cruzada en una habitación. Y no faltan, tampoco, los que escriben a sueldo de la patronal del coliving, si es que tal cosa existe. Que también es posible que haya plumillas encantados de contar las bondades del chabolismo en altura desde su buhardilla de Lavapiés solo por amor al arte. Con convencimiento, vaya. ¿Harto de discutir con tu hermano, cansado de las broncas de tus padres? Ven a hacer turnos para entrar al baño con estudiantes internacionales, nómadas digitales y un par de sinpapeles. Un espacio multicultural, feminista y antifascista.

Cada época tiene sus respuestas a sus crisis. Las de la nuestra no pueden ser más elocuentes. Malas ideas engendran malas realidades materiales. Y malas realidades materiales engendran malas ideas. Y así sigue la rueda. Los habrá timoratos o que pongan pegas, pero lo cierto es que defender la vivienda protegida no es de franquistas, por mucho que dichas políticas vivieran una edad dorada en aquella época. Hubo iniciativas parecidas en otros países mediterráneos y fue moneda de uso corriente en España hasta los dosmil. Desde los cincuenta hasta entonces se hicieron 6,8 millones de casas de protección oficial. Pongamos padre, madre y dos hijos en cada una. Y redondeemos las casas a 7 millones. 28 millones de españoles vivieron en un hogar de su propiedad, sin tener que pagar al final de mes un dinero a su alcalde, como sueñan los Vienna boys, o a su casero, como defienden los heraldos de la cultura de la suscripción. 28 millones de españoles sin quebraderos de cabeza, con garantías, con capacidad para ahorrar y planificar el futuro. La idea, como podemos ver, es de puritísimo sentido común. Algo apetecible para cualquiera. Da igual que te gusten los toldos verdes o las placas retro.

El asunto tiene un halo distributista evidente: cuanto más extendida esté la propiedad más libres serán las familias, más independientes serán de las garras del Estado y de las sacudidas inciertas del mercado. Pero admite lecturas de todo tipo. En la España de finales del XIX y principios del XX había liberales, conservadores y republicanos hablando de esto. También socialistas. Y mauristas. Se hicieron Leyes de Casas Baratas; se cedió terreno público y se rebajaron impuestos a las constructoras que cumplieran con una serie de requisitos de habitabilidad, higiene y ventilación, de dignidad, vaya; se flexibilizaron las condiciones de crédito y amortización para permitir la compra a plazos o el alquiler con opción a compra; se promovió el asociacionismo en cooperativas… Todo con tal de facilitar el acceso a la propiedad a los obreros y sus familias. Es decir: todo con tal de permitirles el salto de estatus, de la precariedad y la movilidad constante al arraigo y la seguridad residencial. De la vida de la horda primitiva a la decencia y el orden.

El contexto, sin duda, obligaba a ello. La reducción de la mortalidad infantil, el alargamiento de la esperanza de vida y una vertiginosa emigración interna llevó a las principales ciudades a multiplicar por dos, por tres o incluso por cuatro su población en pocas décadas. En esa coyuntura, con decenas de miles de compatriotas llegando a las puertas de Madrid o Barcelona cada año, la Gran Guerra desató una inflación devastadora que llevó la cuestión de la vivienda obrera al podio de los problemas sociales. Por encima del trabajo, como hoy sucede. Los alquileres duplicaban sus precios en un lustro y los productos básicos se hacían inaccesibles incluso para familias con ingresos estables. Cada día que no se construía vivienda económica era un día en que seguían creciendo como hongos en los suburbios las chabolas de autoconstrucción o en que las personas del montón ideaban nuevas estrategias de supervivencia, consistentes las más de las veces en convertirse en realquilados del realquilado del realquilado.

No tenía entonces la administración pública el músculo ni los recursos, tal vez tampoco la voluntad, para hacer un enorme plan de vivienda social. Pero sí hubo un buen puñado de proyectos emprendidos por sindicatos, colegios profesionales, empresas, partidos políticos, ayuntamientos, cooperativas de trabajadores, grupos parroquiales o sociedades benéficas y filantrópicas. Sí, hoy cuesta creerlo, pero hubo un tiempo en que las elites, bien por genuina preocupación social, bien por pragmatismo e interés, en lugar de querer navegar en solitario y vivir en una burbuja de inquietudes autorreferenciales, se responsabilizaban de la suerte de sus semejantes. Es lo que tiene la homogeneidad cultural. Cuando uno comparte códigos antropológicos y cosmovisiones es más sencillo que vea intolerables o injustas determinadas situaciones que suceden a su alrededor y que, en consecuencia, eche también sobre sus hombros la tarea de paliarlas o ponerles fin. Estar arriba acarreaba deberes con los que no lo estaban, por mucho que le cueste comprenderlo a toda esa casta financiera, académica, creativa o comunicativa que utiliza su dinero, su influencia o sus credenciales para culparte por lo pobre que eres, lo arcaicas que son tus costumbres y lo mal que votas. Si algo significa hoy ser miembro de la elite es tener el derecho a despreciar a la gente común, a la que ya no se reconoce como perteneciente a una misma comunidad moral. Perdida la unidad cultural, se acaban también los lazos y deberes cruzados, los nobleza obliga. Quién lo iba a decir.

De aquellas casas de finales del XIX y principios del XX hay todavía infinidad de vestigios en nuestras ciudades, rótulos de piedra incluidos. También en mi barrio, que es el mismo que el de mis abuelos y mis tatarabuelos, y que fue entonces laboratorio de aquellas experiencias pioneras de popularización de la propiedad. Eran casas para obreros, con buenas calidades, con patios amplios, con fachadas de regusto artesanal, muchas veces de factura neomudéjar, y con un sinfín de servicios hoy inimaginables, como salas para velar a los muertos de la comunidad o escuelas para los niños del edificio.

UN PAÍS DE PROPIETARIOS

Con sus diferencias evidentes, el contexto de los sesenta y los setenta admitía sus paralelismos. De nuevo una brutal concentración de la población en las ciudades ponía en riesgo las condiciones de vida y habitación de la mayoría social y llevaba a una subida drástica de los precios por el desajuste entre los inmuebles disponibles y la gente que necesitaba una casa. Pensemos en todas esas imágenes de infravivienda, asentamientos irregulares y barraquismo de Nou Barris, Orcasitas o el Pozo del Tío Raimundo. En esta ocasión la respuesta del régimen fue contundente. De proletarios a propietarios. De errantes a sedentarios. De la chabola al bloque.

¿Los instrumentos? Los planes de urgencia social (donde se dictaban medidas mínimas o se exigía que todos los dormitorios fueran exteriores), las subvenciones públicas, los incentivos a la construcción, los créditos blandos, la apuesta por la densidad y el marco jurídico de la Ley de Propiedad Horizontal, que permitió que un edificio pudiera dividirse legalmente en viviendas independientes, cada una con un propietario distinto. Toda una rareza en el centro y norte de Europa, donde la tónica habitual era la de la concentración de la propiedad en pocas manos y el inquilinato forzoso para el grueso de la población. Pliegues extraños de la historia. La dictadura como agente democratizador de la propiedad y la moderna democracia europea como garante de su monopolio por unos pocos. En los años cincuenta el número de propietarios en Madrid y Barcelona era inferior al 20%. Treinta años después superaba el 80%.

Cada época responde a sus crisis como buenamente puede o quiere. Hoy, en un nuevo momento de drástica aglomeración urbana, con Madrid y Barcelona como áreas metropolitanas de mayor crecimiento poblacional de toda Europa, con políticos empeñados en traerse a todo el Magreb y el Caribe a paladas, con los hijos de media España, vaciada y vacilada, forzados a exiliarse en los agujeros negros de la gran ciudad y con una demanda fortalecida también por los nuevos hábitos culturales (solterías perpetuas, divorcios, adolescencias prolongadas, parejas que no viven juntas) los precios están en máximos históricos. Hasta el próximo mes, en que se vuelvan a superar. Y así mes tras mes, mientras las redes de solidaridad se debilitan y la posibilidad de ahorrar es una quimera.

En este escenario nadie se plantea ver en nuestros cielos grúas construyendo o aviones deportando. Tampoco se pide volver a la vivienda de protección oficial, esa que permitió que tu abuelo jamás tuviera que cambiar de casa. Ni se termina con toda la zarandaja de regulaciones que solo han llevado a un desplome apocalíptico de la oferta de alquiler. Ya se sabe: de la inseguridad jurídica a la inseguridad material. En la letra lacrimógena: defensa para los vulnerables. En la realidad: negocio para los okupas y los fondos. Ya lo decían Sánchez y Ábalos hace 5 años, que sabían bien lo que traían entre manos.

Si se piensa bien, 2025 no está tan lejos de 1920 ni de 1960. Hay problemas comunes: llegada masiva de personas a las grandes ciudades; crecimiento explosivo de la demanda; pérdida de ingresos reales de las familias; oferta insuficiente; precios inasumibles; enormes bolsas de población al borde de la exclusión social; y estrategias de supervivencia que no solo rozan la infravivienda o el hacinamiento para los estándares de cada época, sino que ponen en entredicho el equilibrio social y la viabilidad de los itinerarios vitales de las familias. Siendo parejas las cuestiones de fondo, son las respuestas de las elites de cada momento las que difieren, porque difiere también su sentido de la comunidad, la justicia y la responsabilidad. Ayer propiciábamos que Paco y Marta fueran dueños de su hogar, tuvieran hijos y no tuvieran que ir dando tumbos. Hoy la lógica es la opuesta: se multiplican los zulos y los pisos patera y se presentan a bombo y platillo como soluciones lo que no son más que elegías o camuflajes de la miseria. Debe de ser el signo de los tiempos. Mini pisos, mini familias y mínima vida en comunidad para un mini país. La hora de los enanos.

Carlos Hernández Quero (Madrid, 1990) es doctor en Historia en la Universidad Complutense de Madrid con su tesis 'El desborde de la ciudad liberal: cultura política y conflicto en los suburbios de Madrid (1880-1930)'. Es diputado nacional de VOX en el Congreso de los Diputados

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