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Demografía política

El suelo y la natalidad son las dos realidades prepolíticas, horizontales y profanas ambas, que condicionan absolutamente lo político –condicionante vertical es lo sagrado–. La utopía (Tomás Moro) y la ucronía (Charles Renouvin) no son la política, sino su imitación literaria invertida y desarraigada. El realismo político puede servirse de ellas polémicamente, como género literario, para elaborar la crítica de la situación política. Pero no se puede vivir políticamente en suspenso, fuera de lugar y a destiempo, contemplando la aceleración de la decadencia y esperando el apocalipsis, mientras se destruyen paisaje y paisanaje con leyes feroces, las que arrasan el campo y las que reescriben la historia, las leyes de memoria, análogo perfecto de las primeras. Es necesario ocuparse nuevamente de la tierra (iustissima tellus) y del hombre engendrado sobre ella, pues las leyes a las que aludo no son una anécdota española, sino una categoría de la decadencia de Europa –Occidente resulta ya tan vago como el Mundo libre de la Guerra Fría–.

La geografía y la historia son la política desde otros puntos de vista: el del espacio y el tiempo, el de la identidad y la memoria. El nombre del «engarce profundo entre el aspecto material y el espiritual [de la coexistencia humana], entre la tierra y la cultura» es «patria» (Juan Pablo II). El hombre que inhuma a sus muertos es un ser terrícola de un modo particularmente intenso. Como los muertos son simiente –simiente enterrada–, estos son a la vez herencia, tradición proyectada en el tiempo, es decir, historia. La política es «la urgencia del vivir», se dice en uno de los libros torales de Occidente. Es un aquí y un ahora (hic et nunc) imperiosos, porque la fortuna pasa sin remedio –certus an, incertus quando, como la muerte– de una ciudad a otra (Maquiavelo). Sobrevivir no es fácil. La historia no solo es un cementerio de oligarquías, sino también de comunidades políticas que se han desrealizado, generalmente sin tener una idea clara de su acabamiento. Nada sabemos de esas civilizaciones perdidas, sumergidas en el mar, enterradas en el desierto o devoradas por las selvas tropicales. Aunque de Grecia (y Roma) sabemos porque, como diría Xavier Zubiri, «los griegos [y los romanos] somos nosotros», conmueve pensar que ese pueda ser también nuestro destino. Un destino o vía romana, como la sugerida por Rémi Brague: sobrevivir a la extinción política como Roma, condicionando culturalmente la posteridad del solar del imperio –al sociólogo polaco Ludwig Gumplowicz no se le ocurrió hablar de una vía fenicia, pero, casualmente, sí que solía decir algo muy parecido sobre la inefable impronta que los extintos fenicios han dejado en el mundo mediterráneo–. 

Frente a la política natural –Julien Freund la llamaría política (politique politique)–, la desterritorialización y la deshistorificación constituyen la «ascética inconcreta» de una clase política que vive, literalmente, en los aviones, fuera de la realidad, «deslocalizada» y enajenada también de sí misma. Su sentido espacial es, por así decirlo, líquido, marítimo o etéreo, homogéneo, sin discontinuidades. Su sentido histórico es la cháchara romántica del fin de la historia y del fin de los tiempos apuntada en la agenda de un eterno presente. Desprecian el suelo y a quienes viven en él. Son cosmopolitas y normativistas, enemigos de los órdenes concretos; son delicados, pero no sutiles. 

En la teoría del Estado de Hermann Heller, territorio (el espacio) y pueblo (¡el tiempo!) son dos elementos constitutivos de la unidad política. Francisco Javier Conde, cuya ontología de lo político (no más que un cuaderno: El hombre, animal político) constituye una preciosa nota al pie de la Política de Aristóteles –de muy pocos libros se puede decir eso en los últimos 2300 años–, señala algo parecido: espacio y plan configuran la forma política. Objeto inmediato de la política es la ordenación del espacio, pues sobre él se configura y persiste la convivencia humana (el plan). Síntoma inequívoco de la decadencia es el retraimiento espacial, la pérdida de posiciones territoriales en el mundo, y la despoblación o, más concretamente, el hundimiento de la natalidad (la dénatalité de la demografía francesa, que, no en vano, se ha constituido, desde finales del siglo XIX, bajo el signo del miedo a la despoblación y su más severa consecuencia, el finis Galliae). Una comunidad política sin territorio, desaparece. Una comunidad política sin nacimientos, se extingue. La conciencia espacial de un pueblo es la geopolítica (geografía política), la temporal es la demopolítica (demografía política) –aunque Dalmacio Negro diría, más bien, cliopolítica, las coordenadas son las mismas–.

Recuerda Hannah Arendt que «la natalidad, y no la mortalidad [es] la categoría central del pensamiento político, pues la política se basa en el hecho de la pluralidad de hombres». Sin embargo, la articulación política de ese dato prepolítico (el nacimiento de nuevos hombres y, como consecuencia de ello, la sucesión de las generaciones) no es unívoca, sino que está condicionada por el metabolismo demográfico de cada grupo humano, ese animal fantástico que crece y decrece, sometido a leyes que en realidad desconocemos y sobre las que nos hacemos la ilusión de poder influir. Se puede hablar, pues, en este sentido amplio y no solo en el restringido de Michel Foucault o Giorgio Agamben, de biopolítica.

La biopolítica tiene, por cierto, dos caras, una populacionista (antimalthusiana) y otra antipopulacionista (malthusiana). Populacionismo y antipopulacionismo trascienden la dicotomía derecha-izquierda, puramente accidental y oportunista, y carente de contenido, un «equívoco» del que conviene salir cuanto antes, como dice Arnaud Imatz en Droite / gauche. Pour sortir de l’équivoque (PGDR 2016). Así pues, no debería extrañar que el socialismo original, el socialismo militante, fuese populacionista –decía Proudhon que en el mundo no sobra nadie… solo Malthus– y que, en los años 60, triunfante ya, se volviera antipopulacionista. En la «derecha» conservadora ha sucedido, en términos generales, lo contrario: del antimalthusianismo pasa al malthusianismo. Estas actitudes frente al crecimiento o decrecimiento de la población tienen una correlación sorprendente a/ con el espacio y b/ con la guerra. Las potencias talasocráticas suelen ser antipopulacionistas y naval su concepto de guerra, una lucha «en la que la superioridad es cuestión de riqueza y técnica, las cuales exigen relativamente pocos combatientes». Las potencias continentales, en cambio, «viven con la obsesión de la fragilidad de sus fronteras, de los efectivos de los ejércitos modernos y del espantoso consumo de hombres de las últimas guerras» (Gaston Bouthoul). También Carl Schmitt detecta, en los años 30, la dependencia entre los principios del nuevo derecho internacional reivindicados por las potencias marítimas y su presión para reducir la natalidad, un «argumento […] inmoral e inhumano, pero en el que se reconoce una concepción individualista y liberal del mundo».

Del mismo modo, aunque en un contexto diferente, hay una política que se emplea a fondo en su lucha contra la muerte (mayormente violenta); sin embargo, después de la transición demográfica, operada silenciosamente en las alcobas de toda Europa desde la Revolución francesa, hay otra política que se faja extrañamente en su lucha contra la vida. Es así que la llamada «cultura de la muerte», aislada de sus radiaciones morales o teológicas, se expresa políticamente en una política de control de nacimientos o de baja natalidad. Esta inercia política antinatalista se alimenta desde el siglo XIX de una tendencia inédita en la historia: la conversión de la procreación en un acto voluntario y reflexivo. El fenómeno demográfico de la capilaridad social expresa a la perfección esa mutación. Gaston Bouthoul ha descrito esa transformación de la mentalidad (demográfica) tradicional: cuando lo normal era la procreación, la reflexión condicionaba la abstinencia sexual; en cambio, contemporáneamente, cuando la conducta normal parece ser la no-procreación, lo que requiere entonces de una evaluación consciente y reflexiva es el mismo acto genésico. Esta es la paradoja, de enorme relevancia política: la inhibición procreadora, consecuencia de la racionalización, se ha convertido en lo «habitual» e «irreflexivo».

En los tratados de geografía política, particularmente en los del Interbellum, se solía enumerar las leyes o regularidades de la geopolítica: la aspiración hacia el dominio de la totalidad de una cuenca hidrográfica, la búsqueda de una salida al mar o la aspiración hacia las costas opuestas y las islas adyacentes, por no hablar de los cantos de sirena de las «fronteras naturales» y del móvil de la unidad nacional. La demografía política, todavía en mantillas como «ciencia social», tiene también sus mandamientos o leyes. De ellos se ha ocupado Gérard-François Dumont en su Démographie politique. Les lois de la géopolitique des populations (Ellipses 2007). Explica Dumont en su tratado de qué modo la demografía influye y se deja influir por la geografía en función de las leyes del número, de la composición por edad y sexos, de la atracción y repulsión (de flujos migratorios), incluso de las diásporas, fenómeno universal («todo grupo diaspórico, nolens volens, por su mera presencia, tiene efectos geopolíticos sobre su país de residencia, sobre su país de procedencia y sobre las relaciones geopolíticas de estos dos, entre sí y con terceros países»).

Decía Alfred Sauvy que los problemas demográficos son tan importantes que cuanto más se ignoran más terrible es la revancha que se toman. En cierto modo, el demógrafo político, aún más que el geopolítico, es una voz que clama en el desierto. Buen ejemplo de ello es la escasa atención prestada al sociólogo alemán de origen polaco Gunnar Heinsohn, actualizador del debate demográfico sobre la «protusión juvenil» (the youth bulge) en su libro Söhne und Weltmacht. Terror im Aufstieg und Fall der Nationen (Orell Füssli 2003). Es decir, ¿de qué modo influye, particularmente sobre la conflictividad, ya sea interna o externa –disturbios, revoluciones, emigración, guerras (emigración al más allá decía Bouthoul), conquista– un porcentaje del 20% o superior en la cohorte de aquellos que tienen entre 15 y 24 años? A ese abultamiento, joroba o engrosamiento de la cohorte juvenil se hace referencia con la expresión «youth bulge», ideada a finales de los años 60 y que aflora nuevamente en los medios de comunicación en el año 2011 con motivo de las «revoluciones árabes».

Plantea Heinsohn que la causa de la guerra no se encuentra ni en la pobreza ni en la religión, dos de los tópicos pacifistas más placeados desde la fundación de la ONU y la UNESCO, sino en la estructura demográfica. La de los pueblos jóvenes es una demografía polemógena. La de los pueblos viejos es, en cambio, polemófuga. Desde luego, la doctrina que relaciona los movimientos de población con la agresividad y la guerra no es nueva. Los primeros desarrollos científicos, expuestos en los años 1930, tienen como objetivo refutar el juicio (falsamente pacifista) del marxismo que achaca las guerras a una causalidad económica (materialismo económico). Pero el materialismo demográfico, sustrato de la escuela polemológica francesa (uno de los textos más representativos es Cent millions de morts, de G. Bouthoul, Sagittaire 1946) y de los demógrafos norteamericanos sensibles a los efectos de la «Youth bulge theory» (un estupendo status quaestionis se puede encontrar en The youth bulge. Challenge or opportunity?, Idebate Press 2012), tiene ilustres y remotos antecedentes. Montesquieu, para no ir más atrás, habla de la benéfica «sangría de la República» –se refiere a la guerra– que «disipa la vehemente calorina de la juventud». En España es pieza extraordinaria una relación secreta de finales del siglo XVII del capitán Vicente Montano en la que pondera los beneficios de la guerra como una «gran evacuación» que cura y purga los «humores pecantes y sediciosos».

Pero lo decisivo es el «empleo» social del «dividendo demográfico», es decir de esa sobreabundancia de jóvenes (overjuvenation). La conquista europea del mundo desde finales del siglo XV, particularmente la última gran toma de la tierra (Carl Schmitt) que tiene lugar en el siglo XIX, es el exutorio de una población que ha recuperado su crecimiento después del hundimiento demográfico de la peste negra. Lo más parecido a eso, según Heinsohn, pero con una desproporción desconocida en la historia, es el inmenso «dividendo demográfico» de los países islámicos. Si en el siglo XX la población europea pasa de 460 millones a 600 millones, en aquellos el salto ha sido exponencial en el mismo periodo: de los 150 millones a principios de siglo hasta los más de 1200 millones actuales.

Desde un punto de vista paretiano, no hay una diferencia de naturaleza, acaso solo de grado, entre wokismo y el llamado fundamentalismo islámico, aparentemente antagónicos. ¿Se aprenderá la lección del materialismo demográfico, que advierte a Europa, como Casandra, del terrible retorno de llama de la colonización europea: el imperialismo de los descolonizados?

Doctor en Derecho (Complutense) y Filosofía (Coímbra) y profesor de Política Social (Murcia). Autor de varios libros en torno al realismo político y autores como Carl Schmitt, Julien Freund, Gaston Bouthoul y Raymond Aron.

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