Algunas lecciones que nos dejó el Covid

Cuatro años después, sorprende el silencio; hay mucho que aprender de las respuestas de mucha gente y de las políticas que se llevaron a cabo

En enero de 2020, cuando empezamos a recibir noticias de que había un nuevo virus extendiéndose por China que estaba llevando al gobierno a cerrar ciudades enteras, mi esposa y yo inmediatamente entendimos que esto llegaría a Europa en cuestión de días.

Mi esposa es china, y tenía información de primera mano, la clase de información que tenían los políticos occidentales, pero nosotros –a diferencia de ellos– nos pusimos manos a la obra inmediatamente. Cuando fui a farmacias a comprar ivermectina tuve que lidiar con el desprecio y sorpresa de farmacéuticos profesionales; cuando obligamos a nuestros hijos a ir con mascarilla a su colegio de Madrid, la directora del colegio se encaró con ellos (12 y 9 años entonces) y amenazó con expulsarlos por alarmar a sus compañeros.

El virus chino del que se cachondearon durante semanas Broncano, Risto Mejide y la plana mayor del periodismo español acabó matando a 25 millones de personas en todo el planeta, pero igual se celebró el Día de la Mujer con una manifestación masiva que resultó en una orgía de contagios en Madrid el 8 de marzo; la semana siguiente el gobierno nos encerró a todos, ilegalmente, en nuestras casas.

Durante meses siguieron sin cerrarse, siquiera vigilarse, los accesos por tierra, mar y aire. La ivermectina desapareció de las farmacias; cuando las máscaras se hicieron no recomendables, sino obligatorias en todos los casos a menos que seas un fascista anticientífico criminal trumpista, le compramos máscaras a un intermediario chino que repartimos entre policías locales a través del marido policía de una amiga.

Lo que ahora sabemos es que la ivermectina solo funciona medio bien con el coronavirus, como mucho, y eso en algunos casos; y que incluso las máscaras más caras tienen un efecto moderado en la transmisión de virus, y que conllevan infinitas contraindicaciones, como había dicho durante años la Organización Mundial de la Salud y como repitió durante semanas hasta que cedió al pánico generalizado.

Muchas de las cosas que se hicieron se hicieron bien, sobre todo en Asia-Pacífico: el cierre automático de fronteras y vigilancia estricta de contagios en países como Australia, Nueva Zelanda, Japón, China y Corea del Sur salvó millones de vidas. Otras cosas se hicieron tarde, mal y nunca, como las medidas contradictorias, autoritarias y casi siempre ilegales que tomaron los gobiernos europeos.

Ahora sabemos que, para cuando Pedro Sánchez y sus colegas de la Unión Europea decidieron imponer encierros masivos, ya era demasiado tarde, y en ese punto (y no antes) los epidemiólogos británicos y suecos que abogaron por la “inmunidad de rebaño” y encierros solo para los más expuestos (ancianos, gente con patologías graves, etc) llevaban toda la razón.

El virus ya no se podía pasar, todo lo que se hizo a partir de ahí fue teatrillo de alerta y aprovechamiento de la crisis por gobiernos ineptos y ambiciosos. En el Reino Unido se dieron bandazos infinitos, pero el gobierno sueco logró, con una política más moderada y menos histérica, salvar los papeles al menos hasta cierto punto.

Algo parecido ocurrió con la vacuna del Covid. Durante meses, todos pusimos nuestra esperanza en que el plan de Donald Trump para acelerar la producción de una vacuna mucho más de lo que sus enemigos consideraban posible iba a funcionar, y funcionó.

Pfizer anunció la existencia de la vacuna pocos días después de que Trump perdiera las elecciones contra Joe Biden, habiendo seleccionado la fecha con mucho cuidado, y casi todos nos la pusimos. Luego empezaron con la obligatoriedad, con los pasaportes sanitarios, con las presiones. Mi esposa y yo nos la pusimos pero me negué a ponérsela a mis hijos porque ya en agosto de 2021 era obvio para cualquiera que sepa leer estudios científicos que el Covid no es un peligro para los niños, y apenas lo es para jóvenes sin condiciones extremas.

Una vez más, intenten explicarles eso a una farmacéutica para quien la ciencia es lo que diga Fernando Simón en la tele, y cambia en función de la opinión de Fernando Simón. O de los gobiernos autonómicos del PP. A finales de 2021 tuvimos que cancelar un viaje a Andalucía porque mi hijo ya mayor de 12 años no podía entrar en ningún hotel ni restaurante sin prueba fehaciente de vacunación.

En mi oficina la obligación de llevar prueba de vacunación y refuerzo para poder entrar no se levantó hasta el verano de 2023. Hace un año, casi me echaron de urgencias de un hospital madrileño –donde había llevado a un hijo lesionado– porque la inútil mascarilla reutilizada cien veces que me obligaban a llevar se me había caído por debajo de la nariz.

A día de hoy, en muchos países occidentales sigue recomendándose la vacunación de menores contra el Covid, y la de ancianos, aunque los efectos secundarios de las vacunas son ya peores que los que puedan tener contra las versiones muy evolucionadas, y debilitadas, que siguen circulando. 

Me sorprende que de esto apenas se hable. Han pasado solo cuatro años desde que empezó la pesadilla del Covid que se llevó a tanta gente, y seguimos sin saber con certeza por qué empezó y de dónde salió. Y hay mucho que aprender de las respuestas de mucha gente y de la política que se llevó a cabo.

Madrid, 1973. Tras una corta y penosa carrera como surfista en Australia, acabó como empleado del Partido Comunista Chino en Pekín, antes de convertirse en corresponsal en Asia-Pacífico y en Europa del Wall Street Journal y Bloomberg News. Ha publicado cuatro libros en inglés y español, incluyendo 'Podemos en Venezuela', sobre los orígenes del partido morado en el chavismo bolivariano. En la actualidad reside en Washington, DC.

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