El ejército industrial de reserva

El aumento de la inmigración tiene un impacto negativo en los salarios

Hace unos días leí a cierta personalidad últimamente muy promocionada en los medios —algo siempre sospechoso— que aquellos que vienen a nuestro país a delinquir no deben ser bienvenidos, para rematarlo con que se debe «atraer inmigrantes con perfiles laborales que se ajusten a las necesidades de nuestro mercado, y muy especialmente aquellos que provengan de regiones culturales más cercanas». Un mensaje bien alineado con los que he venido encontrándome entre empresarios muy activos en redes sociales, así como de otros creadores de opinión, que se les llama ahora. Si lo pensamos detenidamente, impresiona. Hasta tal punto que a uno se le erizan los pelos del corazón, que diría Pich i Pon. Tras un cuarto de siglo de inmigración masiva, con años en los que se han recibido más de medio millón de personas, con todas las noticias de sucesos que hemos visto desfilar ante nuestros ojos, los vídeos viralizados de tropelías varias en las calles españolas y, en fin, con todos los testimonios también de nuestro entorno más cercano, en los ámbitos de opinión respetables ya se empieza a asumir y a expresar en voz alta unos y a regañadientes otros que acoger a la Mara Salvatrucha no es una gran idea y, también, que la formación de guetos ajenos al país de acogida tampoco suele deparar nada bueno. Ea, despacito y buena letra. Por su parte, en el Reino Unido el primer ministro, laborista, se ha percatado recientemente del riesgo de convertirse en «una isla de extranjeros». Algunos ya lo advirtieron por allá hace 60 años, pero cada uno a su ritmo. Es como ver maniobrar a un trasatlántico.

Sin embargo, más allá de todo lo anterior, hay otro detalle de se me quedó botando en la cabeza: el énfasis en que, siquiera siendo más selectivos, se debe seguir atrayendo inmigrantes pues así lo exige «nuestro mercado», una forma algo más impersonal de decir «nuestros empresarios». Que son muy suyos en esto, pues si hay una noción básica de la economía que todos, mal que bien, hemos llegado a entender es aquella de que, si aumenta la oferta y se mantiene la demanda, entonces bajan los precios. O, en este caso respecto al incremento de la mano de obra disponible, los sueldos. Hemos tenido que escuchar largo tiempo pésimas réplicas a semejante obviedad como la de esta viñeta, una idea tan recurrente como clasista por la que, si alguien percibe como competencia a una masa inmigrante de, en líneas generales, baja cualificación laboral, entonces la culpa será suya. ¿Acaso el sector menos instruido de la población española no tiene igualmente derecho a acceder a un puesto de trabajo? Pero es, además, errónea en la falsa seguridad que despierta, pues el excedente de trabajadores en un sector termina desbordándose al resto, al obligar a esos nuevos desempleados a formarse y a competir por otros puestos. Un segmento de población desempleada sirve para contener salarios y desanimar a los trabajadores a volverse exigentes, como un íntimo memento mori.

Entre 1845 y 1914, la llegada continua de trabajadores europeos a Estados Unidos fue fundamental para mantener los salarios bajos. Tal como había ocurrido en la industrialización en Inglaterra con la afluencia masiva de irlandeses a sus fábricas. La política Sahra Wagenknecht lo cuenta así acerca de Alemania en su libro Los engreídos: «El hecho de que la inmigración procedente de Europa oriental se detuviese en gran medida durante la República de Weimar fue sobre todo gracias al esfuerzo de los sindicatos y al apoyo que les prestó la socialdemocracia. Tras el final de la Primera Guerra Mundial, las leyes se cambiaron para que los trabajadores nacionales tuvieran prioridad a la hora de ser contratados. La Ley de Certificación Laboral de 1922 también nombró comités con representación paritaria de empresarios y sindicatos que debían aprobar la contratación de extranjeros. De los 1,2 millones de trabajadores extranjeros en Alemania durante el imperio monárquico, en 1924 solo quedaban 174.000».

Recordemos también que, en la Francia inmersa en el desarrollo industrial de los años 60 y 70, se promovió la inmigración particularmente desde el Magreb y de otras excolonias, con el fin de proveer de mano de obra barata a las factorías. Es aún hoy recordada entre los franceses la Ley de Reagrupamiento Familiar promovida en 1976 por Giscard d’Estaing, un europeísta de centro derecha liberal. Maniobra que no pasó en su momento desapercibida para el Partido Comunista Francés, cuyo líder reclamó «frenar la inmigración regular e irregular» por dañar a la clase trabajadora. Este fenómeno hoy día, como era previsible, sigue produciéndose en diferentes países. En The Road to Somewhere de David Goodhart se recogen dos estudios diferentes que apuntan en la misma dirección. El primero indica que los salarios del 20% de la población británica de menores ingresos se reducen hasta en un 15% durante los periodos de mayor afluencia migratoria, mientras que otro indica que cuando la cuota de inmigrantes llega al 10% los sueldos de la población menos cualificada caen un 5%.

En nuestro país la situación es semejante. Hay ahora en torno a 3 millones de personas más que en 2008 y según se publicaba recientemente las familias disponen de una renta un 5% inferior, a lo que hay que añadir que por efecto de la inflación se paga hoy un 14% más IRPF que entonces. El BCE asegura que los trabajadores extranjeros han generado un 80% del incremento del PIB español desde 2019, y será cierto, pero ese espejismo de crecimiento colectivo oculta que per cápita nos hemos empobrecido.   

Un fenómeno análogo se produce en Estados Unidos, donde economistas como George J. Borjas han estimado que un incremento del 10% del número de inmigrantes dentro de un sector específico del mercado laboral puede provocar una caída de los salarios dentro de ese sector de un 3% a un 4%. Es muy interesante esto, porque ya no hablamos únicamente de inmigración poco cualificada. De hecho, ha habido un debate muy vivo allá en los últimos meses entre quienes rechazan las fronteras indiscriminadamente abiertas por el incremento en la criminalidad que conllevan, pero quieren seguir atrayendo trabajadores de talento —mediante visas a ingenieros indios, entre otros— y quienes consideran que estos últimos también perjudican a la población autóctona con su competencia. Abrir el mercado laboral a todo el planeta inevitablemente daña a los habitantes de los países desarrollados, al aumentar la mano de obra, pero no la oferta de trabajo: hay mucha más población dispuesta a emigrar de la India o China a EE.UU y a Europa que en sentido inverso.  

Por tanto, cabe concluir de todo lo anteriormente expuesto, abogar por «atraer inmigrantes con perfiles laborales que se ajusten a las necesidades de nuestro mercado» supone necesariamente perjudicar a los trabajadores de dicho mercado, situados en peor posición para negociar sus condiciones de trabajo. Reducir la competencia para garantizar la propia posición fue tarea en su día de los gremios, luego de los sindicatos y ahora de las fronteras nacionales. Abolirlas nos deja en la intemperie. El discurso aparentemente bienintencionado de rechazar la delincuencia extranjera al tiempo que se proclama que «el inmigrante trabajador será bienvenido» encierra una trampa. No es la hospitalidad lo que anima a quienes lo sostienen…Por otra parte, enarbolar los legítimos intereses de la población autóctona no debe implicar en modo alguno actitudes arrogantes, racistas o supremacistas. Lo expresó aquí León XIV con lucidez política y sensibilidad moral señalando la fundamental igualdad de todas las personas, hechas cada una a imagen y semejanza de Dios y merecedoras de respeto, pero al mismo tiempo siendo consciente de que la cuestión migratoria es «un gran problema, un problema mundial». No hay contradicción alguna en ese planteamiento. Rechazar la inmigración masiva no significa odiar o menospreciar a nadie, como a menudo se responde desde posturas liberales/progresistas, sino promover un orden político-económico que no priorice las necesidades del mercado sobre las del ser humano: que nadie se vea forzado a emigrar ni tampoco a sufrir la inmigración.     

Nacido en Baracaldo como buen bilbaíno, estudió en San Sebastián y encontró su sitio en internet y en Madrid. Ha trabajado en varias agencias de comunicación y escribió en Jot Down durante una década, donde adquirió el vicio de divagar sobre cultura/historia/política. Se ve que lo suyo ya no tiene arreglo.

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