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El cine sobre ETA y «La infiltrada»

Lo mejor que se ha rodado en el ámbito de la ficción sobre el grupo terrorista

El acercamiento del cine español al terrorismo etarra ha sido, salvo honrosas excepciones, nefasto, y no resulta difícil intuir que el principal motivo es ideológico. El cine representa una formidable herramienta para contarnos cómo somos, qué hacemos y qué nos pasa, así que el Régimen del 78 no dejaría pasar por alto ese potencial propagandístico para reafirmarse en su mitología. Historias sobre la Guerra Civil no faltaron, siempre narradas con una mirada tuerta, evocando la II República como un paraíso perdido por culpa de los de siempre; tampoco aquellas sobre la Era de las Tinieblas que la sucedió, poblada de señoritos despóticos y curas perversos; llegando finalmente a un renacer colectivo donde el régimen franquista, España misma, eclosionaba liberando una miríada de identidades oprimidas, retratadas enfatizando el aspecto hedonista y emancipador del Hombre Nuevo setentayochense, un Homo almodovarianus puramente corpóreo, pues la libertad no consistía en esas cosas raras que decía Trevijano sino en ver tetas, vestirse de mujer (ellos) y en que «el que no esté colocado que se coloque» (en todos los sentidos). ¿Qué lugar podía haber entonces reservado en el cine español para ETA, si los malos solo podían ser franquistas?

Pues el de héroes. A veces, apurando, el de héroes trágicos o malditos. Servidor recuerda cómo en la asignatura de euskera en el instituto cierto día la profesora nos puso la película La fuga de Segovia… pero en español. Para inspirarnos, supongo. El protagonismo recaía en aquellos presos etarras que se fugaron de la cárcel en 1976, en cierta representación simbólica de la liberación del pueblo vasco de la opresión del «Estaospañol». También del mismo director tenemos La muerte de Mikel, sobre terrorismo, homosexuales que por fin podían salir del armario y travestis donde, cómo no, los verdaderos villanos son los policías torturadores. En El pico había terrorismo y gays otra vez, pero los travestis eran sustituidos por chaperos y camellos, mientras que en Clandestinos se reincidía en la fórmula, pero añadiéndole menas, en un notable esfuerzo del director por explorar los límites de la vergüenza ajena que puede soportar un espectador. En todos estos ejemplos, ETA resultaba ser un ingrediente más del cocido, añadido por la fascinación morbosa que les provocaba la figura del terrorista como héroe oscuro, y en cualquiera de los casos el drama que había que denunciar se ve que no estaba en los atentados, sino en la persecución policial de los mismos, como en El caso Almería, o en la más reciente Lasa y Zabala.Si por casualidad la historia se centraba en una víctima de ETA esta resultaba ser ella misma una exterrorista, como en Yoyes.  

Así que el panorama ha sido francamente sórdido, desolador si tenemos en cuenta que el cine va forjando nuestra percepción del mundo. Basta recordar, por ejemplo, esta encuesta sobre la creciente importancia que se ha ido atribuyendo con el paso de las décadas a EE.UU. en la derrota del Tercer Reich. Sin Hollywood no hubiera sido posible. En España, sin embargo, nuestro cine parece haber estado dedicado en cuerpo y alma al autosabotaje…

Sería injusto dejar de lado las excepciones, eso sí, provenientes casi siempre del cine documental. Ocupa un lugar preeminente Iñaki Arteta, al que pudimos entrevistar aquí , con obras como Trece entre mil, Contra la impunidad o 1980. También Jon Viar con Traidores. Es igualmente digno de mención este cortometraje, más meritorio en sus apenas ocho minutos que muchos de los infectos bodrios citados en líneas previas. Y poco más…

La serie Patria, basada en la novela homónima de notable éxito, quizá tuviera mejores intenciones que otras producciones, pero partía de una premisa fallida: equiparar de una u otra forma a víctimas y verdugos, al familiar del muerto en un atentado con el familiar de un terrorista al que tiene que visitar en la cárcel, pretendiendo llegar así a una reconciliación entre dos partes enfrentadas cada una con su parte de culpa. Oiga, pues no. Es un enfoque muy querido en el nacionalismo vasco, que siempre ha tenido como un referente cercano al conflicto de Irlanda del Norte. Lo vimos también en aquel engendro aborrecible de Julio Medem que fue La pelota vasca, la piel contra la piedra. Dejando de lado las diferencias históricas —Irlanda fue una colonia inglesa y el País Vasco una parte integral de España desde sus mismos orígenes— tampoco es menor la cuestión de que el ejército británico mató a unos 350 norirlandeses durante los Troubles, desde principios de los setenta a finales de los años noventa, a los que hay que sumar el millar de víctimas por parte de los grupos lealistas. No, rotundamente los abertzales no hubieran querido vivir en las condiciones de los católicos de Belfast. Aunque les venía bien a efectos propagandísticos fingirse lo mismo. De ahí su acusación recurrente de sufrir torturas por parte de la policía, intentando así establecer cierto paralelismo igualador con los atentados etarras. Los cuales serían una violencia de respuesta, se justificaban, ¡en realidad ellos eran las víctimas, pobres!  

Así que, con todos estos antecedentes, cualquier persona prudente debía mirar con suspicacia el estreno en los cines el pasado fin de semana de La infiltrada. Pues bien, servidor tras haberla visto puede afirmar de forma categórica que es lo mejor que se ha rodado nunca en el ámbito de la ficción/dramatización respecto a ETA. Por amplísima diferencia. Siendo además una historia entretenida, narrada con brío, bien resuelta en sus momentos de tensión y convincente en su puesta en escena e interpretaciones. El primer acierto está en no poner de protagonista a un terrorista, lo que suele llevar, por la propia técnica narrativa, a la creación de cierta empatía en el espectador e incluso a su elevación a héroe. ¿No salen acaso bien parados los mafiosos que aparecen en las películas de Scorsese? ¿O Walter White en Breaking Bad? ¿No es el caso de Joker? Podrán enarbolarse ejemplos de que no necesariamente debe ser así, se me ocurre Los Soprano, tal vez la mejor serie jamás emitida en televisión, pero la sutileza y complejidad de su guion es algo muy difícil de lograr. De manera que en La infiltrada el personaje principal, aquel con quien se espera que nos identifiquemos, es una agente de la Policía Nacional. Cuerpo retratado como profesionales comprometidos y con convicciones sinceras a las que servir, lejos de la caricatura que tantas veces se ha hecho en este tipo de cine sobre la Guardia Civil. Si bien aquí vuelve a aludirse a las supuestas torturas en sus cuarteles (recordemos que los etarras, para desacreditar al sistema, recibían la consigna de denunciarlas en cuanto fueran detenidos), como no las vemos en pantalla y solo son mencionadas por algún personaje a modo de rumor, pueden entenderse como parte del discurso de justificación moral que esgrimían.

Otro aspecto reseñable de su enfoque es que expone los atentados en toda su crudeza y brutalidad, entre ellos uno tan impactante como el de Gregorio Ordoñez, cortando así de raíz cualquier idealización romántica sobre sus autores. Es meritorio el personaje tan repulsivo en ese aspecto que compone Diego Anido: una personalidad psicopática, alguien ideológicamente fanatizado, que se jacta de sus crímenes y ve en ellos la manera de ejercer poder sobre los demás. Probablemente el retrato más fiel de un etarra que hemos tenido ocasión de ver en una pantalla. Esperemos que se lleve algún premio este actor.   

Cabe señalar que la cinta tiene cierto barniz feminista, aunque no llega a hacerse indigesto. Si es el peaje que hay que pagar para que, por una vez, no veamos apología o contemporización alguna con el terrorismo, pues vale. Comienza la historia con la policía infiltrada cantando sola borracha algo así como «las mujeres queremos que cuenten nuestras historias», un guiño autorreferencial un tanto evidente a la propia película. Para el discurso feminista parece que las mujeres fueron inventadas antes de ayer, como si no hubiera habido personajes femeninos destacados y de estos que ahora llaman «fuertes» y «empoderados» ya en el cine clásico con Ava Gardner o Katharine Hepburn. Al menos la protagonista no es una Mary Sue como las insoportables heroínas actuales de Hollywood: tiene momentos de vulnerabilidad, de duda y sufrimiento interior, comete errores y aprende de ellos. Gran papel de Carolina Yuste.

Antes de concluir señalaré que la sala de cine a la que fui estaba llena, algo insólito en estos tiempos. Está teniendo un considerable éxito de taquilla porque los espectadores entienden que cuenta algo que les incumbe, que es también sobre sí mismos, sobre sus propias memorias. El sobresalto de la apertura de los informativos mostrando un atentado recién perpetrado del que iban desgranándose los detalles sobre el lugar del suceso, el método (ahora una bomba-lapa, luego un tiro en la nuca) y las víctimas, con el mayor impacto emocional cuando a veces ya eran conocidas, como con Gregorio Ordóñez o Fernando Buesa; la angustia de ver el mismo proceso repitiéndose una y otra vez, en un perpetuo goteo de muertes sin que pudiéramos atisbar el final ni estuviera al alcance de nuestras fuerzas impedirlas, como si estuviéramos sometidos a un enloquecido dios precolombino ávido de sacrificios humanos… Todo ello fueron vivencias colectivas que quedaron grabadas a fuego en las conciencias de muchos de nosotros, no es algo que ataña solo a los vascos porque fue el conjunto de España quien lo sufrió. Pero no teníamos quién lo contase públicamente, de esta forma, fijando ese recuerdo y reafirmándolo, diciendo «esto pasó» y en su lugar nos contaban chorradas haciéndonos luz de gas. La infiltrada es un paso en la buena dirección.

Nacido en Baracaldo como buen bilbaíno, estudió en San Sebastián y encontró su sitio en internet y en Madrid. Ha trabajado en varias agencias de comunicación y escribió en Jot Down durante una década, donde adquirió el vicio de divagar sobre cultura/historia/política. Se ve que lo suyo ya no tiene arreglo.

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