La literatura es la forma superior de la expresión humana. La ciencia describe el universo, las reglas inmutables que rigen el comportamiento de la materia que contiene. La filosofía intenta desentrañar los misterios de la condición humana, indaga en los porqués y trata de dar respuestas con el conocimiento disponible en cada momento. Tanto la ciencia como la filosofía están constreñidas por los hechos y la realidad en la que éstos acontecen –siempre que sus actores se conduzcan con honradez intelectual, cosa que empieza a escasear en ambos ámbitos–. Una y otra sólo pueden alcanzar la verdad a partir y a través del hecho probado.
La literatura, en cambio, tiene sus propias reglas. En el caso de la novela, le basta la coherencia interna —la verosimilitud— para exponer una verdad antes de que la ciencia o la filosofía honradas puedan llegar a encontrarse en disposición de hacerlo. Las letras no necesitan pruebas, experimentos ni sistemas de pensamiento. La intuición del autor sobre el mundo y la brillantez necesaria para darle expresión ordenada —literaria— a una vorágine de pasiones es suficiente para condensar en un relato ficticio —o en un soneto— los porqués y el comportamiento pasado, presente y futuro del hombre.
Fiódor Dostoyevski sintetizó los tres tiempos de Rusia y el pueblo ruso en la última de sus novelas, Los hermanos Karamázov, finalizada sólo unos meses antes de su muerte en 1881. Describió el último tercio del siglo XIX ruso: de dónde venía Rusia y hacia dónde se dirigía tras la modernización del Estado llevada a cabo por el zar Alejandro II —con la supresión de la servidumbre y la reforma judicial a la cabeza—. Todo ello lo hace a través de los dilemas a los que las circunstancias enfrentan a los personajes: la libertad, la responsabilidad sobre sus actos, la trascendencia terrenal y espiritual —materializadas en el sentido del honor y en el culto religioso—, las más altas inclinaciones, las bajas pasiones…
Fiódor Pávlovich Karamázov —padre de los hermanos protagonistas de la narración— es la madre Rusia real del momento, asesinada por sus hijos. Entre su progenie —los hermanos que dan título a la novela— se encuentra el autor material del parricidio; el autor intelectual; un tercero que encarna al pueblo ruso y hace de chivo expiatorio del crimen; y un cuarto que es el alma espiritual rusa y está llamado a salvar a Rusia de su perdición.
Abandonado por su primera mujer y viudo de ésta y de la segunda, el progenitor Karamázov es un viejo carcomido por la avaricia, un vejestorio borracho y lujurioso que se desentendió de sus hijos y del que todos se mofan en la ciudad. Él mismo fomenta la burla que recibe. Se jacta de ser un payaso dipsómano que se pone en ridículo a sí mismo ante el mundo entero. Disculpa esta conducta frente a su conciencia con el pretexto de hacer un bien a los demás al hacerlos reír y a sí mismo para sentirse acompañado cuando le prestan atención en la taberna. Su comportamiento está siempre en conflicto con el más elemental sentido del honor y de la honra personal. Así es Fiódor Pávlovich, la Rusia real que contempla Dostoyevski en 1880. No es muy distinta de la España de 2024, cosecha del 78.
Su primogénito, Dmitri, nació del primer matrimonio. Contiene en sí el alma rusa. Es indómito, noble, orgulloso y apasionado. Él es el pueblo ruso. Está enamorado de Grúshenka —la Rusia ideal—, a la que también persigue su propio padre, Fiódor Pávlovich, cuya iniquidad le lleva a pretender comprarla.
Iván es el hijo mayor de las segundas nupcias. Es un joven instruido, hábil sofista e imbuido de lo que los personajes —y también el narrador— llaman las nuevas ideas procedentes del occidente europeo. Suya es la terrible sentencia que propiciará la catástrofe de la familia. «Todo está permitido», decía. A través de su corrosivo discurso y proceder, Iván es el autor intelectual del asesinato de Rusia.
Smerdiakov no comparte el apellido de los hijos de su padre, del que es un bastardo habido con una discapacitada mental de nombre Lizaveta y a la que en la ciudad de los hechos llamaban Smerdiáschaia, la «pestilente». Tomado como criado por su padre natural, representa a la servidumbre rusa emancipada por la reforma realizada apenas dos décadas atrás. Codicioso, hambriento de todo lo que le ha sido vedado en vida, renegado de sus orígenes, en él anidan todos los rencores. Con una astucia cultivada en secreto durante toda su existencia —finge haber heredado la debilidad mental de su madre—, Smerdiakov es el autor material del crimen. Sabe lo que ha hecho, pero exonera de sí la autoría intelectual del monstruoso parricidio. «El principal asesino es, en todo, usted, y no yo, a pesar de haber sido yo quien mató. ¡El auténtico asesino es usted, usted!», le dice Smerdiakov a Iván.
El latinista Martín Miguel Rubio describía en un brillante artículo hace unas semanas los paralelismos históricos que comparten España y Rusia. El esencial es que la geografía hizo de ambas naciones los dos castillos que protegieron a la Cristiandad de la barbarie. Del Islam, en el caso de España; de las hordas tártaras asiáticas, en el de Rusia.
Con esta perspectiva podemos concluir que la semilla de la libertad política que la Cristiandad heredó de la tradición grecorromana llegó a fructificar gracias a la protección de siglos que le brindaron España en Occidente y Rusia en Oriente. Este fue el abrigo que resguardaba a lo que podríamos denominar de forma genérica la Nación cristiana. Los separatistas luteranos —incentivados por el Poder secular local que, en rivalidad con Roma, perseguía el dominio sobre el hombre— aprovecharon este amparo cuyo coste pagaban otros para provocar una escisión religiosa —madre de mil discordias ulteriores— en el centro geográfico de lo que hoy llamamos Europa.
Otra concomitancia no menor y más reciente —a sólo unas décadas del autor ruso— fue el papel de ambas naciones en las guerras napoleónicas. España primero (Bailén, 1808) y Rusia después (1812), fueron las primeras potencias que infligieron derrotas al invasor Napoleón Bonaparte y que contuvieron lo que Benjamin Constant llamó después «el espíritu de conquista y de usurpación» del corso.
Resultan impresionantes, a la luz de hoy, las correspondencias entre la Rusia retratada por Dostoyevski y la España actual. El novelista adelantó en casi cuatro décadas cómo los hijos de Rusia habrían de darle muerte para transformarla en otra cosa, a la que después llamaron la URSS. Abruma encontrar la etopeya setentayochista una centuria más tarde en la misma novela: la generación de la venerada Transición, autora intelectual del —por ahora— intento de asesinato de España, bajo el nombre de Iván; también al autor material de ese crimen, que es el 78 y que en la obra es Smerdiakov, el vil bastardo que finge debilidad mental mientras alimenta su rencor con un subrepticio odio visceral hacia su madre, hacia su padre y hacia sus hermanos —«[Smerdiakov] Se burlaba de Rusia y la maldecía. Soñaba con irse a Francia y hacerse francés»—; y el pueblo español —Dmitri—, que es el cabeza de turco del villano parricida, que ha olvidado lo que una vez tuvo en sí de nobleza indómita —orgullosa y apasionada— y que tras medio siglo de setentayochismo ha quedado reducido a un estado de servilismo atroz.
¿Qué ha sucedido para que este Dmitri español acepte resignado y pusilánime la triste y lamentable circunstancia en la que vive? La respuesta a esta pregunta es el nihilismo que la generación de la Transición —que es Iván y su «ideología tenebrosa y disolvente»— infiltró en el 78 —Smerdiakov— a través de la postmodernidad transformada en cultura, en la conducta social española. Su producto a lo largo de las décadas ha sido —es— la corrupción moral del pueblo español. Esta peste ha tenido su gestación mediante el aforismo dictado por Iván a Smerdiakov y al que aludíamos más arriba: «Todo está permitido».
La primera ocasión en la que Dmitri oye esta regla de la anarquía de la conciencia —de la conjunción y confusión del bien y el mal—, inquiere acerca de ella para asegurarse de haber oído bien. «Todo está permitido, lo recordaré». Así, por invitación del autor intelectual del asesinato, la nobleza se corrompe moralmente por completo. La degradación hace que la consciencia de esa degeneración lo transforme interiormente hasta considerar despreciable la propia existencia: «¡Porque ahora ya todo da lo mismo!».
Grúshenka, la Rusia/España ideal en la que Dmitri encuentra el amor, describe el fruto del envilecimiento: «¡Adiós, hombre inocente que te has perdido a ti mismo!». El camino a esa perdición ha estado empedrado de la descomposición moral sustanciada por la nihilista Transición —a través del lema de Iván—. La generación setentayochista —sin importar sus intenciones, buenas o malas entonces o después— es la responsable del estado de cosas resultante. Durante décadas, ha puesto todos los recursos del Estado, aún hoy, a disposición de la fórmula cultural nihilista. No obstante, con esto no ha hecho sino seguir la estela del mundo. Así lo describe el personaje del asceta Zosima en sus recuerdos de juventud cuando se encuentra a las puertas de la muerte: «Tomamos por verdad la pura mentira y exigimos de los demás la misma mentira».
Para valorar la trascendencia del principio nihilista que desencadena la catástrofe es necesario conocer el contexto de su pronunciamiento y de la extrapolación que de él podemos hacer a la España en marcha. Aunque no es Iván quien la pronuncia, la afirmación es realizada por un tercero que da cuenta, en su presencia, de los comentarios que el ilustrado de los Karamázov acostumbra a realizar en las reuniones de sociedad —«Iván no cree en Dios. Él cree en una idea»—. La sentencia es formulada en un monasterio, ante el mencionado cenobita y en el transcurso de una animada discusión sobre el Estado y la Iglesia mezclada con otra en la que Iván expresa su aspiración a un hombre nuevo que vive en un mundo nuevo en el que Dios ya no tiene cabida. Sin Dios, «todo está permitido» porque, según Iván, la virtud sólo obedece a la promesa de la inmortalidad.
El genio de Dostoyevski conoce al hombre y sabe lo que esto implica, lo que habrá de suceder a partir de ello: «Quienes no crean en Dios se pondrán a hablar del socialismo y del anarquismo, de la reorganización de la humanidad entera según unos nuevos fundamentos, lo que lleva al mismo diablo, a los mismos problemas [universales], aunque desde el otro extremo».
De modo similar a como lo hace Smerdiakov, la España ivanesca de la Transición abjura de sí misma para hacerlo de su pasado inmediato. Ése es el medio para permitírselo todo: una cuenta nueva en la que todo esté permitido, incluso la disolución gradual de España en una miríada de naciones inventadas para dotarlas de estados que sean el miserable botín smerdiakoviano. Así hemos llegado a la actual coyuntura de descomposición de España mediante su federalización por la vía de los hechos —ya verbalizada abiertamente por el actual jefe del poder Ejecutivo y por la anterior cabeza del Legislativo—. Este es el resultado del proceso de desnacionalización de décadas patrocinado por el 78. Recordemos, Iván es la Transición; Smerdiakov, el 78.
Uno de los pasajes más celebrados de la obra —y no sin razón— es el de El Gran Inquisidor, una novela dentro de la novela —un truco narrativo de tradición clásica del que Cervantes y Shakespeare, entre otros, ya habían echado mano en el pasado—. Trata de la segunda venida de Jesucristo. Lo hace en Sevilla, donde es detenido por el Gran Inquisidor. Éste le reprocha que con su vuelta no hace sino «estorbar» a la Iglesia. Le reconoce que ésta ha cedido ante el diablo a las tres tentaciones que él había resistido en el desierto. Finalmente, le condena a morir en la hoguera para salvar a la Iglesia de su segunda venida.
Esta genialidad del autor ruso revela su enorme conocimiento de la condición humana: la malversación del bien para instituir el triunfo del mal. Basta prestar un mínimo de atención a los acontecimientos que tienen lugar en el orbe para apercibirse de ello. Con el pretexto de salvar al mundo del hombre y al hombre de sí mismo, avanza firme, corruptor y con muy escasa oposición un discurso y una acción política liberticida y de deshumanización del ser humano. Los global–socialistas (Agenda 2030, Foro Económico Mundial, Bilderberg, Club de Roma, Grupo de los Treinta, et al.) utilizan subterfugios apocalípticos como la salvación del planeta para crear una nueva servidumbre que acepte dócilmente el yugo de sus imposiciones por el bien de la humanidad —«¡Esa gente siempre echa mano de la utilidad pública para justificar cualquier infamia!», sintetiza Dmitri sobre el ex seminarista Rakitin reconvertido en el arribista que mora en todo converso socialista—.
El asceta que en la obra representa un castillo de integridad en defensa de la barbarie condensa esta amenaza con un relato sobre un peculiar personaje que padecía una curiosa enfermedad moral que resulta muy común en el siglo XXI occidental: «Cuanto más quiero a la humanidad en general, tanto menos quiero a los hombres en particular […]. Cuanto más he odiado a la gente en particular, tanto más apasionado ha sido mi amor por la humanidad en general». Este fragmento es uno de los más citados de esta magna obra.
Son muchas las enseñanzas que el lector atento puede extraer de los abismos a los que se precipitan los miembros de la orquesta de dementes que ejecutan el concierto de los personajes de Los hermanos Karamázov. «Nos sentimos arrebatados por ideales nobilísimos, pero a condición de que se alcancen por sí mismos, de que nos caigan del cielo sobre la mesa y, sobre todo, que no nos cuesten nada, nada, que nada haya que pagar por ellos». Con el 78 a las riendas de España, «la troika fatal de nuestros destinos corre al galope y, quizás, cara al abismo».
El cuarto hermano, Aliosha, es descrito por el narrador como el héroe de la historia que relata. Entró en el monasterio de la ciudad de los hechos como novicio. Pero el asceta local ve en él una obra pendiente de realizar extramuros y lo devuelve al mundo secular. Aliosha es el alma espiritual rusa, la Rusia por hacer y su salvación. Así sería también —en esta audaz extrapolación— la España por hacer y su salvación. El narrador alude a una segunda parte que habría de tener su historia. Sin embargo, el autor murió a la temprana edad de 59 años antes de haber tenido tiempo de escribirla. La salvación de la Rusia de Dostoyevski está por escribir. Así también la salvación de España, que —como su sosias oriental— aguarda a su Aliosha mientras cada día perece un poco más a manos de su Iván (la Transición) y de su Smerdiakov (el 78).
El porvenir es un papel en blanco a la espera de que lo emborronen. Para frenar la «troika fatal» y reconducirla a un mejor destino que el abismo, Aliosha habrá de tener presentes las palabras que le dirige el asceta Zosima en su lecho de muerte: «Tú trabajas por todos, obras para el futuro. […] No temas ni a los encumbrados ni a los fuertes, pero sé prudente y siempre digno. Que no te falte el sentido de la medida, conoce los plazos, adquiere ese sentido y este conocimiento». Y aunque esto no cobró vida en el papel, el francés Romain Rolland —al escribir sobre la Gran Guerra que asoló Europa 35 años después de la muerte del autor ruso— tomó nota de las palabras de Dostoyevski en el pasaje en el que Aliosha se habla a sí mismo cuando le dice al niño Kolia: «No sea como todos; aunque no quede nadie más distinto de los otros, aunque sea solo, no sea como los otros».