El próximo mes de agosto se cumplirán cien años de la muerte de Vilfredo Pareto (1848-1923) y no parece probable que la clase política que estudió con esmero, tan aficionada por lo demás a morbosos rituales conmemorativos, vaya a rememorar al economista y teórico italiano de la circulación de las elites. Los europeos hemos olvidado a Pareto, si es que alguna vez lo tuvimos presente. Memoria histórica, memoria democrática, memoria de las víctimas. Ciertamente en ninguna de ellas cabe Vilfredo Pareto. Se puede hacer la prueba en los buscadores de internet. Ni rastro. A lo sumo referencias a Pareto antes de ser el gran Pareto. Pequeño Pareto, sí. Gran Pareto, no. Pareto economista, Pareto matemático, Pareto estadístico… Pareto inofensivo. Óptimo de Pareto, ley del 80/20 de Pareto, ley de eficiencia de Pareto. Pero ni rastro del Pareto al que James Burnham colocó -junto a Maquiavelo, Michels, Sorel y Mosca- entre los neomaquiavelianos “defensores de la libertad”. Hay, por supuesto, excepciones. Lean, si no, el artículo de Jerónimo Molina dedicado a la clase política y publicado (casualmente) en esta misma sección de Ideas de La Gaceta.
Sería justo enunciar, para compensar tamaña injusticia, una nueva legalidad social que lleve el nombre de nuestro egregio teórico político: el vacío de Pareto. Rige el vacío de Pareto en aquella sociedad, régimen y/u opinión pública en la que se ignoran las enseñanzas sobre la clase política de Vilfredo Pareto o, en su caso, de algún otro miembro de la llamada escuela elitista italiana (Mosca, Michels). En esa sociedad, y de acuerdo con el vacío de Pareto, el nivel de libertad política y de control a los gobernantes tiende a cero al tiempo que la corrupción, la incompetencia y el nepotismo de la clase dirigente tienden al infinito, cumpliéndose entonces de forma plena el aforismo de Gómez Dávila: “Mientras más graves sean los problemas, mayor es el número de ineptos que la democracia llama a resolverlos”. Así pues, toda sociedad tiende, según Pareto, al vacío de Pareto. Y esto explica la ignorancia de Pareto. Regularidad de lo político: “No sabemos lo que nos pasa y eso es precisamente lo que nos pasa” (Ortega dixit).
En la Asamblea política de una república sana, junto a conquistadores, fundadores, misioneros y una —preferentemente— escasa pero necesaria representación de compatriotas corruptos que recuerden nuestra común y pecadora humanidad (pues no hay pueblo ni nación que pueda librarse de ella) debería figurar también, en un lugar de honor, un pequeño pero visible retrato de Vilfredo Pareto. Al ver desfilar a este escrutador de la clase política, de sus miserias y aviesas intenciones, sería de esperar que diputados, senadores y gobernantes bajasen, al menos por un segundo, su mirada antes de perpetrar sus propósitos de la jornada. Tendría la presencia de este retrato un beneficio añadido: recordar a todos la mortalidad de los regímenes políticos y también la de sus elites dirigentes. Un retrato de Pareto es un memento mori para toda clase política. La historia es un cementerio de aristocracias, dejó escrito nuestro hombre con imagen digna de figurar en el Apocalipsis.
Algo más que una biografía
Si la biografía no es nunca una curiosidad erudita, en el caso de Vilfredo Pareto esta sencilla verdad alcanza niveles asombrosos. El día 15 de julio de 1848 nació en París de madre francesa. Su padre, el marqués Raffaele Pareto, vivía exiliado en la capital francesa. Así vino al mundo, «italiano ma anche francese», Vilfredo Pareto. La fecha y el lugar de su nacimiento tienen una significación poderosamente emblemática. Según Hayek, comienza en 1848 el siglo del socialismo europeo, que es también el año en que ve la luz el Manifiesto Comunista. «El acontecimiento más importante de toda la moderna historia de Europa», decía uno de sus más sagaces escudriñadores, Lorenz von Stein. Iniciada en Francia, la llamada Primavera de los Pueblos de 1848 se extendió por toda Europa. Fue decisivo en este contagio el acelerado nivel de desarrollo de las comunicaciones (telégrafo y ferrocarriles) en el marco de la Revolución Industrial. A los ferrocarriles dedicó Pareto el comienzo de su carrera profesional como ingeniero. Ferrocarriles o también «caminos de hierro», en su etimología francesa (chemins de fer). Quizá un guiño a su futura misión (así la llamaría después) como sociólogo de la política, pues la política tiene también sus caminos (o leyes) de hierro. En todo caso, volviendo a la fecha señalada, es cosa sabida que la crisis política, social y moral de ese año fatídico marcó, probablemente, una profunda ruptura en el orden de las creencias del viejo continente, constituyendo la divisoria política de la Europa contemporánea.
De familia genovesa de pura cepa, el padre de Pareto, aristócrata mazziniano y producto típico del Risorgimiento italiano, se exilió, como quedó apuntado, en Francia debido a su apoyo a los nuevos movimientos revolucionarios. Esto explica que su hijo, de nombre Vilfredo Federico Dámaso, naciera en París y comenzase allí sus estudios para continuarlos más tarde en Turín, cuando su padre se benefició de un indulto en 1858. Dice Schumpeter que de la educación clásica de Vilfredo Pareto no puede decirse lo mismo que se diría de todas las personas cultas de su época. No es esta suficiente descripción para “el profundo conocimiento de los clásicos griegos y romanos que había adquirido por sí mismo en el trabajo incesante de sus noches en vela”. En todo caso, Pareto obtiene en 1869 el título de doctor en ingeniería en el Politécnico de Turín con una tesis dedicada a los Principios fundamentales de la teoría de la elasticidad de los cuerpos sólidos e investigaciones sobre la integración de las ecuaciones diferenciales que definen su equilibrio. Nada hacía sospechar, por aquel entonces, el nacimiento de futuras investigaciones sobre otro tipo de cuerpos.
Como ingeniero, ya se ha dicho, Pareto inició una exitosa carrera profesional en los ferrocarriles italianos. Este dato representa algo también fundamental para la larga serie de desengaños que jalonó su biografía. Pareto, hijo del desengaño. Nuestro hombre podría haber encarnado a la nueva elite definida por el credo saint-simoniano pero parece que terminó por eludir este autoconcepto al mismo ritmo que se apartó de las convicciones humanistas e ilustradas de su padre. Estas convicciones describen asimismo sus primeros compromisos en materia política, que se vieron, a la larga, también defraudados. Defensor de la libertad económica contra los enemigos proteccionistas encarnados en una burguesía decadente, débil y cobarde -el blanco preferido de sus diatribas-, Pareto comienza a hacerse poco a poco un nombre en el panorama del pensamiento económico hasta llegar a ocupar nada menos que la cátedra de Leon Walras en Lausana.
Para entonces, Pareto, asqueado por el clima de transformismo (gatopardismo) de la elite encaramada en el aparato burocrático, ya se había desentendido de las ilusiones políticas de su juventud. Dedicaría el resto de su vida a la docencia y el estudio. Como otros europeos desencantados con la política se instaló en Suiza. Así quedó para la historia, retratado como el solitario de Celigny, comuna suiza en donde disfrutó sus últimos años antes de morir en 1923. De su periodo como teórico de la economía queda su imponente Manual de Economía Política. Fruto de esa dedicación y trabajo incansables nacerían sus últimas obras, Los sistemas socialistas y, sobre todo, el monumental Tratado de sociología general. El profesor Arthur Livingston, que lo tradujo al inglés, lo resumía con una fórmula poderosa: dos mil páginas, un millón de palabras. Como reconocería más tarde Raymond Aron, “el Tratado de Sociología General ocupa un lugar especial en la literatura sociológica. Es un libro enorme, en el sentido físico de la palabra, fuera de las grandes corrientes de la sociología, que continúa siendo objeto de los juicios más contradictorios. Algunos consideran a este libro como una de las obras maestras del espíritu humano; y con la misma pasión, otros afirman que es un monumento a la estupidez. He escuchado estos juicios de labios de personas que pueden ser tenidas por perfectamente cualificadas. Nos encontramos -admite Aron- ante un caso realmente raro”.
El primero de nosotros
Luego nos ocuparemos de las razones de esta rareza pero, llegados a este punto, podemos arriesgar una hipótesis sobre la significación profunda de esta figura singular. Pareto es un arquetipo ejemplar de la metamorfosis que se produce en una corriente del pensamiento europeo finisecular. De algún modo, Pareto es el primero de nosotros. Es decir, el prototipo del hombre posindustrial, posliberal, posideológico e incluso posmoderno. Anuncia, a su modo, el desencantamiento político del mundo cuando los encantadores son todavía legión. Sigue en cierta forma la senda del liberalismo crítico que se abre paso con Tocqueville, pero su crítica va más allá. Es el hombre de carne y hueso que se descubre en el espejo tras el velo del mito del hombre nuevo esculpido en las vulgatas utópicas, ya sean estas liberales o socialistas. Si eliminamos la vertiente religiosa, hay en Pareto algo de Pascal. Al igual que el autor de los Pensamientos, el solitario de Celigny es el hombre capaz de inventar la calculadora o demostrar el vacío sin que nada de esto llegue a colmarle del todo. Insatisfecho con las promesas del racionalismo y la técnica, hay algo en él que lo empuja a bucear más allá o más acá. ¿Dónde? En las profundidades de la psicología humana que, aunque instalada en el error de la mentira y el autoengaño, sigue determinando lo esencial de la conducta colectiva en la vida social y política. Es en esas regiones donde, si recordamos la fórmula Hannah Arendt, pensar se vuelve peligroso.
Se le ha reprochado su estilo (a su lado El Capital de Marx puede parecer un modelo de composición) pero lo inaudito de su propuesta va más allá de cuestiones formales. En su consideración sociológica sobre la influencia de lo irracional en el comportamiento humano, destaca en particular su propuesta sobre los «residuos» y las «derivaciones». En el lenguaje de Pareto, los residuos representan el núcleo constante e irracional de la naturaleza humana. Es lo que queda, el residuo, cuando se aparta el velo de las moralizaciones y racionalizaciones postizas. Porque el hombre, se atreve a afirmar Pareto, racionaliza la mayoría de sus actos. Y en esto consisten las derivaciones, precisamente. Son el camuflaje o pretexto, es decir, los sistemas intelectuales de justificación y las coartadas «racionales» mediante los cuales los individuos o los grupos enmascaran sus pasiones. Desnudando nuestras intenciones declaradas, el traductor moral de Pareto nos exhibe en nuestra pura animalidad. Detrás de cada acción humana presuntamente motivada por los más nobles y racionales pretextos alojados en el neocórtex, se esconde un residuo irracional inconfesable escondido en el paleocórtex. Así, Pareto distinguía entre las acciones lógicas (las del matemático o el ingeniero) y las acciones no-lógicas (las de las masas o las elites dirigentes). De una forma sencilla estaba desmontando el modo ideológico de pensamiento que, encubierto tras la máscara de la ciencia y la razón, disfrazaba bajo apariencia benigna el rostro irracional de las motivaciones humanas. Su interés por la psicología de las multitudes de Gustave Le Bon es un indicador significativo de esta tendencia en su pensamiento. La teoría paretiana de los residuos y las derivaciones tiene, como se puede comprobar, un aire de familia con ese triángulo de la sospecha que reúne a Nietzsche, Marx y Freud en la fraternidad secreta de los aguafiestas de la modernidad. La diferencia fundamental es que esa sospecha no la dirige Pareto hacia la religión, la economía o la sexualidad sino hacia el epicentro de la vida social: la clase política. Discípulo aventajado de Maquiavelo, Pareto distingue entre verdad y utilidad social. ¿Podría este maestro político de la sospecha haber suscrito el apotegma de Heidegger, «sólo un dios puede salvarnos»? Sin duda, pues los dioses falsos pueden, «verdaderamente», salvar a los pueblos que los adoran. No hace falta apelar a René Girard para entenderlo.
¿Marx de la burguesía?
«Pareto piensa manifiestamente en contra, y en primer lugar contra su padre (y quizá contra las convicciones de su juventud)», escribe Aron. Efectivamente, al igual que Freud, Pareto quiso matar simbólicamente las ideas de su padre. Sin embargo, el asesinado no era aquí Dios, ni el capitalismo ni el patriarcado, esos chivos expiatorios predilectos de las ideologías emancipadoras y revolucionarias. Pareto asesina junto a su padre a los dogmas humanitarios de la nueva religión democrática y, con ella, al antropoteísmo de los dogmas seculares. «Adversario de todos aquellos que han creído en el hombre y en el porvenir pacífico y humano de las sociedades, se convierte —añade Aron— en el adversario de todas las religiones políticas del siglo XIX». A partir de Pareto ya no podemos escribir Razón, Progreso y Democracia con mayúsculas. En el teclado de Pareto se borran casi todas las mayúsculas y las que quedan están bajo sospecha. Es cosa que podemos agradecerle.
Se ha dicho de Pareto que es el Marx de la burguesía. Fórmula rotunda pero aviesa y engañosa. Munición marxista destinada a ocultar que el autor del Tratado de sociología general desborda con su gesto desmitificador a la crítica hegemónica de los intelectuales establecidos (y especialmente la de los marxistas). Como escribe Schumpeter, «dudo que pueda ser llamado correctamente ‘burgués’ un hombre que no desperdició oportunidad alguna para expresar el gran desprecio que sentía por la bourgeoisie ignorante et lâche (la burguesía ignorante y cobarde)». En El manifiesto comunista Marx escribió que «todos los movimientos históricos han sido, hasta ahora, movimientos de minorías en beneficio de minorías». ¿Por qué otra razón que no fuera teológica o metafísica iba a escapar la revolución proletaria a esa regla? Magia o hechicería, tal vez. Como escribe Julien Freund, que dedicó a Pareto una monografía, «con una lucidez tan perspicaz como profunda, Pareto vio que el concepto de ideología de Marx era también ideológico». No es Marx el que explica a Pareto sino Pareto el que explica a Marx.
Hay muchas razones, como puede colegirse, que hicieron de Pareto un maldito en la historia de las ideas pero no podemos esquivar la que tiene que ver con su presunta condición de inspirador del primer fascismo. Se especula con la posibilidad de que Benito Mussolini asistiera a sus clases durante su exilio suizo. Así lo acredita Emilio Gentile. Lo único cierto es que, tras la marcha sobre Roma, Pareto fue nombrado senador vitalicio. ¿Una foto finish en camisa negra? No podría imaginarse nada peor para la reputación de un escéptico. Ciertamente, poco antes de morir, Pareto escribió que «Mussolini se ha revelado ahora como el hombre que la Sociología puede invocar». Sin embargo, se olvida con facilidad que la situación política en la Italia de la época condujo a otros importantes pensadores liberales desengañados como Benedotte Croce, que se convertiría después en feroz enemigo del régimen, a apoyar a Mussolini. Parece poco probable que el enemigo declarado de las religiones políticas decimonónicas se convirtiera en adepto de las nacidas en el siglo XX.
En Las etapas del pensamiento sociológico, obra de referencia inexcusable, Raymond Aron coloca a Pareto junto a Montesquieu, Comte, Marx, Tocqueville, Durkheim y Weber, es decir, junto a los grandes fundadores de la disciplina. No olvidemos que Pareto también figura entre los diez grandes economistas de la obra homónima de Schumpeter. Sin embargo, el valiente reconocimiento del Pareto sociólogo dista mucho de no ser controvertido. Pareto nunca logró estar de moda, aun cuando lo estuviera la sociología. Quizá haya que buscar las razones en una diferencia significativa de enfoque. La sociología dominante permitía silenciar las dimensiones históricas de los hechos sociales. En Pareto, en cambio, el método histórico-comparativo adquiere todos sus fueros. Frente al predominio de estructuras invariantes de larga duración que trascienden a todas las épocas y frente al microscopismo de hechos sociales analizados sincrónicamente al margen de toda historicidad, la sociología de Pareto devuelve, esquivando su reducción racionalista, todo su protagonismo a lo antropológico-vital. Es la base de la teoría de la circulación, que en Pareto es esencialmente circulación de las elites. Mientras que el método sociológico dominante elude los hechos, las cronologías, las biografías, las metamorfosis y los acontecimientos políticos, eclipsados por lo cotidiano, lo práctico y lo económico (presente sin pasado ni porvenir), la sociología de Pareto invierte la cadena de los fundamentos alzando al devenir histórico en clave interpretativa. En vez de transformar la historia en sociología, Pareto recupera a la historia para la causa de la sociología. Al insistir en el rol determinante de las elites, Pareto realza el papel de las minorías dirigentes frente a un tipo de sociología anonimista que solo se interesa por los fríos agregados de masa como resultantes de la interacción impersonal de los átomos individuales. Por lo demás, antes de que las modas sobre la interdisciplinariedad se abrieran paso en la Torre de Babel académica, la obra de Pareto chocó a quienes se negaban a establecer puentes entre disciplinas o rechazaban todo lo que supusiera ampliar las miras del reduccionismo económico o el unilateralismo social. Es imposible encasillarle, apunta de nuevo Schumpeter, pues no rindió culto a ismo alguno. Todo esto explica, tal vez, por qué Pareto es, como dice Julien Freund, «un autor irritante, a veces insoportable».
No se hablará mucho de Pareto en el centenario de su muerte pero su vigencia es indiscutible. Y el vacío que deja es como el elefante en la habitación. Si Pareto no hubiera existido, hoy volvería a nacer. Él, que ya había denunciado en su día la «absurda piedad con los malhechores» de la burguesía de su tiempo, desnudaría hoy mejor que nadie los oscuros intereses que se ocultan tras el velo de esa filantropía maliciosa que representan las ideologías victimocráticas promovidas por una clase política decadente y entregada al mito del Big Other. Pareto sería hoy para la sociología lo que el Houellebecq de Sumisión ha sido para la literatura.
Escribe Franz Borkenau, uno de sus primeros biógrafos, que no se sabe si tuvo hijos, pues hasta ese punto de su biografía permanece oscuro. Quizá los europeos no merecemos todavía ser llamados hijos de Pareto. Sólo podemos esperar el día en que lo reconozcamos como a nuestro padre. Un padre al que no podríamos matar sin cometer, al mismo tiempo, suicidio.