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Demoler para construir

En el centenario de Gustavo Bueno

Hoy, 1 de septiembre, se cumplen 100 años del nacimiento, en Santo Domingo de la Calzada, de Gustavo Bueno Martínez. La figura de Bueno no deja indiferente a nadie y son algunos de aspectos de su personalidad o algunas de sus manifestaciones, especialmente las políticas —ese imperdonable, en ciertos ambientes, «mi partido político siempre ha sido el mismo: España»— los que, en ocasiones, encubre la magnitud de su obra. Una obra que, en términos cuantitativos, en caracteres y espacios, excede, con mucho, a la del filósofo que más influyó en varias generaciones de españoles, intelectuales y artistas. Me refiero, naturalmente, a José Ortega y Gasset. Si el madrileño desarrolló gran parte de su pensamiento, «sistema» me parece un término excesivo para la obra de don José, a través de la prensa, las apariciones de Bueno en la televisión, a la que dedicó dos importantes y muy diferentes obras, le procuraron las etiquetas de «polémico», de «visceral». Sin embargo, esos arrebatos que hoy circulan en redes para solaz de ociosos, tan sólo son aspectos que podemos denominar tácticos, dentro de unos combates dialécticos a los que Bueno llegaba con una muy elaborada estrategia: el sistema que denominó Materialismo filosófico.

Como él tantas veces se encargó de recordar, lo que construyó fue un sistema, no un -ismo ligado a su persona. Un sistema necesitado de desarrollo, labor en la que trabajan algunos de sus discípulos pues, como el propio Bueno reconoció, la obra excedía las fuerzas e incluso el tiempo vital de un individuo, por más capacitado que este fuera. La existencia de tal sistema determinó el surgimiento de una Escuela, llamada de Oviedo por fraguarse en la misma ciudad en la que se escribió una obra tan monumental como la del padre Feijoo o una novela tan importante como La Regenta, a las que Bueno siempre reconoció como en estímulo para su establecimiento en Asturias, después de su estancia en la Salamanca donde bebió de las fuentes escolásticas. Lejos del ajetreo madrileño, en una Asturias efervescente, previa a su consuelo como Paraíso natural, los diversos campos eran más fácilmente roturables para un asiduo usuario del verbo triturar. Roturar, triturar, molturar, terna propia de un materialismo que se enfrentó al que caracterizó la Unión Soviética, pero también a los estructuralismos y analitismos importados y dolarizados y a las verdades reveladas custodiadas por el tomismo preconciliar. Bueno fue no ya un ateo, católico, aunque el adjetivo resulte indigerible en ciertos contextos, sino un impío, condición necesaria, a mi juicio, para llevar a cabo la crítica y el análisis inherentes al quehacer filosófico.

Como tantas veces recordó, las ideas no descienden desde un cielo hiperuránico sino, muy al contrario, estas surgen de las manos y de los objetos manejados por los hombres. Al cabo, criticar es usar un cedazo, una criba, labor en la que Bueno fue un maestro, acaso porque, desde muy niño, su padre, médico, le llevó a contemplar autopsias. Allí donde la anatomía se hacía evidente comenzó a afinar su mirada un niño crecido en una ciudad, Santo Domingo de la Calzada, dotada de todas las instituciones —políticas, religiosas, educativas, históricas, lingüísticas— que afloraron en su obra, difundida por la fundación que lleva su nombre. En efecto, muchos de sus desarrollos filosóficos tuvieron que ver con la política, disciplina, que no ciencia, en la que distinguió nueve poderes; con la religión, cuya filosofía puede resumirse en la frase, «El hombre hizo a Dios a imagen y semejanza de los animales»; o con la propia lengua española, definida por él mismo como «filosófica» por razones históricas, y enriquecida con nuevos términos necesarios en todo sistema.

Muchos, movidos por diversos intereses, fueron los que se acercaron a Bueno, a menudo más que a su obra, para encontrar soluciones a problemas para los que la filosofía, por su propia naturaleza, no puede ofrecer soluciones. Al margen de quienes se aproximaron desde un anticlericalismo o un agnosticismo que parecía encajar con la filosofía de la religión condensada en El animal divino, la mayoría de ellos lo hicieron tratando de resolver problemas de índole histórica, especialmente a partir de la aparición de España frente a Europa, cuyo par «imperio generador/imperio depredador», ha sido más empleado que comprendido, o de carácter político. Sin embargo, la lectura del Primer ensayo sobre las categorías de las «ciencias políticas»—repare el lector en las comillas— no conduce a la elección de papeleta electoral alguna, por más que Bueno exhibiera un patriotismo siempre marcado por el racionalismo. Dicho de otro modo, el Materialismo filosófico no es, en absoluto, un sistema soteriológico, salvífico, y sus desarrollos no se circunscriben a los citados, sino a todos los campos de una realidad en permanente construcción.

En el centenario del nacimiento del fundador del Materialismo filosófico, más allá de la evocación de la talla humana del hombre, en cuya biografía trabaja exhaustivamente Alberto Esteban desde hace años, conviene, a quien quiera despojarse de veladuras míticas y metafísicas, a quien quiera zafarse de las ligaduras ideológicas de nuestro presente cargado de dogmatismos, acudir, sin miedo ni esperanza, al instrumental puesto al alcance de todos por ese calceatense nacido hace un siglo.

Iván Vélez (Cuenca, España, 1972). Arquitecto e investigador asociado de la Fundación Gustavo Bueno. Autor, entre otros, de los libros: Sobre la Leyenda Negra, El mito de Cortés, La conquista de México, Nuestro hombre en la CIA y Torquemada. El gran inquisidor. Además de publicar artículos en la prensa española y en revistas especializadas, ha participado en congresos de Filosofía e Historia.

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