Hace unos días Disney mostró un adelanto de su próxima película animada, Wish tendrá por título, y estará protagonizada como era previsible por una princesa (nada que objetar, aquí las tradiciones se respetan), pero… con aspecto de Beyoncé y pelo afro que vive en un reino situado en la Península Ibérica durante la ocupación musulmana; eh, un momento, aquí nuestro sentido arácnido ante la propaganda anglo-progre nos pone en alerta ¿Entonces los cristianos que protagonizaron la Reconquista, conformando España en el proceso, serán los malos de la película? Es pronto para decirlo con la información disponible, aunque quien acostumbra a ponerse en lo peor difícilmente acaba decepcionándose. Nos responderán que de una superproducción animada tampoco cabe esperar rigor histórico, pero ya nos conformaríamos con que siquiera en su lugar solo hubiera fantasía y no propaganda…
Sobre el improbable aspecto de la princesa y demás personajes que vemos en el teaser no deja de ser otra proyección provinciana de la demografía de California a cualquier época y lugar del mundo. Algo que como hemos podido ver estos días ha causado disgusto en Egipto con una producción de Netflix donde, contra toda evidencia histórica, aparece retratada una Cleopatra negra. Lo mismo está sucediendo, una vez más, con la última versión de La Sirenita. Una y otra vez se repiten desde hace unos años esta misma clase de polémicas ¿Por qué? No es difícil adivinar el patrón que siguen y hay quien les ha puesto nombre: fan-baiting. Consiste en realizar un remake o adaptación de una historia real o ficticia —siempre ya conocida previamente— a la que se cambia el sexo, raza u orientación sexual de sus protagonistas de una manera deliberada y poniendo énfasis en esa diferencia con el fin de provocar a la audiencia. A continuación, el estudio selecciona aquellas respuestas en redes sociales menos presentables con el fin de armar un relato que difundirá en los medios: «mirad qué barbaridades nos han dicho, esto demuestra por qué es necesario educar al público con producciones como la nuestra». Profecía autocumplida y chantaje moral por el que público y crítica aplauden tales producciones o pasan a ser malas personas.
La plantilla se ha repetido con más o menos fortuna en múltiples ocasiones y a veces con plena desvergüenza, como en La mujer rey, cuya actriz protagonista en el estreno argumentó que si no era un éxito se estaría enviando el mensaje de que las mujeres negras no pueden liderar la taquilla. No lo fue y tampoco resultó nominada a los Óscar. Su directora tuvo claro el culpable: el racismo. Veamos otro ejemplo: la versión femenina de Cazafantasmas estrenada en 2016. Fue un despropósito en muchos aspectos, incluyendo la expresa intención de avivar cierta guerra de sexos. Basta recordar la diferencia entre la secretaria del film original, Janine —que, dentro de los parámetros de una comedia, aparecía retratada como la más equilibrada de todos ellos— y no digamos ya el papel de Sigourney Weaver, con el personaje posteriormente encarnado por Chris Hemsworth. El empeño en provocar y luego señalar la reacción no terminó de funcionar y la producción tuvo unas pérdidas estimadas de unos 70 millones de dólares. No importa, su director supo de nuevo a quien culpar: el racismo y el sexismo. En fin, el histrionismo y la sobreactuación han sido siempre a Hollywood lo que la codicia a Wall Street, no podemos sorprendernos si esa es también su manera de abrazar la ahora dominante agenda progresista o woke. Ahora bien, ¿a qué precio? Excitar la confrontación del público en torno a la identidad racial o sexual no es desde luego una contribución al mundo de la que puedan sentirse orgullosos, pues logra lo contrario de lo que pretenden alcanzar y, por lo que vemos, en ocasiones el resultado en taquilla tampoco acompaña ¿Acaso no hay nadie con autoridad en ese mundillo que señale el precipicio al que se dirigen en estampida?
Si algo nos ha mostrado el caso Weinstein, con su vertiginoso salto de la unánime adulación cortesana a ser repudiado como un leproso medieval, es que en aquella industria impera el aforismo de Alfonso Guerra: «el que se mueva no sale en la foto». Frente a la tan denostada caza de brujas anticomunista de los años 50, pública, explícita e institucional (y por tanto, en cierto sentido, más justa), que en la práctica dañó muy pocas carreras —algunos guionistas simplemente tuvieron que firmar con otro nombre— la ley del silencio imperante en los últimos años ha desbrozado el terreno cualquier planteamiento conservador o simplemente crítico de una manera mucho más subrepticia. Con el escarnio añadido sobre algunos afectados de verse acusados de paranoicos por denunciar su situación. Son muy pocas las figuras públicas con una posición lo suficientemente afianzada para poder hablar sin miedo a las consecuencias. Los casos más frecuentes han sido los de quienes ya estaban parcial o totalmente retirados y, por lo tanto, tenían menos temor a las puertas que se cerraban ante ellos.
Los versos sueltos
Un pionero fue John Milius, quien denunció haber sido introducido en una lista negra en los años 80 por su película fervientemente anticomunista Amanecer rojo. La cinta no era particularmente memorable, bien es verdad, pero cuesta creer que no se quisiera brindar más oportunidades a quien fue director de dos obras maestras como El viento y el león y Conan el bárbaro (ambas películas con un trasfondo filosófico poco afín a los tiempos actuales, lo que dice bastante en su favor) así como guionista de clásicos como Apocalypse Now. Intervino además de forma oficiosa en muchos otros guiones por su pasmosa facilidad para crear diálogos que eran pura dinamita, uno de ellos esta memorable escena de Quint en Tiburón. Ahí vemos también a un joven Richard Dreyfuss, que precisamente la pasada semana durante una entrevista fue inquirido por los estándares de inclusión —con cuotas por sexo, raza y orientación sexual— que ahora exigen las normas de Hollywood a las películas que quieran ser nominadas. Su respuesta fue categórica: me hacen vomitar. Considera que el cine es una forma de arte y no se le deben imponer sucedáneos actuales de moralidad, debe «dejarse a la vida ser vida» sin estar pendientes de no agraviar minorías. Pero claro, dice todo esto porque ya tiene 75 años. La misma edad, por cierto, que James Woods, convertido en los últimos años en uno de los más entusiastas partidarios de Trump en twitter, consciente, como ha recalcado en numerosas ocasiones, de que su carrera está ya concluida y por tanto no debe rendir cuentas a nadie más que a su propia conciencia.
Otro caso muy interesante en el que reparar es el del escritor y guionista Andrew Klavan. En su obra encontramos películas como Llamada perdida, Ejecutivo ejecutor, Ni una palabra o Ejecución inminente, esta última rodada por Clint Eastwood (otro de esos espíritus libres tan infrecuentes que estamos repasando aquí). Klavan, de linaje judío pero convertido al cristianismo, terminó descubriendo en sí mismo a un conservador que si aireaba públicamente sus convicciones sería inevitablemente expulsado de ese monocultivo liberal que es la industria del entretenimiento. No le importó (tiene ya 68 años) y optó por reciclarse en comentarista político; esta misma semana concedió una larga e interesante entrevista muy recomendable que puede verse aquí. Su tesis fundamental es que el cine como todo arte tiene un ciclo, que estaría llegando a su fin, y su análisis recoge también aquello que sostenía el teórico de la literatura George Steiner sobre la pérdida del sentido del arte occidental con su desacralización. En un mundo sin un sentido espiritual trascendente solo queda el poder terrenal, político, y en eso, sostiene Klavan, consiste lo woke: en relaciones descarnadas de poder. Un planteamiento que mata toda narrativa, cualquier mito que quiera apelar a algo profundo en el corazón del espectador. Además, en su opinión, el feminismo es un error que habría hecho infeliz a todo el mundo y que ha contribuido a destruir el cine acabando con su historia fundamental, la de «chico conoce a chica».
Con menos vuelo teórico pero un afán parecido por, diríamos, poner pie en pared, se encuentran Dennis Quaid y Roseanne Barr con 69 y 70 años respectivamente. Mientras que una actriz mucho más joven, Gina Carano, sí tuvo bastante que perder al ser apartada de la serie The Mandalorian por las opiniones escasamente progresistas que expresó en Twitter. Incluso le costaron perder una serie específica sobre su personaje que estaba planeándose a modo de spin-off. Caso más particular es el de Tarantino, que no deja de recordar que ya está medio retirado del cine y solo rodará una película más. Lo que unido a su posición indiscutible dentro de la industria (¿existe otro cineasta contemporáneo cuyo apellido sea una marca más reconocible de un estilo?) le otorga el privilegio de poder denunciar que el «Hollywood Woke» antepone la ideología al arte, la calidad, el mérito y el entretenimiento. Siempre me ha resultado admirable esa convicción expresada en su cine de que el espectador ya viene enseñado de casa y no tiene que adiestrarle en un par de obviedades morales o políticas, con entretenerle ya es bastante. Más comprometida es la posición del actor y director Vincent Gallo, que no solo se ha atrevidoa apoyar entusiásticamente a Trump sino que llegó a promocionar la venta de camisetas con el lema «Fuck Black Lives Matter». Así no se ganan Óscars, ¿eh? Por suerte para él ha podido hacerse un hueco en una nueva productora de cine que veremos a continuación.
¿Mutación o desaparición?
The Daily Wire era inicialmente un medio digital fundado por dos personas muy vinculadas a Hollywood por sus raíces familiares y trayectoria profesional, Ben Shapiro y Jeremy Boreing, donde también encontró su espacio semanal nuestro ya citado Andrew Klavan. Pues bien, hace casi tres años dieron el salto a la producción cinematográfica con Run Hide Fight. Descrita como una Jungla de cristal en un instituto, es una cinta relativamente buena en comparación con gran parte de lo que se estrena hoy día. Luego vinieron Shut In, coprotagonizada por Vincent Gallo, un thriller en la América rural blanca más bien fallido y Terror on the Prairie, un wéstern con Gina Carano como estrella protagonista bastante recomendable. Son películas todas ellas que sin ser explícitamente conservadoras podría haberse estrenado hace 30 ó 40 años sin causar extrañeza. De todas sus producciones la que sin duda ha dado más que hablar hasta ahora es What Is A Woman?, un documental imprescindible y a ratos perturbador sobre la industria del cambio de sexo, desde su teorización académica hasta los centros médicos donde se realizan las intervenciones quirúrgicas.
En cualquier caso, The Daily Wire no deja de ser un barco pirata entre los grandes estudios ¿Logrará afianzarse? ¿Marcará el camino a otros? ¿Está el cine condenado a desaparecer? ¿O quizá solo Hollywood en concreto? ¿Volverá a gustarle alguna película a Carlos Boyero en los próximos 10, 15 o 20 años? Grandes preguntas aún sin respuesta… En este punto concluiremos recordando las recientes y muy significativas declaraciones del productor Dan Lin, una de las voces más autorizadas de la industria y responsable entre otras muchas de It, Los dos Papas, La LEGO película,Godzilla vs. Kong o Aladdín: «no eso ya cuestión de perspectivas, una recesión está por llegar, los presupuestos se están recortando y estoy realmente preocupado de que la diversidad será lo primero que desaparecerá».