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Apuntes romanos

«Hoy ninguna empresa de construcción del mundo, ni la de nuestro Florentino, sería capaz de hacer, con los más conspicuos ingenieros, ni el panteón de Agripa, ni el Coliseo, ni las termas de Caracalla»

El calestruzzo del ingenio romano y el resistente travertino de la diosa Gea son los elementos que han eternizado los restos de belleza incomparable de la madre Roma. La genialidad arquitectónica del mismo Coliseo de los Flavios perdona todos los pecados del pobre e incomprendido Domiciano, y, al mismo tiempo, explica las alabanzas e invectivas de Marcial y Juvenal. La inteligencia de Apolodoro de Damasco, no comprendido ni entendido por el muy inteligente Adriano, se eternizará con los restauradores trabajos arqueológicos que a la sazón nos desvelan los grandes monumentos de Trajano, como ese gran Centro Comercial rescatado en campañas arqueológicas de treinta años, al lado de la columna formidable de aquel emperador español, estéticamente mucho más bello por sus líneas y proporciones simétricas que cualquier Corte Inglés de los nuestros. Su Columna se levantó entre dos Bibliotecas, una para almacenar libros escritos en lengua griega y otra para los que estaban en latín. Estas dos bibliotecas tenían nichos rectangulares a modo de armarios para colocar los volúmenes, nichos, por cierto, muy parecidos a las cellae o armaritos para la ropa en el apodyterium de cualesquiera de las thermae romanas. Como material de construcción se empleó el ladrillo recubierto de mármol.

El Foro de Trajano era la mayor maravilla de la ciudad, de acuerdo a la Historia de Ammiano Marcelino, quizás el último gran historiador romano, que narra el inicio de la decadencia de la Madre Roma y sus primeros fracasos contra los bárbaros, como el de la batalla de Adrianópolis. En el mismo foro destacaba la Basílica Ulpia, dedicada a Trajano tras su muerte. Esta Basílica tenía cinco naves y estaba recubierta de mármoles de diferentes colores, gris o granito, llegados de Luna, de Carrara y de otros varios lugares. Medía 165×50 metros.

Trajano terminó en Roma la construcción del templo de Venus Genetrix empezado por César, del que se conservan unos bellos relieves con erotes y cráteras con escudos. Y es que Venus es la verdadera Madre de Roma, por Eneas, y madre, por ello también, de la familia julia, quien abre el Imperio.

Roma representa la mayor civilización que ha existido en la historia humana. El hecho mismo de que los grandes Papas ilustrados del Renacimiento, como Pío II, en su vida laical llamado Eneas Silvio Piccolòmini, parafraseando aquello de Virgilio «sum Pius Aeneas…fama super aethera notus» (Aen. I, 378), pusieran todo su poder, sensibilidad y dinero, en imitar a la Roma antica, en plagiar su inmarcesible y apabullante belleza a través de los mejores artistas del Cinquecento, Seicento y Settecento nos está indicando de modo palmario su contundente importancia. Bramante levanta su elegante cúpula, desde la que se divisa las cumbres nevadas de los Apeninos, a partir de la basílica de pórfido de Majencio, el penúltimo emperador pagano –el último fue Juliano–, y Rafael, Miguel Ángel y Bernini completan su idea de la antica Roma, la Madre Roma. Y cuando Julio II della Rovere anima al propio Miguel Ángel a que complete el amputado y sublime torso masculino situado en un belvedere, obra del desconocido escultor ateniense Apolonio, hijo de Néstor, Buanorroti contesta: «Nos es imposible completar un trozo de lo divino». Se puede imitar la belleza de la Roma antica, no superarla.

Todavía hoy en Roma se discute la etimología de «catacumbas» por competencia entre empresas que explotan las catacumbas. Así, por interés turístico, la guía de las Catacumbas de San Sebastián afirma a los turistas sin romanizar que catacumba deriva de Katà+kumbèn, como junto a la cantera, porque «su» catacumba estaba al lado de una cantera. Ello daría a las Catacumbas de San Sebastián un prestigio «protocatacúmbico», al convertirse ella misma en epónimo de todas las catacumbas. Lo malo es que a la cantera en griego se dice «latomeîon«, y la forma kumbê –que se leería kymbé— hace referencia sólo a cualquier cavidad, como la de un vaso, y se necesitaría una explicación metafórica para entenderla con el significado de «cantera». Es mejor en este caso explicar su etimología dando a la forma «kymbê» su significado usual de «cavidad» y a la preposición katà su valor de «abajo» o «hacia abajo». Esto es, catacumba como subterráneo sin más. Por otro lado, nuestro Juan Corominas explica esta palabra derivándola de la forma del latín tardío «catechúmenae» (catecúmenos), sufriendo una alteración debido al influjo de «tumbae«, tumbas. Esto es, las catacumbas serían los lugares en donde se enseñaban los misterios y dogmas básicos del cristianismo a los iniciados. Yo, naturalmente, estoy con la auctoritas del gran maestro barcelonés, máxime cuando en estos lugares «turísticos» se ven continuamente en los muros símbolos didácticos como el pez, la ballena, el símbolo solar y otras figuras que explican el mensaje cristiano en esas eternas, secretas y oscuras pizarras murales.

Hoy ninguna empresa de construcción del mundo, ni la de nuestro Florentino, sería capaz de hacer, con los más conspicuos ingenieros, ni el panteón de Agripa, ni el Coliseo, ni las termas de Caracalla, ni nuestro entrañable acueducto de Segovia. Roma no ha sido superada en su maestría de levantar obras públicas por nadie. Ni por los chinos, que es el pueblo que más se parece a los romanos en mantener las más antiguas tradiciones.

Reyes de Roma, los grandes Papas, imitando la «aemulatio» competitiva de los antiguos emperadores intentaron de algún modo mantener y engrandecer la belleza y los tesoros de Roma. Así, nos han legado las colecciones maravillosas de los Museos Vaticanos, en las que casi todos los grandes Papas han añadido sus propias adquisiciones. El último Papa de exquisita sensibilidad artística fue Pablo VI, quien nos dejó su espléndida colección de pintura moderna, en la que destacan Boccioni, Chagall, Giorgio de Chirico y el gran Van Gogh, con su realista «Piedad». El actual Papa, además de no saber –o no querer– parar la desastrosa deriva de la Iglesia, que puede llevarla a una quasi extinción, aportará quizás un porongo argentino para tomar el mate.

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