Democracia, liberalismo, libertad

Las sectarias iniciativas planteadas tienen su propia dialéctica interna, ya que abren un proceso sin término fijo

En una recoleta página, sentenciaba Arthur Schopenhauer que al pensamiento le acontece lo mismo que a las delicadas flores alpinas: para crecer necesita el aire libre y de los horizontes abiertos. Aceptando a priori el diagnóstico del gran pesimista podemos preguntarnos si la democracia es realmente garante de la libertad política y de pensamiento. Numerosos tratadistas niegan la mayor, distinguiendo democracia y liberalismo. Así, Gustav Radbruch señaló en 1914 “entre liberalismo y democracia no sólo existe una diferencia de grado, sino de especie”, “dos concepciones distintas del mundo”. Por su parte, Hans Kelsen afirmó en 1920 que “la democracia es compatible con el total aniquilamiento de la libertad individual y con la negación del ideal del liberalismo”. Nuestro Ortega y Gasset se hizo eco de esta distinción en 1927: “Liberalismo y democracia son dos cosas que empiezan por no tener nada que ver entre sí, y acaban por ser, en cuanto tendencias, de sentido opuesto”; y citó el ejemplo histórico de las democracias antiguas, que “desconocían la inspiración liberal”. Ya antes Alexis de Tocqueville denunciaba, a mediados del siglo XIX, la posibilidad de un “despotismo democrático”. Y el historiador israelí Jacob Talmon desarrollo, en una obra célebre, la dialéctica de aquello que denominaba “democracia totalitaria”, cuyos orígenes se encontraban en los jacobinos.

  Con el tiempo, en un proceso intelectual y político no exento de dificultades y traumas, se llegó, sin embargo, a una alianza entre democracia y liberalismo, llegando a articularse el vocablo “demoliberalismo”. No obstante, como tendremos oportunidad de ver, la tensión continúa, porque, en el fondo, resulta insalvable.

  Fundamento esencial del pensamiento liberal es el de la libertad, tanto “negativa” como “positiva”, es decir, tanto una libertad “de” como una libertad “para”. En tanto que libertad “de” gozar de libertad es estar liberado del temor, de la opresión, del hambre, de la injusticia, etc. En tanto que libertad “para”, la libertad es libertad para llevar a cabo proyectos. Desde la perspectiva liberal, el carácter de la libertad es indivisible. Ya que la sociedad es como una serie de vasos comunicantes, la supresión en un sector, que puede parecer al principio insignificante o ventajosa sólo para algunos, tarde o temprano, conduce a la supresión de todas las libertades. En ese sentido, consideramos un aspecto de la libertad bien claro: el de la libertad de expresión, esto es, el de la libertad que debe tener todo miembro de una comunidad para manifestar sin temor sus opiniones sobre el funcionamiento de la sociedad y como debería organizarse. Si se empieza por negar tal libertad, el resto de las libertades peligran, iniciándose una dialéctica cuyo desarrollo suele ser incierto y dramático. El filósofo británico John Stuart Mill dedicó páginas antológicas a esta problemática, sobre todo en su obra Sobre la libertad.  Mill consideraba complementarios al utilitarista/progresista Jeremy Bentham y al romántico/conservador Samuel Taylor Coleridge. Recelaba de la democracia, único gobierno legítimo a su juicio, pero potencialmente opresivo, ya que podía producir una “sumisa uniformidad de pensamiento, relaciones y acciones” y “autómatas en forma humana”.  Y sentenciaba: “Debe existir la más completa libertad para profesar y discutir como manera de convicción ética, toda doctrina, por inmoral que pueda ser considerada”.

  En sentido análogo, nuestro Antonio Maura solía decir que “el pensamiento no delinque”.

  Naturalmente, no todos los liberales piensan de la misma forma; siempre existen matices. Como ha señalado Carlo Gambescia, el liberalismo se divide en múltiples tradiciones. Y hay liberales que, a diferencia de Mill, recelan de una absoluta libertad de pensamiento. Es el caso de John Locke, para quien los católicos y los ateos debían estar excluidos de la vida pública. Por su parte,  Karl Popper,  en una de sus obras más célebres, desarrolló la tesis de lo que denominaba “la paradoja de la tolerancia”. Según este autor, “la tolerancia ilimitada conduce inevitablemente a la extinción de la tolerancia”. Y sostenía que la sociedad tenía derecho –e incluso el deber– de prohibir la difusión de ideas intolerantes, particularmente aquellas que promueven la persecución, el odio y la discriminación. Popper advertía sobre el uso del concepto de tolerancia para justificar la intolerancia. Los intolerantes demandan respeto hacia sus ideas en nombre de la tolerancia y la libertad de expresión, pero la respuesta de Popper es negativa. Y es que, según él, la tolerancia ilimitada puede conducir a la desaparición de la tolerancia y, por ende, de lo que él denomina “sociedad abierta”, es decir, un sistema político de democracia restringida o limitada. Quede claro que considero a Popper un competente filósofo de la ciencia, pero que como pensador político deja mucho que desear. En su célebre obra La sociedad abierta y sus enemigos, defiende unas interpretaciones disparatadas de Platón, Hegel y Marx. El contenido positivo de esta obra resulta trivial; y, en realidad, no añade nada nuevo a lo ya defendido por Stuart Mill o Edmund Burke. En modo alguno puede compararse a otros pensadores liberales de la talla de Friedrich von Hayek o Raymond Aron. La aporía esencial de la falacia popperiana radica en quien designa al enemigo público, es decir, al intolerante. Se trata del disfraz de un intolerante o, si se quiere, de un fundamentalista democrático. Popper cree saber, como los jacobinos o los integristas religiosos, qué es el “error” y, por lo tanto, qué es la verdad; lo que es aceptable y lo que es inaceptable. De alguna manera, el alegato de Popper recuerda al del jacobino Louis de Saint Just, para quien no debía haber libertad para los enemigos de la libertad. La problemática de la definición de los intolerantes es, como ya hemos adelantado, puramente subjetiva y dependiente del contexto político. Una vez más soberano es aquel que decide sobre el estado de excepción. Aquí, en España, lo deberíamos tener muy claro. Si aplicamos de manera drástica los supuestos de la falacia poperiana quienes debieran estar fuera de la ley serían los partidos políticos de izquierda radical y los nacionalistas vascos y catalanes. ¿Acaso existe un himno que difunda en mayor medida el odio hacia los españoles que Els Segadors? ¿Quién defendió la violencia frente los españoles sino EH Bildu, herederos de ETA? ¿Cuál es el proyecto político de Podemos, Sumar o Izquierda Unida, herederos del comunismo? Y, sin embargo, son aliados del gobierno e incluso forman parte de él. No deja de ser un tanto escandaloso que la falacia popperiana haya servido para que los socialistas, los nacionalistas y la izquierda radical defiendan la ilegalización de lo que ellos denominan “extrema derecha”.

  Como contrapunto a Popper, el siempre lúcido Raymond Aron (sobre estas líneas), este sí un auténtico pensador político, defendió, según recoge en sus Memorias, la tolerancia respecto a la difusión de las ideas de la Nouvelle Droite, de Alain de Benoist,  consecuencia del irrenunciable principio de libertad de pensamiento: “(…) los que detestan las ideas de Alain de Benoist deben contradecirle con ideas, no con palos o ácido sulfúrico (…) la belleza y la fragilidad del liberalismo consisten de hecho no acallan las voces, aunque sean peligrosas”.

MEMORIA DE ESTADO Y DOMINACIÓN EXCLUYENTE

  Viene esto a colación por la alarmante deriva no ya antiliberal, sino liberticida que, más o menos silenciosamente, más o menos legalmente, sufre, desde hace unos años, España, sin apenas resistencia del conjunto de la sociedad civil y de las instituciones. En primer lugar, la instauración de una memoria de Estado, a partir de una visión sesgada de la reciente historia de España, mediante las denominadas leyes de memoria histórica y/o memoria democrática. Y, en segundo lugar, como complemento de lo anterior, los proyectos de ilegalización de asociaciones y fundaciones, ligadas a figuras representativas del régimen anterior, como la Fundación Nacional Francisco Franco, Blas Piñar, Ramiro Ledesma Ramos, Proinfancia Gonzalo Queipo de Llano, Ramón Serrano Súñer, José Antonio Primo de Rivera, Juan Yagüe, Las Hijas de Millán Astray y Capitán Cortés.  La iniciativa ha venido de la mano del PSOE, Esquerra Republicana de Catalunya, Podemos, E-H. Bildu, Sumar, etc, etc. Conociendo la trayectoria histórica de nuestras izquierdas, su mesianismo, su fetichismo iconoclasta, su ausencia de pensamiento elaborado y sólido, su intransigencia cerril, no me han extrañado lo más mínimo tales iniciativas liberticidas. En una polémica parlamentaria con Pablo Iglesias Posse, don Antonio Maura acusaba al líder socialista y al conjunto de sus acólitos de defender una concepción antiliberal de la democracia, basada en “la lucha de clases”, “la hostilidad permanente y rencorosa de los unos contra los otros”, “la dominación excluyente” y “la dominación avallasadora”. Poco han cambiado las cosas en ciento quince años.   Y es que la historia de las izquierdas españolas está por escribir a nivel global. Existe una obra muy mediocre del catedrático Juan Sisinio Pérez Garzón, defensor hasta hace poco de un marxismo mecanicista y cutre, heredero de Pierre Vilar y Manuel Tuñón de Lara. Su nivel es casi simiesco.

  En nuestras izquierdas abundan los jacobinos de horca y cuchillo, como Manuel Azaña, hoy mitificado, cuyo proyecto político era brutalmente excluyente, como lo demuestran sus leyes anticlericales, las de Defensa de la República y Vagos y Maleantes, más conocida por “La Gandula”. A su lado, se encuentra la izquierda más salvaje de Europa, socialistas revolucionarios, comunistas y, sobre todo, anarquistas. Una izquierda que hay que colocar, aunque con atenuantes, en los aledaños del crimen. Si, a modo de hipótesis, aceptamos el código ideológico y ético político de los partidarios de las leyes de memoria histórica, ¿cuál sería el juicio que nos pueden merecer figuras como Santiago Carrillo, Dolores Ibárruri, Francisco Largo Caballero, Buenaventura Durruti, Indalecio Prieto, José Díaz, Juan Negrín, Juan García Oliver? ¿Pueden los herederos de esta caterva de políticos y partidos presentar patentes de tolerancia y sensibilidad liberal? En modo alguno.  Esta izquierda no tiene remedio. Sin embargo, en las leyes de memoria histórica y/o democrática se condena sin paliativos no sólo a los regímenes de Miguel Primo de Rivera y Francisco Franco, sino a toda la trayectoria del liberalismo conservador español.  La democracia se encuentra representada únicamente por las izquierdas, ya jacobinas, ya socialistas, comunistas y anarquistas. Estas leyes son un modelo de lo que Tzvetan Todorov denomina “memoria incompleta”.

  Lo que llama la atención es la inercia de los sectores liberales y conservadores ante esa ofensiva. O tienen miedo o no son conscientes de la gravedad de la situación. Semejante actitud contrasta con lo que ocurre en otros países europeos, como Francia, Alemania o Italia. Hace ya varios años, historiadores de derecha e izquierda han combatido en sus respectivos países las leyes de memoria histórica. En Francia, Marc Ferro, Mona Ozouf, Jacques Julliard, Pierre Nora, Pierre Vidal-Naquet, entre otros, publicaron un manifiesto en el que se decía: “En un Estado libre, no corresponde al Parlamento ni a la autoridad judicial definir la verdad histórica. La política del Estado, incluso animada de las mejoras intenciones, no es la política de la historia”. En el mismo sentido, el historiador italiano Enzo Traverso, hombre de izquierda, reconoció que la instauración del consenso antifascista en su país “tuvo consecuencias lesivas para la investigación histórica”. Renzo de Felice, el gran historiador del fascismo, se preguntaba si la memoria histórica antifascista, y la vulgata historiográfica que le servía de fundamento, podían servir de cemento ético-político para la regeneración del sistema político italiano. Su respuesta era negativa, ya que tan sólo había servido para legitimar la hegemonía de la izquierda y, sobre todo, la del Partido Comunista, cuyo proyecto político no era la democracia liberal, sino la democracia totalitaria soviética. De Felice no sólo se oponía a cualquier veleidad memorialística, sino a la proscripción de los neofascistas: “La democracia no es una varita mágica y mucho menos un comodín para la justicia. Es un método imperfecto, pero también el único perfectible. Al contrario del totalitarismo, que no admite antitotalitarios, la democracia debe tolerar antidemocráticos. También debe garantizar la libertad de pensamiento a sus enemigos, y medirse con ellos en el terreno de lo racional”.

  Inútil buscar en las universidades españolas este tipo de posiciones; ni tan siquiera una porciúncula de pensamiento y actitudes de carácter liberal. En mis casi cuarenta años de vida universitaria, no he tenido oportunidad de asistir a un debate historiográfico serio. Tan sólo monólogos de la izquierda heredera de las enseñanzas de Manuel Tuñón de Lara y Josep Fontana sobre la “revolución burguesa”. No hace mucho el sicofante y paleohistoriador Ángel Viñas se regodeaba de que en las universidades públicas españolas no tuvieran cabida los “revisionistas” y/o “franquistas”. El historiador catalán Ricard Vinyes reclamaba una “memoria de Estado”. Y fue apoyado por Josep Fontana, Viñas, Paul Preston y el conjunto de los profesores universitarios. Una excepción fue la de Santos Juliá Díaz; lo cual le honró para la posteridad. Sin embargo, la victoria de Vinyes fue completa. Consiguió leyes de memoria histórica para Cataluña y para el resto de España. Las universidades estatales españolas no sólo no han sometido a crítica estas leyes, sino que las han promocionado e incluso elaborado. Cuando los gobiernos de coalición PP/VOX plantearon la sustitución en algunas comunidades autónomas de las leyes de memoria histórica por leyes de concordia, las universidades de Valencia, Salamanca, Cantabria, Extremadura, Zaragoza, Complutense de Madrid, etc, rechazaron con cajas destempladas esas iniciativas. “No hay concordia sin memoria”, afirmaron la mayoría; tal fue la consigna. Falaz.

  Por fortuna, hubo pensadores que se opusieron a esta opinión. Filósofos liberales como Alfonso Galindo y Enrique Ujaldón dejaron bien claro, en la línea dominante en Europa, que un régimen liberal no puede defender un relato histórico oficial, una historia oficial: “Ante todo, un Estado liberal reconoce explícitamente (y de cuanto más mejor), que no se funda en verdad histórica alguna, sino en el asentimiento renovado y revisable de sus ciudadanos”. Fueron minoritarios, sin embargo.

  El grueso de la responsabilidad de esta anómala situación recae situación recae sin duda en la actitud dominante dentro de la derecha hegemónica, es decir, el PP y los medios de comunicación afines al denominado “centro derecha”. Bajo la férula de Mariano Rajoy, no derogó la ley de memoria histórica de Rodríguez Zapatero, a pesar de contar con mayoría absoluta. Con gran cinismo, se limitó a congelar su financiación. Posteriormente, respecto a la exhumación de los restos mortales de Franco se abstuvo. Criticó la Ley de Memoria Democrática, pero en las comunidades autónomas donde era mayoría se apresuró a defenderla, cuando se rompieron los gobiernos de coalición con VOX. Los proyectos de leyes de concordia pasaron a mejor vida, sin la influencia del partido verde.

  Todo ello muestra que la sociedad civil conservadora se encuentra hoy en España desasistida y en peligro. El derechista ha sido convertido en el “marrano” de la sociedad española actual; un marginado. Si no fuese por la presencia de VOX, no existiría. No sólo carece del apoyo real del PP, sino de las instituciones tradicionales. La Iglesia católica ha dado, en la práctica, su apoyo a las leyes de memoria histórica. Su silencio cómplice y su apoyo tácito a la exhumación de los restos mortales de Francisco Franco, su gran benefactor; y sus vergonzantes pactos sobre la “resignificación” del Valle de los Caídos, avalan de hecho las medidas liberticidas de las izquierdas. Esta actitud se debe no sólo a problemas de carácter económico o a su dependencia del Estado; es que, desde el Concilio Vaticano II, abomina de su trayectoria histórica y, sobre todo, de su vinculación directa con el régimen de Franco. En ese sentido, no creo que la llegada a la silla de Pedro de León XIV suponga cambio alguno. Todo lo contario. Como dijo Agustín de Hipona: “Roma locuta, causa finita”. Y desde hace ya muchos años.

   Idéntica es la posición de otra institución tradicional, la Monarquía. En este aspecto, la actuación del barbudo y canoso Felipe VI ha consistido en agachar la cerviz frente a la figura de Manuel Azaña y ante las banderas republicanas. Su participación en las ceremonias del campo de concentración de Mauthausen han supuesto, para algunos, una auténtica agresión simbólica, no sólo por la presencia dominante y avasalladora de banderas republicanas, sino porque, en el fondo, suponía por parte de la Corona la asunción del relato histórico patrocinado por las izquierdas, a la hora de vincular el régimen de Franco con los crímenes nacional-socialistas. Las víctimas españolas debieron ser homenajeadas en su condición de españolas, no como representantes de una tradición política. ¿Veremos algún día a la pareja real en el cementerio de Paracuellos del Jarama, rodeados de banderas con el águila de San Juan? Sinceramente, lo dudo mucho. Y a los optimistas les aconsejaría que esperen sentados, porque se pueden cansar. Conjeturo, aunque puedo equivocarme, que ocurrirá, como en el caso de la Iglesia católica, todo lo contrario. A mi modo de ver, más pronto que tarde el barbudo y canoso monarca hará una declaración solemne de condena del régimen de Franco; y así, según cree, salvará su alma y la sucesión de la princesa Leonor. Si eso ocurriera ya no podría sostenerse que la Monarquía es una institución garante de la reconciliación nacional, porque sólo puede existir concordia si se reconoce la legitimidad de ambos bandos. Y es que, en el fondo, como dijo el exministro Fernando Suárez, ya no existe reconciliación nacional, toda vez que se ensalzan a figuras del bando republicano y se execran sin miramientos a los del bando nacional.  La izquierda ha ensayado una damnatio memoriae permanente; y el actual monarca la sigue. Allá cada cual con su conciencia.

  Con respecto a la ilegalización y/o extinción de las asociaciones y fundaciones franquistas, la actitud ha sido prácticamente la misma. El conjunto de la prensa de izquierdas lo han recibido unánimemente con alborozo y arrobamiento. El País, Infolibre, eldiario, El Plural, Diario Público, Mundo Obrero, etc. , etc. lo han defendido sin fisuras. Lo cual, en el fondo, tiene escasa importancia, dado la ausencia de racionalidad en sus planteamientos. Las izquierdas españolas son, hoy por hoy, pueriles, infantiles, incluso risibles. No pueden ser tomadas intelectualmente en serio. La raíz última de su proyecto liberticida es el resentimiento y la venganza. Como hubiera dicho el gran Vilfredo Pareto, unas “derivaciones” características del pensamiento de las izquierdas. De “monstruoso” hubiera calificado John Stuart Mill ese proyecto. Sin embargo, lo más significativo, a mi modo de ver, sigue siendo la inacción del conjunto de las derechas. El Mundo, ABC, The Objetive, La Razón, Voz Populi, El Independiente, El Español, cuyo horizonte ideológico dice ser el liberalismo, apenas han tratado el tema. ¿Están de acuerdo con las iniciativas de la izquierda?. Hace algún tiempo Casimiro García Abadillo recomendaba, desde El Independiente, al PP no meterse en los líos de la memoria histórica y condenar el franquismo. Centrismo puro y típico. Casimiro debe ser corto de vista históricamente hablando. La excepción ha sido Federico Jiménez Losantos, que no es objeto de mi devoción, pero que, en esta ocasión, se ha comportado como un auténtico liberal. A su entender, estas ilegalizaciones llevarían a una nueva dictadura y supondrían vulnerar el espíritu de la Constitución de 1978. Esperemos que otros liberales dejen de guardar silencio al respecto; y se mojen, aunque sólo sea un poco. De vez en cuando mancharse con el polvo del camino supone un testimonio de firmeza y valor.  

  En octubre de 2024 el PP apoyó la iniciativa de tramitar la ley que abría el camino a la ilegalización y extinción de las asociaciones y fundaciones franquistas. Y anunció que presentaría enmiendas para ampliarla prohibición a las entidades que ensalcen otros regímenes autoritarios. Menudos liberales estos del PP. Sólo VOX se opuso a la iniciativa. En el debate, se distinguió el diputado de VOX, Ignacio Hoces, jurista e historiador, que acusó al gobierno de pretender reprimir la libertad de expresión.

  Meses después, en abril de 2025, el Congreso aprobó la ley de ilegalizaba a las asociaciones, pero no a la Fundación Nacional Francisco Franco, iniciativa que correspondía al ministro de Cultura, el comunista Ernest Urtasun, a partir de una larga serie de alegaciones y medidas. El PP no votó a favor; farisaicamente, se abstuvo, junto a Unión del Pueblo Navarro. Sólo VOX se opuso de nuevo. La ley debía pasar por el filtro del Senado, cuyos letrados denunciaron su inconstitucionalidad. No obstante, la mesa de la cámara alta, con mayoría absoluta del PP, decidió tramitarla, para no incurrir, dicen, en delito de prevaricación. Algún día nos explicarán, cuando se nos considere adultos a los españoles, para qué sirve realmente el Senado.  Y en eso estamos.

  Como hubiera dicho Ortega y Gasset, la cosa es superlativamente grave. Porque la experiencia histórica nos muestra que este tipo de iniciativas no acaban aquí; tienen su propia dialéctica interna, ya que abren un proceso sin término fijo. A esas ilegalizaciones sucederán otras; y lo mismo puede pasar con partidos políticos, a los que, contra no pocas racionalidades y evidencias, se califica sin más de “extremistas”. Lo estamos viendo en Alemania, Francia o Rumanía. Todo ello nos recuerda al panóptico de Jeremy Bentham y a las predicciones de Max Weber sobre la “jaula de hierro”. Vigilar y castigar, que dijo Michel Foucault.

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