El 25 de noviembre de 1970 tres jóvenes universitarios de una milicia patriótica llamada Tatenokai lloran desconsoladamente en el despacho del general Mashita —al que mantenían secuestrado— tras haber realizado «el supremo sacrificio de renunciar a morir», con el fin de poder dar testimonio de lo ocurrido y hacer proselitismo. Junto a ellos yacían dos cadáveres decapitados según el método tradicional samurái llamado seppuku: uno de un compañero y el otro de su líder, el escritor Yukio Mishima. Todos ellos habían asaltado el cuartel de Tokio con la intención de animar a las fuerzas armadas a dar un golpe de Estado en una operación que había sido minuciosamente planeada durante años, pero su seguimiento fue nulo. Ese llamamiento a recuperar los valores tradicionales y el Japón imperial caía en saco roto en una sociedad que se había occidentalizado radicalmente en las décadas anteriores (¡y lo que quedaba!), para disgusto del autor al que muchos pronosticaban un Nobel de Literatura y que una vez fallecido ya no recibiría. Si hoy levantara esa cabeza cortada…
Su locura se entiende mejor si recordamos que se consideraba a sí mismo un «Don Quijote menor contemporáneo» (tenía en gran estima a la cultura española, desde los toros a la Legión, por su resistencia a la influencia extranjera) y es que, paradójicamente, Mishima fue también el más occidental de los intelectuales japoneses. Gran conocedor del canon literario europeo, hizo adaptaciones de Eurípides, Sade y Oscar Wilde entre otros, además de hablar inglés con fluidez y estar imbuido de la estética warholiana y la iconografía gay que empezaba a emerger en los sesenta. Quería ser plenamente moderno y a la par tradicional, elitista y pop, ratón de biblioteca y acémila de gimnasio, japonés y occidental, como si al profundizar en un lado saliera rebotado en dirección contraria cada vez más rápido, con más fuerza, así hasta llegar a aquel explosivo momento de singularidad que él denominaba el «Incidente». Como hombre culto se debía a la tradición, pero como artista también aspiraba a superarla creando algo nuevo, así que su propia percepción de la historia nacional tenía mucho de ensoñación literaria, de tradición reformulada a través de una mirada actual sobre templos, espadas, artes marciales, honor y kamikazes.
Estos últimos protagonizaron una de sus últimas obras, Las voces de los espíritus de los héroes, donde expresaba su rechazo a la pérdida de la divinidad del Emperador tras la 2ª Guerra Mundial como símbolo de algo mucho más amplio sobre el propio Japón y su decadencia como país tutelado. En su discurso final, dirigido desde el balcón de aquel despacho en el que se atrincheró a una multitud de soldados que no dejaba de gritarle, intentó comunicar en vano lo que al menos sí pudo dejar por escrito en un documento hallado en el lugar del Incidente: «Hemos observado cómo el Japón de la posguerra se ha infatuado de la prosperidad económica y ha olvidado los principios fundamentales de la nación, su espíritu nacional (…) Se están confiando asuntos de vital y duradera importancia a cierto país extranjero. Hemos observado con los dientes apretados cómo la vergüenza de la derrota ha sido eludida y evitada en lugar de borrarse, y cómo los propios japoneses mancillan su propia historia y tradiciones».
Es llamativo en ese sentido el paralelismo que puede trazarse con el otro gran perdedor de aquella guerra, Alemania. De ser imperios implacablemente depredadores dispuestos a repartirse el mundo a sufrir una derrota incondicional y posterior ocupación, de la que lograron resarcirse transformándose en formidables potencias industriales, aunque eso sí, dependientes militar, política y culturalmente de Estados Unidos. Inseguros ya de cómo deben ser en tanto naciones y de qué relación han de tener con su propio pasado. De manera que Mishima supo tocar una fibra íntima de sus compatriotas con su obra y su histriónico último acto, reverberando con los años en un Japón que ha ido interiorizando muchos elementos exógenos, pero también reacciona ahora con virulencia defendiendo su propia tradición cuando la ha visto amenazada. El último ejemplo lo hemos podido contemplar con la polémica que ha rodeado al videojuego Assassin’s Creed Shadows, interesante por varios aspectos que desgranaremos a continuación.
Con la industria del videojuego superando ya en poder económico a la del cine, no es casualidad que las guerras culturales comiencen a desplazarse a ella. La cosa empezó allá por 2014 con aquel fenómeno contracultural o troll —según quién lo cuente— en torno al feminismo llamado «Gamergate» y ha continuado desde entonces con la abrasiva insistencia en incluir diversidad, que suele consistir en mostrar personajes cuyo sexo, raza y orientación sexual no guarda relación con el contexto de la época en que se base la historia que protagonicen. Ha sido el caso de la compañía francesa Ubisoft (si bien la responsable del desaguisado sería una subcontrata canadiense), decidida a centrar la última entrega de la mencionada saga Assassin’s Creed en torno a un samurái negro ¡Pero existió en la realidad! Se han apresurado a aclarar y ahí empiezan los problemas.
Los escasos registros que se conservan —tres, concretamente— mencionan a un esclavo originario de África que llegó en el siglo XVI a las costas japonesas junto a un misionero jesuita italiano. Allí fue presentado a un señor feudal que pidió que lo desnudasen y frotasen la piel para asegurarse de que no estaba pintado con tinta para engañarle. Le debió caer en gracia porque se lo quedó, haciéndolo llamar Yasuke, otorgándole ciertos privilegios como llevar espada y mostrándose desde entonces frecuentemente acompañado por él en público. Lo que ha dado pie tiempo después a algunos para considerarlo samurái… Aunque las fuentes lo describen realmente como sirviente y guardaespaldas. Por lo que se cuenta en este vídeo la información sobre él en la Wikipedia (tanto en inglés como español) no es fiable, pues un investigador inglés en Japón, Thomas Lockley, estuvo manipulándola durante años citando su propia (y sesgada, por no decir fantasiosa) obra, con el fin de ganar notoriedad y vender su libro, hasta el punto de que la universidad de Japón terminó expulsándolo por esas malas prácticas académicas.Su curiosa combinación de woke y picaresca de título African Samurai: The True Story of Yasuke, a Legendary Black Warrior in Feudal Japan, completamente desacreditado por historiadores japoneses (aquí lo detallan), tiene sin embargo reseñas elogiosas de medios estadounidenses como el Washington Post, lo que debería darnos idea del crédito que merezcan en otras ocasiones.
Así que Lockley era perfectamente consciente de la acogida que en el mercado estadounidense: lo escribió a la medida de sus traumas y obsesiones en torno a la raza negra, cuidándose de variar sus declaraciones en entrevistas dentro y fuera de Japón. Quizá acarició la idea de que Hollywood rodara una película (no lo descartemos), pero lo que ha llegado antes ha sido un videojuego y próximamente un musical de Broadway. Para terminar de echar sal a la herida Lockey en su revisionismo histórico ha llegado a afirmar que los nobles feudales japoneses acostumbraban a adquirir esclavos africanos, en lo que se ha entendido como un intento de expiar culpas históricas propias atribuyéndoselas a otros países.
Por tanto, el problema de muchos japoneses —allá la controversia ha sido considerable — al final no es tanto con el videojuego sino con este autor, al considerar particularmente irritante que venga alguien de fuera a explicarles su propio pasado reescrito y luego lo difunda por el mundo. Desde nuestra larga experiencia viendo cómo se ha contado por ahí la historia de España y las consecuencias que puede llegar a tener no es difícil simpatizar con su indignación… Una que ha llegado incluso a instancias políticas con algunos dirigentes proclamando que se abre un conflicto diplomático. Más allá de todo esto, tampoco ha terminado de entusiasmar a una parte del público que Ubisoft haya insinuado que los dos personajes protagonistas —además de Yasuke habrá una mujer ninja— serán LGTB: «románticamente, también atraerán y se sentirán atraídos por diferentes tipos de personas. A través de la pareja, los jugadores podrán experimentar una multitud de relaciones».
En conclusión, Ubisoft ha emitido un comunicado asegurando, a diferencia de lo mantenido hasta ahora, que solo es ficción, que no pretende representar la realidad histórica, disculpándose por los malentendidos ocasionados con el público japonés. Aunque eso no ha hecho amainar la tormenta y continúan los llamamientos al boicot a un producto aún por estrenarse. Japón llevaba décadas inmersa en un proceso de occidentalización o americanización quizá más aparente que real, pues la agenda progresista liberal allá ni terminaba de implantarse ni tampoco generaba mayor controversia, simplemente era vista como algo ajeno (Barbie fue recibida con completa indiferencia, por ejemplo), ha sido en el momento en el que se ha intentado introducir deliberadamente en la propia historia e identidad japonesas cuando se ha tocado el nervio. Recordemos que en los procesos de construcción nacional el presente interpreta el pasado y la mirada extranjera condiciona lo propio: la identidad no es algo inmanente sino la relación de uno con los demás. Un pez que nunca ha salido del acuario ni siquiera será consciente de que vive en uno, bien lo sabía Mishima, alguien que siempre estuvo con un pie dentro y otro fuera de Japón y por eso supo reaccionar, aunque fuera de aquella manera. Como ahora lo han hecho muchos otros de sus compatriotas… sin seppukus, de momento.