Un clima de angustia

Heidegger, el régimen neoliberal y la angustia como estado de abolición de la familia

Andaba leyendo el último libro de Byung-Chul Han, El espíritu de la esperanza (2024). Mis lecturas suelen tener un propósito, son productivas, finalistas. Aunque, en ocasiones, la mera acción de leer abre brechas de sentido, ausencias, heridas que no se satisfacen con lo que uno andaba buscando… Más allá de las posturas del coreano en torno a la esperanza, hacia el final del libro, en el último capítulo, arroja una idea de Heidegger interesantísima a la par que inquietante.

Según Han, Heidegger sostenía que hay diversos “modos ontológicos” básicos como la esperanza, la alegría, el aburrimiento o la angustia. Estos estados anímicos intervienen de forma pre-consciente o pre-reflexiva, influyendo, de algún modo, en toda experiencia de sentido humana. Para que nos entendamos, el estado anímico hace las veces de llave, nos abre las puertas del “aquí”. Nos sitúa en el “estar en el mundo” de forma inconsciente. En efecto, “el estado de ánimo básico que prevalece en Ser y tiempo es la angustia”.

Algunos espetarán (no sin razón) que, generalmente, los filósofos existencialistas tienen una impostura de taciturnos fatalistas, atormentados y angustiados. Pues bien, Heidegger trata en su magna obra de elucidar qué estado anímico es el mejor para abrir al Hombre a la totalidad del Ser. Encuentra la llave: “solo en la angustia se da la posibilidad de una apertura privilegiada, porque ella aísla”. Fíjense en lo problemático del asunto… A ojos del filósofo alemán, es necesario el aislamiento ocasionado por la angustia para poder abrirse al Ser. En palabras de Han: “Al priorizar la angustia, Heidegger convierte el aislamiento en rasgo esencial de la existencia humana. Heidegger entiende la existencia humana primariamente desde el ser sí mismo, y no desde la coexistencia con otros. Según Heidegger, la angustia surge cuando se derrumba el edificio de los modelos familiares (…). Ese derrumbe da paso a una ‘intemperie’”. Detengámonos aquí por un momento.

Lo llamativo de la reflexión heideggeriana no es su concepción solipsista o individualista de la vida humana –que también–, sino la claridad con la que logra vislumbrar los contornos de uno de los grandes temas de nuestro tiempo: cuando se derrumban los modelos familiares la angustia aguijonea al Hombre, sumiéndolo en la intemperie oscura de la existencia.

Lejos de considerarlo algo negativo, el filósofo alemán ve en ello una oportunidad. Para él, el ser humano se comporta como un ser gregario, se deja llevar por modas, prejuicios, convenciones sociales, se convierte en “masa” o, siguiendo su propio lenguaje, en el “uno impersonal”. La sociedad nos dicta cómo debemos pensar, actuar, desear, sentir… El “uno impersonal” es alienante. Para Heidegger: “Gozamos y nos divertimos como se goza; leemos, vemos y juzgamos sobre literatura y arte como se ve y se juzga, pero también nos indignamos de aquello de lo que uno se indigna (…). La existencia cae en una alienación, en la cual le queda oculta su posibilidad ontológica más propia”. Esta es la piedra de toque de la arquitectura heideggeriana. Hay que rehuir del “uno impersonal”. La angustia, al aislarnos, anula el comportamiento gregario y, con ello, las inercias alienantes de la tensión individuo/sociedad. Esto es, la angustia nos libera de la “existencia pública cotidiana del uno impersonal”.

Ahora bien, Heidegger no era ajeno al costoso peaje que supone emanciparse de la comunidad por la vía de la angustia: “En la angustia, la existencia pierde su ‘hogar’ familiar. Se desmorona el ‘hogar de la existencia pública’, el horizonte habitual de comprensión y de sentido”. ¡Qué finura!

Pero, ¿qué fue primero el huevo o la gallina…? Está claro que el empeño progresista en atacar la institución familiar ha generado una desazón, una amargura y una profunda angustia en generaciones y generaciones. ¿Qué sucedería si el proceso hubiera sido el inverso? ¿Puede haber sido la generalización y democratización de este solipsista estado de ánimo que llamamos “angustia” el que ha abolido el íntimo anhelo humano de formar una familia? Dicho de otro modo: ¿es la abolición de la familia la que nos sume en la angustia o es el clima de angustia masificado el que ha abolido el principio de la vida familiar?

Quizá sea este el motivo por el que muchos profesores, intelectuales y filósofos son incapaces de formar una familia. Han empeñado su vida en el altar de esa llave de sentido que es la angustia. Han preferido vivir el aislamiento y “conocer” antes que vincularse y someterse al “horizonte habitual de comprensión y de sentido” que supone el hogar. Recordemos que para Hegel la familia es el cimiento de la eticidad, ya que la Sittlichkeit o “vida ética” es el “comportamiento ético basado en la costumbre y la tradición y desarrollado mediante el hábito y la imitación de acuerdo con las leyes objetivas de la comunidad”. De este modo, pareciera que Heidegger abogue por la vuelta al “sistema de las necesidades”.

Esto tiene, además, una derivada. La angustia es ese estado anímico que no permite que uno confíe en un Dios providente. ¿Para qué traer hijos a un mundo tan hostil y cruel? ¿Cómo poder mantener una familia con unas condiciones materiales de existencia tan precarias? ¿Merece la pena sacrificarse y dar la vida por la familia? Guerras, inseguridad, delincuencia e inmigración masiva, inestabilidad laboral y financiera, crisis, pandemias, etc. La angustia es el estado anímico perfecto para destruir el hogar.

Entonces, ¿cómo acabar con la familia? se preguntarán. Imponiendo un clima de angustia desde las instancias de poder. Y, al contrario, ¿cómo reavivar el principio familiar? Mediante la confianza infantil en ese Dios y Padre providente. Esto es, mediante la fe y la esperanza. Nótese que no hay connotación negativa alguna en el adjetivo “infantil”. Más bien al contrario: el niño escucha al padre y confía ciegamente en él, se lanza a sus brazos, su humildad aún no está magullada por la cerrazón del adulto.

El materialismo ramplón y dominante ha sido la excusa perfecta para que tertulianos, sociólogos y economistas de toda ralea dieran carta de naturaleza al hecho incontrovertido de que las “sociedades avanzadas” y democráticas hayan claudicado en la natural empresa de traer vidas al mundo. ¿Acaso las altas tasas de natalidad en países subdesarrollados se explican por un retraso congénito? ¿Son inferiores o más tontos? En mi opinión, no han perdido la esperanza.

El neoliberalismo no es un régimen económico ni sociopolítico, es un régimen espiritual. Un régimen espiritual que anula la posibilidad de Esperanza, o, en otras palabras, un régimen de la angustia. Etimológicamente, la palabra “angustia” proviene de “angosto”. La estrechez, el ahorro, la planificación enfermiza son conductas propias del sistema neoliberal, mientras que la dádiva, lo espontáneo, la generosidad y la confianza en la Providencia son propias del comunitarismo católico.

Vivimos en un tiempo histórico en el que nos toca calcular con ansiedad y angustia matemática nuestra vida (ya que nos creemos dueños de nuestra existencia material y espiritualmente). Construimos vidas ortopédicas porque no se han edificado sobre la roca de la esperanza.

Los liberales, esos que —a priori— han sido adalides del orden espontáneo, la mano invisible y la autorregulación van a tientas, andan totalmente equivocados. Han articulado un sistema totalmente ajeno al orden espontáneo. No hay orden espontáneo posible en el régimen neoliberal, sino todo lo contrario: la planificación, optimización y rentabilización de la vida humana. El Excel en lo político y el Excel en lo doméstico han acabado con el misterio y la plenitud de una vida que, en última instancia, es un regalo. No nos pertenece. Los liberalios se escandalizan entre alharacas con la política del Partido Comunista Chino del hijo único, lo que alcanzan a ver es que su materialismo de pandereta les empuja tácitamente a las mismas posiciones en materia de natalidad y familia.

Porque, si la vida no es un regalo y la lleva uno, autosuficiente, cuando llegan los reveses, la enfermedad y el sufrimiento, los excels no sirven de nada. La inflación, la deuda pública, la carga fiscal y otros macroindicadores se revelan, en comparación a un cáncer, ridículos. No hay respuesta al sufrimiento en un mundo angosto, angustiado.

Más allá de las evidentes condiciones laborales precarias, la galopante inflación de la canasta básica, los precios privativos en materia de vivienda, el fondo de la cuestión es un tema de falta de fe. Las generaciones que se ponían en manos de Dios construían vidas mucho más sólidas, más duraderas y, sobre todo, más fecundas. Frente al clima de la angustia que quieren los poderosos, los de abajo necesitan un estado de ánimo esperanzado, como el pregonado por Mateo el Evangelista: “Por eso os digo: No andéis preocupados por vuestra vida, qué comeréis, ni por vuestro cuerpo, con qué os vestiréis. ¿No vale más la vida que el alimento, y el cuerpo más que el vestido? Mirad las aves del cielo: no siembran, ni cosechan, ni recogen en graneros; y vuestro Padre celestial las alimenta. ¿No valéis vosotros más que ellas? Por lo demás, ¿quién de vosotros puede, por más que se preocupe, añadir un solo codo a la medida de su vida? Y del vestido, ¿por qué preocuparos? Observad los lirios del campo, cómo crecen; no se fatigan, ni hilan. Pero yo os digo que ni Salomón, en toda su gloria, se vistió como uno de ellos. Pues si a la hierba del campo, que hoy es y mañana se echa al horno, Dios así la viste, ¿no lo hará mucho más con vosotros, hombres de poca fe? No andéis, pues, preocupados diciendo: ¿Qué vamos a comer?, ¿qué vamos a beber?, ¿con qué vamos a vestirnos? Que por todas esas cosas se afanan los gentiles; pues ya sabe vuestro Padre celestial que tenéis necesidad de todo eso. Buscad primero su Reino y su justicia, y todas esas cosas se os darán por añadidura. Así que no os preocupéis del mañana: el mañana se preocupará de sí mismo. Cada día tiene bastante con su propio mal” (Mt 6, 25-34).

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