Yolanda Díaz y el plustrabajo

El objetivo de reducir la jornada laboral de acuerdo a los viejos objetivos marxistas tiene como principal enemigo precisamente el Estado

Cuando Carlos Marx escribió El Capital la jornada laboral media en Europa era de 60 horas semanales; en 1919, tras grandes reivindicaciones obreras, se bajó a 48 horas, siendo la monarquía de Alfonso XIII pionera en esta histórica reducción; con Joaquín Almunia, en diciembre de 1982, se bajó la jornada laboral a 40 horas, y ahora Yolanda Díaz quiere reducirla a 37,5 horas. El fundamento de economía política que siempre ha tenido la izquierda para bajar la jornada laboral descansa en la teoría de la plusvalía o plustrabajo, enunciada por primera vez por don Carlos partiendo de los Ensayos Económicos de David Ricardo, pero que hoy no nos sirve como la planteó Marx, dado el nacimiento del Estado del Bienestar con su salario social, como veremos.

Según don Carlos si el obrero sólo necesita media jornada de trabajo para vivir un día entero, él y sus hijos, sólo necesita, para que subsista su existencia vital e intelectual como obrero, trabajar media jornada laboral. En ese caso la segunda mitad de la jornada laboral sería “trabajo forzado”, trabajo excedente. Lo que desde el punto de vista del capital se presenta como plusvalía, desde el punto de vista del obrero se presenta exactamente como plustrabajo por encima de su necesidad como obrero, o sea, por encima de su necesidad inmediata para el mantenimiento de su condición vital. Para Marx el gran sentido histórico del capital, llevado por un afán ilimitado de enriquecimiento, habría sido el de crear este “trabajo excedente”, trabajo superfluo desde el punto de vista del mero valor de uso, de la mera subsistencia. Es así que una necesidad producida históricamente habría sustituido a la necesidad natural. Recuerda el olvidado Marx –olvidado sobre todo por los propios marxistas– cómo los negros jamaicanos, los quashees, una vez abolida la esclavitud, se conformaban con producir lo estrictamente necesario para su propio consumo, y consideraban la holgazanería como el verdadero artículo de lujo por excelencia del hombre libre, cosa que hizo que un “planter” desde las páginas del Times, en noviembre de 1857, pidiese sin éxito que se reimplantase la esclavitud.

Para Marx el criterio del ocio debería convertirse en el principal criterio de la riqueza social y no el crecimiento económico. El capital constituiría un impulso desenfrenado y desmesurado de enriquecimiento ilimitado, una tendencia permanente a crear más plusvalía, y el límite cuantitativo de la plusvalía se le presentaría tan sólo como barrera natural, como necesidad, a la que constantemente procura derribar, a la que permanentemente procura rebasar.  En efecto, la barrera se presenta como contingencia que debe ser superada. Ello se pone de relieve incluso en la contemplación más superficial. Si el capital aumenta de 100 a 1000, ahora es 1000 el punto de partida del que debe arrancar el aumento. Cuando una corporación capitalista gana un año algo menos que el año anterior no es que obtenga menos beneficios, sino que se mide esa circunstancia en números rojos. El trabajo objetivado, contenido en el precio del trabajo, era siempre para Marx igual a una fracción de la jornada laboral entera; es siempre, expresado aritméticamente, una fracción; es siempre una proporción numérica, nunca un número simple. Finalmente, la plusvalía del capital, que éste obtiene mediante el proceso de producción, “consistía” únicamente en el excedente de plustrabajo por encima del trabajo necesario.

    Pues bien, si la teoría de la plusvalía y su contrapartida, el plustrabajo, podía ser más o menos cierta en un Estado liberal o mínimo, como el que viviese don Carlos en Londres –de hecho, hasta José Antonio Primo de Rivera aceptaba la crítica marxista, si bien desde la óptica nacionalista de Lassalle–, hoy ya no puede sostenerse en el Estado socialdemócrata que se ha impuesto en Europa, en donde el trabajador emplea una fracción de tiempo de su trabajo vivo mucho más grande en mantener este mastodóntico Estado que la que le sirve a él para reproducir su fuerza de trabajo y mantener a su familia, y también mucho mayor que la que se lleva su patrón. La redistribución de la renta a través de impuestos abusivos hace que la mayor fracción de tiempo de trabajo vivo del obrero se la lleve el Estado. Hoy es el Estado pilotado por un gobierno socialdemócrata quien explota al obrero, y no el capitalista, que sirve también a los intereses del Estado. Del trabajo vivo del obrero, de ese trabajo-mercancía, sale la sanidad pública, la educación, los subsidios familiares, los subsidios de desempleo, las jubilaciones, las infraestructuras públicas y mil cosas más entre las que se encuentra la tajada del Presupuesto estatal que se llevan un millón de zánganos, llamados políticos. No es la maldad intrínseca del empresario la que dificulta bajar la duración de la jornada laboral, cuando tampoco lo desean las empresas autogestionadas ni los kibbutzim israelíes que se organizan democráticamente, sino las obligaciones que todos los trabajadores tenemos con este Estado, un Estado cada vez más caro y menos eficaz, y que nos recuerda mucho los tiempos finales del Estado romano.

    Cuando Lenin escribió El Estado y la Revolución, con el objetivo de terminar con la legalidad democrática del gobierno Kerenski, vaticinaba que con el triunfo del proletariado el Estado decaería hasta desaparecer, y lo que ocurrió fue que la entera vida del ciudadano soviético –no sólo la fracción de plustrabajo “robada” por el burgués– fue vampirizada por el Estado, y que le obligaría a volver a la jornada de diez horas de trabajo cuando un decreto de Kerenski la había bajado a ocho. Y hoy estamos cerca de que vuelva a ocurrir y que en honor del Estado y de los Manes de Pedro Sánchez vuelva a subir la jornada laboral.

    Marx, en el prefacio a la Contribución a la crítica de la economía política habla de un sistema social, Modo de Producción Asiático (MPA), en el que no existe la propiedad privada, y todo está en manos de un poder central, burocrático, capaz de hacer grandes obras públicas, generalmente de regadío, controlando a toda la población. El estalinismo condenó esta teoría, y lo hizo porque según Karl Wittfogel el MPA era demasiado parecido a lo que había en la Rusia de Stalin.

     En realidad, Marx nunca tuvo un concepto positivo del trabajo, sino que más bien lo vio siempre como una “condena”. Su sentido del trabajo es bastante cristiano. Así, escribió: “Los burgueses tienen razones muy fundadas para atribuir al trabajo una fuerza creadora sobrenatural”. Para él, a diferencia de Ricardo y Smith, la fuente de la riqueza no es el trabajo, sino la Naturaleza. Y siempre ironizó sobre la santidad del trabajo. “En la medida en que el trabajo se desarrolla socialmente, convirtiéndose así en forma de riqueza y de cultura, se desarrollan también la pobreza y el desamparo del obrero, y la riqueza y la cultura de los que no trabajan”.

     El caso es que el desiderátum político de la Sra. Ministra Dña. Yolanda Díaz, de reducir la jornada laboral a 37,5 horas, de acuerdo a los viejos objetivos marxistas, tiene como principal enemigo precisamente el gobierno depredador de Pedro Sánchez con sus inasumibles impuestos confiscatorios. A este Estado de Pedro Sánchez le pasa lo mismo que al viejo capitalismo voraz que tan bien analizó Marx. Todo el mantenimiento del ciclópeo tinglado estatal de hoy gira en torno a la prolongación del trabajo gratuito de los obreros, alargando la jornada de trabajo, o desarrollando la productividad, o sea, acentuando la tensión de la fuerza de trabajo. De las 37,5 horas de la nueva jornada de trabajo vivo, ¿cuántas de ellas corresponderán a la conservación de este Estado precomunista? ¿cuántas corresponderán al salario del obrero? ¿con cuántas se amortizarán las máquinas y la tecnología empleada? ¿cuántas horas o, al menos, cuántos minutos irán a parar a los bolsillos del malvado empresario codicioso?

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