El final del anterior artículo de esta serie parecería indicar que nuestra reflexión sobre el sentido existencial de la comedia se habría inclinado al ámbito de lo romántico, como un equivalente del tratamiento del tema amoroso. Si se incurre en la tentación de identificar realismo con el reflejo o con la representación de la realidad, también suele asociarse romanticismo con la mera expresión de la intimidad, de manera que se correría el riesgo de que tal interpretación de la comedia quedase asociada simplemente al poder transformador de la risa.
Hemos preferido en las entregas previas resaltar que, realista y/o romántica en un sentido que excede los habituales reduccionismos terminológicos, la comedia constituye sobre todo un modo de tejer ficciones que indagan elementos nucleares de la existencia humana. Tan comprensiva es que sabe que la risa está envuelta en lágrimas. Se llora de risa como se ríe a lágrima viva. Como la tragedia, se enfrenta a los límites que impone el destino implacable, no para hacerse consciente de la desmesura o el exceso –la hybris–que lleva a un final desgraciado, sino para sortear, con agilidad y hasta ligereza, sus peligros. El final feliz, por su parcialidad, proporciona la aliviada victoria que intentamos oponer, con mayor o menor escepticismo, a la certeza de la catástrofe.
La comedia posee también una carga crítica que suele pasarse por alto cuando no se ajusta a corsés ideológicos. En una época en que lo personal es político ha de ser también capaz de afrontar los lugares comunes con procedimientos que le permitan darles esquinazo o burlarlos. Si en cualquiera de sus versiones la Revolución ha convertido el eros en un campo de batalla fundamental, controlar y reabsorber las potencialidades disolventes de la Comedia en función de las bases de una nueva sociedad se ha convertido en un aspecto decisivo de esta batalla. Volveremos sobre este punto en el próximo y último artículo de esta serie.
Entretanto recapitulemos cómo esa crítica en los autores que hemos tratado no se dirige tanto contra el orden social como contra sus riesgos totalitarios que, por su propia dinámica, tienden a ahogar la personalidad. La viuda Mercedes de La vida en un hilo de Edgar Neville escapa de la soporífera vida provinciana de su difunto y pelmazo marido… para comenzar una nueva vida con Miguel. El donjuanesco Sergio Hernán de Usted tiene ojos de mujer fatal de Enrique Jardiel Poncela debe deshacerse de la irresistible cháchara insustancial que le protege de cualquier compromiso vital para alcanzar de nuevo el amor de Elena. Como veremos a continuación, el viudo Marcelino, el protagonista de Maribel y la extraña familia (1959) de Miguel Mihura, ha de regresar a la casa familiar junto al lago para recomenzar una nueva vida. En las tres obras, el motivo de la repetición es básico para sobrepasar la frustración amorosa y llegar a afirmar la identidad personal en el seno de la sociedad, aunque fuera de los márgenes establecidos de entrada.
Podría decirse que cada una de las tres obras representa uno de los momentos estacionales del mito cómico. La obra de Neville es estrictamente primaveral: busca la libertad como afirmación apasionada de la vida. Jardiel sitúa a sus protagonistas en una trama de un fin de verano en que las sucesivas aventuras aspiran a encontrar un descanso. Por último, Mihura pone su atención sobre la amenaza del colapso invernal ante la que la comedia también debe protegerse.
Mercedes, la protagonista de Neville, es una joven tan ardiente como llena ya de experiencia vital. Arrebatadora, arrastra tras de sí al disparatado Miguel. La pujante juventud de la Elena jardielesca comienza a marchitarse con el desengaño. Irresistible, advierte a Sergio de los matices cenicientos que la energía que los atrae mutuamente empieza a colorear. Maribel, la prostituta de Mihura, se ve abocada a proteger las brasas de un candor aniquilado que el cliente/pretendiente Marcelino está empeñado en avivar misteriosamente.
En la obra de teatro de Mihura que nos ocupa la contraposición inicial entre el hogar familiar y el piso de citas constituye la base de su comicidad. Enseguida se comprende que el héroe cómico, sometida a una forma seria de burla, no es el enamorado Marcelino sino Maribel. A quien con su sola presencia compromete la institución familiar se le atribuye la responsabilidad de sostenerla. Esta inversión cómica de los presupuestos sociales acaba introduciendo un par de factores imprevistos sobre el fondo de una comedia que parece decantarse hacia el misterio. El temor y la compasión trágicas infiltran la comedia.
Con Maribel cada vez más inquieta por el rumbo de esa “extraña familia” que parece no querer entender sino en un sentido literal los equívocos eróticos, el final del Acto II modula la tensión de manera magistral. Viéndose obligada a aceptar por cortesía la invitación a la fábrica del pueblo en cuyo “lago de las niñas malas” sabe que murió ahogada en poco claras circunstancias la esposa de Marcelino, Maribel apenas puede reprimir un sollozo de espanto entre sonrisas de circunstancias de Marcelino y sus tías, antes de que caiga el telón.
Este motivo del suspense, que funciona como el secreto que empuja la acción hacia su desenlace, opera tanto por razones teatrales como cinematográficas. En el mítico prólogo a su propia edición de Tres sombreros de copa y Maribel y la extraña familia en la editorial Castalia, Mihura recuerda que el cierre del Acto II le metió en un “laberinto” antes de terminar la obra. Los personajes secundarios de las tías y del administrador, así como los de las alegres amigas de Maribel, habían tomado un impensado protagonismo que le obligaban a una improvisación como si fuera la vida misma. Tomando ese riesgo, con los preparativos del estreno casi a punto, con Maritza Caballero y Paco Muñoz en los papeles protagonistas, escribió en unos pocos días el último acto de una comedia que, recordaba Mihura, “me había salido con una exactitud cronométrica, y sin ninguna pieza que fallase”, hasta el punto de considerarla “mi obra más conseguida”.
No debería resultar accidental que Mihura pasase de puntillas por la adaptación cinematográfica de su obra, realizada por Jose María Forqué en 1960 y protagonizada en este caso por Adolfo Marsillach y Silvia Pinal (en la foto). Desde los planos iniciales, mientras pasan los créditos, la película sitúa la comedia en el marco de un thriller. El lago que va rodeando el automóvil se convierte en el símbolo inquietante de una amenaza que mantiene en vilo a los espectadores a lo largo de la cinta.
En la obra teatral, en cambio, la desenfadada incomodidad de las situaciones de los Actos I y II en el piso hasta las inquietantes y vodevilescas entradas y salidas del Acto III en la fábrica siguen una exigentísima lógica artística, por más atrabiliaria que pudiese parecer en principio. Los efectos cómicos que busca Mihura son, en último término, sentimentales. Como en toda su producción, también en Maribel y la extraña familia investiga las heridas del alma humana necesitadas de afecto y de comprensión. Por debajo de las máscaras del cinismo y la ambición o de la ingenuidad y la cobardía que ensayamos para protegerlas asoman con una voluntad de claridad que deshacen los malentendidos.
Sin lamentos por no haber podido pasar a la historia teatral con Tres sombreros de copas como el iniciador del teatro del absurdo –convirtiendo así a E. Ionesco en el Mihura rumano– y sin abandonarse al éxito del humor de la revista de La Codorniz, nuestro Mihura muestra una seguridad técnica tal en una obra como la que venimos comentando que es capaz de fundir, en términos estrictamente teatrales, dinámicas narrativas propias también del cine. Marcelino, ingenuo y apocado, hace contener el aliento a los espectadores, aunque sea por un instante, como el Johnny de Sospecha (1941) de Alfred Hitchcock. Por otra parte, sus dulces tías también parecen emparentadas con las de Arsénico por compasión (1944) de Frank Capra. Pero los personajes de Mihura dan la vuelta a las expectativas trágicas de sus homólogos hollywoodienses. Parecen asesinos a los ojos de una sociedad desconfiada sencillamente porque son buenas personas.
La compasión sincera, de la que emerge límpido un amor humilde y real, es capaz de disolver el miedo y, sobre todo, de reimaginar el pasado tal como el futuro podría haberlo hecho llegado a ser. El final feliz, aun teñido de melancolía, recuerda que la repetición cómica es un salto precario, sí, pero alegre, sobre el abismo trágico. Desea olvidar para poder reconocerse mejor. Como dice Maribel: “Y yo sé que todo esto es verdad. Que ni te miento a ti, ni me miento a mí misma. Que ha ocurrido, ¿sabes? ¡Y por eso ya no tengo miedo!”.