Unamuno contra los papanatas europeístas

El filósofo vasco ya analizó la fascinación de nuestros europeizantes

«En dos términos se cifra todo lo que se viene pidiendo para nuestro pueblo, todo lo que para él hemos pedido casi todos, con más o menos conciencia de lo que pedíamos. Esos dos términos son: europeo y moderno. ‘Tenemos que ser modernos’, ‘tenemos que ser europeos’, ‘hay que modernizarse’, ‘hay que ir con el siglo’, ‘hay que europeizarse’; tales los tópicos». Desde que Unamuno comenzara en 1906 su artículo Sobre la europeización con esta observación se diría que no han variado mucho las consignas que oímos por doquier, salvo cambiando el «hay que ir con el siglo» por un «en pleno siglo XXI» si es entre exclamaciones, mejor como queja airada de quien no parece distinguir cualquier tradición, costumbre o institución de un yogur y cree que lo importante es mirarle la fecha no vaya a estar caducada.   

Así que «Europeísmo, Modernización y [desde 2004] Perspectiva de Género», bien podría ser el nuevo lema nacional del régimen del 78 para sustituir a «Plus Ultra» en el Escudo Real, el más allá, el horizonte colectivo al que dirigirse. Tal como el recuerdo del franquismo, por su parte, ha sido las latas atadas a nuestra cola de perro apaleado, desfondándonos en la carrera sin lograr nunca dejarlo atrás ni tampoco alcanzar aquella meta siempre igual de lejana. Boadella en Ya semos europeos, parodiaba en la TVE de 1989 a la España cateta y anticuada aún no ahormada en ese paradigma sentir cualquier tipo de orgullo nacional por ella era entonces risible, en tanto que Aznar prometía en su discurso de investidura del 96 «el impulso de modernización que España ahora necesita» y señalaba la construcción europea nada menos que como «la orientación fundamental del Gobierno que presida». El discurso de investidura de Rajoy en 2011, por su parte, llama la atención por su constante apelación a la convergencia europea y a un mandato de Bruselas ya equiparable entonces al democrático de los españoles: «Esto es lo que exigen las urnas, esto es lo que demanda Europa». Qué suerte que ambas pidieran lo mismo, porque en caso de discrepancia Grecia primero y Rumanía después nos han dado la pista de quién se impondría…  

¿Entonces somos ya en 2025 europeos y modernos o todavía no? No parece sencilla la respuesta dado que, siguiendo aquel artículo mencionado de Unamuno: «el término europeo expresa una idea vaga, muy vaga, excesivamente vaga, pero es mucho más vaga la idea que se expresa con el término moderno. Y si las juntamos, parece como que dos vaguedades deben concretarse y limitarse mutuamente, y que la expresión ‘europeo moderno’ ha de ser más clara que cualquiera de los dos términos que la componen; pero acaso sea en el fondo más vaga que ellas». No obstante, me atrevería a responder que aún no lo somos, dado que España, aunque asediada, invadida y fragmentada aún sigue existiendo, por lo tanto, no podemos dar por cumplida la misión.

Es probable que Unamuno coincidiera en el diagnóstico, pues en su pensamiento España era en esencia incompatible con esos dos difusos fetiches, lo que le llevaba a plantearse un camino alternativo: «Y vuelvo a preguntarme: y eso de no sentirte ni europeo ni moderno, ¿arranca acaso de ser tú español? ¿somos los españoles, en el fondo, irreductibles a la europeización y a la modernización? Y en caso de serlo, ¿no tenemos salvación? ¿no hay otra vida que la vida moderna y europea? ¿no hay otra cultura, o como quiera llamársela? (…) ‘Desengáñese usted me decía en cierta ocasión un extranjero amigo mío, creyéndome, aunque español, europeo y moderno desengáñese usted: los españoles en general son incapaces para la civilización moderna y refractarios a ella.’ Y yo le dejé frío de estupor cuando le repliqué: ¿Y es eso un mal?». A esa reivindicación desacomplejada de algo que otros señalan como negativo es a lo que suelen llamar estar basado.

Nuestros defectos, apunta el catedrático salmantino, «los que llaman los demás nuestros defectos, suelen ser la raíz de nuestras preeminencias, los que se nos moteja como nuestros vicios el fundamento de nuestras virtudes». De ahí que, en lugar de forzar a España a renegar de su cultura, de su tradición, de su forma de vida, para integrarse en algo ajeno a ella lo que debería hacer es perseverar en su propia identidad (que él situaba en el pensamiento místico, la espiritualidad de raíz medieval, el apasionamiento del carácter y el énfasis expresivo) y si, acaso, españolizar Europa. De tal manera, lo crea o no Reverte, fueron otros quienes se equivocaron de Dios en Trento ¿No es acaso exasperante esa manía de los medios por contarnos que allá en el norte cenan a las 6 de la tarde, van siempre en bicicleta, se dedican a leer libros en Nochebuena (ya hay que ser triste), hablan inglés mucho mejor medida definitiva de modernidad reciclan no sé qué, opinan esto y creen aquello y, en consecuencia, qué malos los españoles que estamos aún a medio civilizar? Europa es el alumno empollón y repelente de la primera fila al que los profesores siempre pondrían como ejemplo ante el resto, pero luego en el patio de recreo no tiene ni media torta y nunca meterá un gol. Tan modélico no será entonces. Si miramos las estadísticas comparadas de los países europeos, por poner un ejemplo, de esperanza de vida y suicidios, más les valdría a los demás españolizarse, antes que a los españoles europeizarse.

Por todo lo anterior Unamuno fue categórico en una carta que envió a Azorín: «Son muchos aquí los papanatas que están bajo la fascinación de esos europeos. Hora es ya de decir que en no pocas cosas valemos tanto como ellos y aún más». Fue a esa publicación a la que Ortega y Gasset respondió en este artículo, definiendo al autor de Niebla como un «energúmeno español» y haciendo profesión de fe: «apenas si he escrito, desde que escribo para el público, una sola cuartilla en que no aparezca con agresividad simbólica la palabra: Europa. En esta palabra comienzan y acaban para mí todos los dolores de España». Ahí daría comienzo el distanciamiento entre ambos filósofos, que se ahondaría cuando al año siguiente Ortega pronunciase en Bilbao una conferencia, de título La pedagogía social como programa político, que concluyó con aquella célebre sentencia que tanto caló en todos aquellos que han tenido mando en plaza en nuestro país desde hace medio siglo: «Verdaderamente se vio claro desde un principio que España era el problema y Europa la solución».

Ahora bien, el problema de la definición de Europa no solo se halla en cuál es su contenido y en la valoración de este, sino en su misma delimitación geográfica, algo por cierto muy de actualidad. Por eso en el último capítulo de Del sentimiento trágico de la vida, Unamuno señala: «¡Europa! Esta noción primitiva e inmediatamente geográfica nos la han convertido por arte mágico en una categoría casi metafísica. ¿Quién sabe hoy ya, en España por lo menos, lo que es Europa? Yo sé lo sé que es un chibolete. Y cuando me pongo a escudriñar lo que llaman Europa nuestros europeizantes, paréceme a las veces que queda fuera de ella mucho de lo periférico —España desde luego, Inglaterra, Italia, Escandinavia, Rusia…— y que se reduce a lo central, a Franco-Alemania con sus anejos y dependencias».

Lo estamos viendo estos días, en los múltiples alardes de patriotismo europeo valga la contradicción que nos propinan medios y dirigentes políticos, en los que «Ucrania forma parte de la familia europea» dice Von der Leyen (¿y Bielorrusia o Serbia?), la UE es sinónimo de Europa (¿y Reino Unido o Rusia?) y el interés de esta, rearmarse al parecer, coincide casualmente con el de Francia, repentinamente expulsada del Sahel (en parte por los mercenarios rusos de Wagner, hay que desquitarse) que le suministraba materias primas y con el de Alemania, que así vería recuperar su industria decaída por el fin del gas ruso. Solo cabe concluir que, más allá del secular empeño en ser europeos y modernos, convendría antes que nada a los españoles no ser, en esa familia europea, unos primos.  

Nacido en Baracaldo como buen bilbaíno, estudió en San Sebastián y encontró su sitio en internet y en Madrid. Ha trabajado en varias agencias de comunicación y escribió en Jot Down durante una década, donde adquirió el vicio de divagar sobre cultura/historia/política. Se ve que lo suyo ya no tiene arreglo.

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