Dentro de la obra El ocio y la vida intelectual, de Josef Pieper, se encuentra un capítulo con el título ¿Qué significa filosofar?, dondeel filósofo alemán, en el transcurso de su argumentación, se detiene a analizar sucintamente el intento de la filosofía moderna de atribuir a la duda y no al asombro el principio del filosofar. Este cambio de paradigma es importante por cuanto explica en gran parte los posteriores errores y extravíos de la filosofía moderna, y es el punto divergente desde el cual se aleja de la filosofía clásica. En este artículo trataremos de esclarecer el comentario de Pieper al respecto dentro del contexto de todo el capítulo, y de desarrollar, en la medida de nuestras posibilidades, los argumentos por los cuales creemos que la duda no puede ocupar el lugar del asombro como principio de la filosofía.
En el capítulo ¿Qué significa filosofar?, Josef Pieper perfila una definición sobre la actividad filosófica reflexionando sobre algunas de sus características. Entre las más destacadas de esas características, se encuentra el hecho de que el filosofar trasciende el mundo del trabajo. Esta singularidad distingue la actividad filosófica de la gran mayoría de las actividades humanas, y es por lo tanto un primer paso para su definición por vía de exclusión. Todavía habrá que buscar otras características, puesto que la poesía comparte con la filosofía ese trascender el mundo del trabajo, pero es una primera aproximación con la que el filósofo alemán excluye de un plumazo una inmensa variedad de quehaceres humanos. Por «mundo del trabajo» no entiende Pieper simplemente las ocupaciones del hombre que cooperan a la utilidad común, sino aquellas que centran esa utilidad en el aspecto puramente material o de la simple existencia física, pues mientras que «al bonum commune corresponde que haya hombres que se entreguen a la vida inútil de la contemplación»¹, según afirma santo Tomás de Aquino, la idea moderna de «utilidad común» niega cualquier utilidad de orden espiritual y por lo tanto margina cualquier tipo de contemplación o reflexión trascendente. Todo debe estar enfocado hacia la producción; el esfuerzo físico debe ser autorreferencial, en cuanto debe generar su propia gratificación y no salirse de su propio ámbito, sino volver una y otra vez sobre sí mismo. El mundo moderno no sabe ver en la propia constitución física del hombre el signo de su anhelo de transcendencia, como sí vieron los autores antiguos. La posición erguida del hombre, su anatomía flexible al cielo, le indica con suficiente claridad que no está hecho exclusivamente para la tierra, al contrario de lo que ocurre con los animales, y esta idea fue expresada de diferentes maneras desde la antigüedad, convirtiéndose en un tópico, de modo que podemos encontrarla en autores como Ovidio² y Cicerón³.
El mundo del trabajo niega al hombre su disposición natural a la contemplación y reduce el radio de la actividad intelectual a lo estrictamente provechoso, pero habiendo previamente extraído lo trascendente de la definición de lo provechoso, para dejar sólo un sentido limitado y grosero, es decir, el que se puede alcanzar a través de los trabajos serviles que, como dice santo Tomás de Aquino, «se ordenan a un beneficio logrado mediante trabajo»⁴. La filosofía, en cambio, es eminentemente un arte liberal, pues no está a sueldo de un beneficio externo ni es un medio para alcanzar un fin, sino que es un fin en sí misma. El mundo del trabajo se propone incidir sobre la realidad: quiere modificarla, explotarla, transformarla; la filosofía, en cambio, es puramente receptiva, quiere entender y explicar la realidad sin utilizarla para otros fines que los del propio conocimiento de su naturaleza. El contraste entre ambos mundos (que sin embargo pueden y deben ser complementarios) es evidente, y Pieper lo ilustra con un ejemplo: ¿qué pasaría si en medio de las voces cruzadas de los talleres y los mercados, entre las preguntas prácticas (¿a cuánto va el kilo de tomate? ¿dónde está el destornillador?) se levantara una voz preguntando por qué hay algo en vez de nada? Los hombres que estuvieran ocupados en sus faenas quedarían aturdidos y mirarían al autor de esa pregunta trascendente como a un loco recién escapado del manicomio. Es que ese hombre ha dado un paso atrás (o adelante) respecto al mundo del trabajo, ha salido de la órbita que movía a los hombres en una espiral de acciones donde una pregunta esencial se había asumido como no contestable o donde ni siquiera se había planteado. De la oposición entre ambas formas de afrontar la realidad nace la incomprensión, la sensación de que el filósofo quiere distinguirse y en cierta manera retroceder para volver a hacer una pregunta que se creía superada por el mero hecho de que se la ignoró, de que se pasó por encima de ella pisoteándola para ir en busca de otras preguntas más superficiales y prácticas.
Este contraste entre el mundo del trabajo y la filosofía tiene su causa en la capacidad de asombro. Esa pregunta radical de la metafísica: «¿por qué hay algo en vez de nada?», sólo puede formularse ante el asombro que provoca la existencia de la realidad, al «desasumir», si se me permite el neologismo, que necesariamente tenga que haber algo en vez de nada. De ahí que la característica principal de la actividad filosófica, su leit motiv, sea el asombro, y que se haya asociado desde tiempos inmemoriales esa impresión en el ánimo con las preguntas de carácter filosófico. De hecho, el epígrafe con que Pieper inicia el capítulo ¿Qué es filosofar? es una cita de santo Tomás de Aquino en la que se pone de manifiesto la similitud entre el filósofo y el poeta debido a su capacidad de asombro: «La razón por la que el filósofo se parece al poeta es ésta: los dos se las tienen que ver con lo asombroso»⁴. Vemos esta misma idea en Aristóteles, a quien el aquinate comenta, y también Platón pone en boca de Sócrates que lo que caracteriza al filósofo es el asombro⁵. Sin embargo, lo asombroso no es algo que venga dado, o que todo hombre reciba de forma pasiva como recibe por los sentidos las formas geométricas o los colores, sino que hay una capacidad específica que la percibe. En toda realidad está latente lo asombroso, pero permanece visible para el hombre con capacidad de asombrarse e invisible para el hombre que carece de esa capacidad. No es que todo hombre, por el hecho de poseer esta capacidad de asombro, sea necesariamente filósofo o poeta, pero todo filósofo o poeta posee esta capacidad. Es una condición, una de las principales y características, aunque se precisan otras cualidades para filosofar o hacer poesía, y tanto uno es mejor filósofo o poeta cuanto en mayor grado posee esas cualidades.
El asombro es un no saber que no se autocomplace en su situación, pues el hombre que se asombra quiere conocer la causa oculta que le mueve a ello, motivo por el cual santo Tomás de Aquino define el asombro como desideriun sciendi⁶. El filósofo quiere explicar su asombro, y para ello debe conocer qué lo causa, en la esperanza de dejar de asombrarse a medida que avanza en ese conocimiento. Por lo tanto, el filósofo quiere dejar de asombrarse algún día, pero necesita partir del asombro, mientras que el hombre encerrado en el mundo del trabajo permanece siempre en ese estado de no asombro, pero muy alejado del no asombro al que aspira el filósofo, como el hombre que permanece en reposo en las gradas está alejado del atleta que corre hacia el reposo de la meta. Es cierto que un hombre no podrá dejar de asombrarse mientras tenga una actitud filosófica, pues no puede llegar a conocer a la perfección la causa de aquello que le asombra, pero debe aspirar a ello para subir los peldaños que le alejen de la ignorancia absoluta y le acerquen a la plena sabiduría. ¿Puede llegar a esta plena sabiduría? Ciertamente no, pues siempre estará infinitamente alejado de ella; pero estará menos infinitamente alejado, por decirlo así, que el hombre que no ha comenzado a asombrarse, o que el animal, a quien «no corresponde tender al conocimiento de las causas»⁷, en palabras de santo Tomás de Aquino. Por lo tanto, entre el animal que no se asombra por una absoluta ignorancia y Dios que no se asombra por una absoluta sabiduría, el hombre permanece en un término medio, que sin embargo es susceptible de grados y le puede acercar más al conocimiento divino, aunque sin llegar nunca a él.
Pero el asombro no debe confundirse con la duda, ni debe atribuirse a esta última la causa del filosofar. Pieper detecta este error en filósofos como Hegel y Windelband, y por supuesto a partir y con motivo de Descartes. Es cierto que tanto el que se asombra como el que duda abandonan una verdad asimilada o superficial, una evidencia con cierto aire de unanimidad, pero hay que prestar atención hacía dónde o en qué dirección la abandonan uno y otro. El que se asombra abandona la superficie de una realidad para sumergirse en su interior, mientras que el que duda retrocede para perder de vista la superficie misma. Al asombrarse, el hombre barrunta que la realidad que tiene ante sus ojos es mucho más profunda, que hay un abismo de verdades tras el terreno trillado de su umbral, y lejos de querer permanecer en esa cara exterior de la bóveda, penetra en su interior para sondear su hondura. Por eso el asombro se relaciona con el misterio, es decir, con aquello que está oculto o nos es desconocido, pero de manera que el que se asombra entiende que el ser es incomprensible de tan profundo (no absolutamente incomprensible, sino incomprensible en su absolutez), y reconoce que lo que causa su asombro es inagotable.
La duda, en cambio, tiende a ignorar el misterio y a considerar que la realidad es demasiado poca cosa para el hombre, algo que no vale la pena investigar, algo incomprensible de tan trivial. Es, como el asombro, un cierto desengaño, pero que provoca una desconfianza en toda evidencia ulterior. Ha abandonado la evidencia de lo que se daba por supuesto, pero en vez de avanzar hacia otra evidencia, se repliega en su conmoción y toma ese estado de transición por un estado permanente. Mientras que en el asombro la turbación ante el descubrimiento de que algo es mucho más de lo que se presumía actúa como un resorte que impulsa al hombre hacia una búsqueda amorosa de su verdad, en la duda, en cambio, la turbación trae consigo la mayoría de las veces la decepción y el abatimiento. «Puesto que esto que tomé por evidencia no lo es, todo lo que considere como evidente en adelante tampoco lo será; luego nada es evidente y debo dudar de todo». Si éste no es el silogismo explícito que se predica a sí mismo el escéptico, sí es el entimema o el pensamiento que subyace en su filosofía o, mejor dicho, en su falta de filosofía, puesto que la duda metódica, a pesar de considerarse comúnmente una corriente filosófica, es eminentemente antifilosófica, puesto que cierra a cal y canto la puerta a la búsqueda amorosa de la verdad, que es en lo que consiste la actividad filosófica. Por supuesto, la duda no es siempre formalmente escepticismo o pirronismo, que son las formas extremas o paroxismos de la duda, pero debe considerarse un error asociar la filosofía incluso con la simple duda tomada simplemente como vacilar entre dos cosas, y mucho más tomar la duda como el origen mismo del filosofar. La duda puede ser legítima e incluso filosófica tomada aisladamente y aplicada a casos concretos donde no es posible decidirse entre dos cosas que se postulan igualmente como candidatas a la verdad, pero en esos casos no significa más que el preludio a una elección, una fugaz intermitencia que por sí misma no tiene valor ni puede considerarse principio del filosofar, no más de lo que la oscilación de un acróbata puede considerarse principio de su avance en la cuerda floja.
Tanto el asombro como la duda suponen una alteración en la certeza que el hombre había presumido en un ser, una naturaleza o una situación, pero mientras en el asombro esa alteración produce un impulso para conocer más a fondo la verdad, en la duda produce un trauma que hace al hombre sospechar de toda tentativa de conocerla. Así, el asombro y la duda son como dos caminos que se tocan en un punto, pero sólo para bifurcarse y tomar direcciones opuestas. Cuando el asombro nos muestra la inagotabilidad de una realidad, sus infinitas capas de profundidad, sentimos una alegría por conocer al menos que no podremos conocer a fondo toda su verdad, y que este primer reconocimiento es el requisito para conocer otras cosas sobre esa realidad en la medida de lo humanamente posible. Nos resignamos a no poder conocer como Dios conoce, pero es, como dice Pieper, una «sapiente resignación»⁸, pues conocemos las limitaciones de nuestra naturaleza y la desproporción que hay entre ella y el conocimiento perfecto que sólo se encuentra en Dios. La del asombro es, pues, una resignación dinámica y en tensión hacia la verdad, mientras que la de la duda es una resignación paralizante y que repele la verdad.
Incluso en el asombro que no provoca una actividad filosófica, sino que se queda en el plano puramente estético (pues como hemos dicho, todo filosofar lleva implícito un asombro, pero no todo asombro se traduce en filosofar), podemos reconocer esa fuerza dinámica que nos impulsa a unirnos con aquello que ha provocado nuestro asombro. Los hombres viajan miles de kilómetros para presenciar aquello que al ser descrito por otros o al verlo en fotografías les ha causado asombro. Las pirámides de Egipto, por ejemplo, son visitadas por tres millones de personas cada año, que confluyen desde los lugares más distantes entre sí. ¿Qué les atrae a ese lugar? El asombro ante la magnitud, la forma, la antigüedad u otras características de las pirámides, poco frecuentes en las demás obras arquitectónicas. Cuando han visto las pirámides en fotografías o les han sido descritas por otros viajeros, se han asombrado, pero han querido aumentar ese asombro, o experimentarlo de una forma más vívida, acercándose a ellas, acudiendo en persona. El asombro, por lo tanto, produce de por sí un magnetismo entre el hombre que lo experimenta y el objeto que lo genera, aun cuando el hombre pueda detenerse después en un plano inferior y considerar sólo el placer sensible que le produce su contemplación.
Pero lo que distingue a la filosofía es su manera de afrontar el asombro, pues no se conforma con la contemplación puramente estética de una realidad, aun cuando sea material; no se detiene ante su epidermis, sino que pasa adelante y atraviesa su significado en apariencia finito en busca de su inconmensurabilidad. La filosofía aprovecha la fuerza intrínseca del asombro para orientarse hacia la verdad última de las cosas, de modo que sin esta fuerza, que puede ser mal empleada, no podría llegar a descubrir que lo que le asombra es inalcanzable, pero tampoco podría descubrir aquellas partes que son alcanzables sólo tras superar la idea de que la totalidad es alcanzable. El asombro ante la existencia de un mosquito impulsa al filósofo hacia la contemplación inquisitiva de su realidad como el asombro ante una obra de arte impulsa al hombre estético hacia su contemplación delectativa, que es una forma inferior de contemplación, al menos teniendo en cuenta el estado actual del hombre, pues la contemplación delectativa y espiritual está reservada a la visión beatífica.
La duda no ofrece en sí misma esta fuerza dinámica y atrayente en ninguno de los planos que acabamos de mencionar. El hombre que duda de la existencia de una obra de arte o de su valor artístico no la busca, y del mismo modo el que duda de una realidad material o inmaterial no intenta buscarla, sino que se complace en esa suspensión, razón por la cual, dicho sea de paso, el ateo está casi siempre más cerca de convertirse que el agnóstico, pues éste último ni siquiera se plantea la existencia de Dios, al no creerla cognoscible, mientras que el ateo puede, con la misma convicción con que hoy la niega, afirmarla mañana, pues al creer que es posible saber que Dios no existe deja al menos la puerta abierta, aunque no lo sepa, a la cognoscibilidad de su existencia. Por ello Pascal afirmaba que los que viven sin buscar a Dios son unos locos y desdichados, mientras los que no lo han encontrado pero se esfuerzan en buscarlo al menos son razonables, aunque sean desdichados⁹.
1 In Sent. 4 d, 26,1,2
2 Metam. 1,84
Pronaque cum spectent animalia caetera terram,
os homini sublime dedit coelumque tueri,
et erectos ad sidera tollere vultus.
3 Cic. 1 leg. 26
4 Comentario a la Metafísica de Aristóteles, 1,3
5 Teeteto 155d
6 Summa Theologiae I, II, 32,8
7 Summa contra gentes 4,33
8 El ocio y la vida intelectual, cap. ¿Qué es la filosofía? Pág. 139
9 Pascal, Pensamientos L160/B257 (Tecnos)