El pucherazo de febrero del 36

Desbocada la arbitrariedad, el fraude electoral del Frente Popular fue un atropello histórico con alteración de medio centenar de escaños

Las elecciones celebradas el 16 de febrero de 1936 perduran la conciencia popular como las más fraudulentas de la historia del parlamentarismo español. Esta afirmación, sin duda, podría considerarse acertada, pues aquellos comicios se hicieron absolutamente acreedores de ese dudoso honor. Sin embargo, otras elecciones, que han pasado más desapercibidas en la historia y la memoria colectiva, podrían ser recordadas con igual intensidad por la magnitud de su irregularidad y fraude. Entre ellas destacan las celebradas en junio de 1931 para la elección de las Cortes Constituyentes, que el ilustre José Ortega y Gasset llegó a calificar como “una vergüenza electoral”. En esos comicios se cometieron todo tipo de coacciones, tropelías y violencias por parte de las masas republicanas y, fundamentalmente, socialistas. Los innumerables incidentes impidieron la limpieza y pulcritud de unas elecciones vitales para definir la composición del nuevo Parlamento republicano. Como resultado, aproximadamente el 80% de las actas aprobadas pertenecían a las opciones de izquierda republicana, reduciendo a un papel meramente anecdótico la presencia en la Cámara de las opciones conservadoras, monárquicas y de buena parte de la derecha política española, que fueron literalmente barridas por la acción coercitiva de las nuevas autoridades republicanas.

Sin embargo, el caso que hoy nos ocupa se refiere a unas elecciones mucho más vivas y presentes en la conciencia popular. Casi 90 años después, persiste la sensación, y casi el convencimiento, de que las elecciones de febrero de 1936 constituyeron un formidable asalto al Estado de derecho. En los días posteriores a la apertura de las sesiones plenarias del Parlamento, casi cincuenta actas cambiarían de signo, transformando lo que inicialmente parecía un virtual empate técnico entre candidaturas frentepopulistas y antirrevolucionarias en un triunfo arrollador de las primeras. En ese proceso resultó fundamental la Comisión de Actas, que, con los argumentos y excusas más peregrinas, permitió que lo que no habían otorgado las urnas a través de la libre expresión de la voluntad popular lo lograra un Parlamento convertido en una suerte de Convención jacobina.

Es ampliamente conocido que en aquellas elecciones se rompieron urnas, se falsearon actas documentales, se coaccionó a los presidentes de mesa, se robaron actas y se destituyó a los gobernadores civiles en mitad del recuento (quienes eran los encargados de fiscalizarlo en cada provincia), siendo sustituidos por otros afines a los postulados del Frente Popular. Incluso llegó a dimitir el presidente del Consejo de Ministros, Portela Valladares, quien fue reemplazado por Manuel Azaña, alma de las huestes del Frente Popular, cuando el recuento apenas había comenzado. Solo así puede “entenderse” que, en una Diputación Permanente celebrada el 21 de febrero, cuando aún no se conocían los resultados finales, cuando las puertas del Parlamento aún no se habían abierto y cuando apenas se había verificado una cuarta parte de las actas que conformarían la Cámara republicana, se aprobara en apenas 45 minutos una amnistía que otorgó la libertad a unos 30.000 encausados en los trágicos sucesos de la tentativa golpista de octubre de 1934. Muchos de ellos, en los días posteriores, pasarían a engrosar los cuadros de milicias paramilitares socialistas y comunistas, así como las filas de las nuevas fuerzas del orden público del Frente Popular.

Como se ha mencionado, todo esto no puede entenderse sin analizar detenidamente quiénes integraban la Comisión de Actas y, sobre todo, qué se llegó a hacer y decir en ella. Su presidente era el socialista Indalecio Prieto, quien, en la sesión del 31 de marzo, presentó su dimisión disconforme con la anulación irregular y fraudulenta de las actas de la provincia de Granada, donde el ilustre catedrático socialista Fernando de los Ríos se había quedado sin acta de diputado. Las derechas, hartas de los atropellos que se cometían a diario, decidieron abandonar el salón de plenos y desentenderse de las sesiones dedicadas a la constitución y aprobación de las actas.

Los atropellos comenzaron pronto. En la primera sesión dedicada a la discusión de las actas de Salamanca, uno de los vocales más polémicos y controvertidos de la Comisión, el socialista Andrés Manso, exigió la anulación de las actas en las que habían ganado las derechas, alegando violencias y coacciones nunca probadas. No aportó ninguna prueba documental, limitándose a leer un artículo publicado en la Gaceta Regional de Salamanca el 7 de enero, donde se hablaba de dinero y presuntas extorsiones de los candidatos de las derechas. Este artículo de prensa le sirvió como fundamento para alegar un intento de compra de votos, un método que hoy está de plena actualidad por la intención del actual Gobierno de eliminar los recortes de prensa como pruebas acusatorias en los tribunales. Sin embargo, hace décadas, fue uno de los principales recursos esgrimidos por los frentepopulistas para eliminar las actas legítimas de las derechas.

En esa misma sesión, el diputado de la CEDA Serrano Suñer denunciaría que en algunas secciones de la provincia de Valencia, el Frente Popular había llegado a alcanzar el 96% de los sufragios y, todo ello, “sin protesta de nadie”. La Comisión de actas desecharía la petición de Serrano Suñer y sometería a discusión la del socialista Andrés Manso que no aportaba prueba documental alguna.

En los días sucesivos, muchas más actas de las derechas fueron anuladas con argumentos igualmente débiles. El 24 de marzo, al diputado por la provincia de Burgos, Estévanez se le privó de su legítima acta por una supuesta incompatibilidad. La decisión fue tan arbitraria que incluso algunos miembros de la Comisión la reconocieron: “Como hombre de derecho, yo defiendo la capacidad del señor Estévanez, pero por disciplina de partido voto en contra de su capacidad”, admitió el socialista Jerónimo Bugueda. De manera similar, el radical socialista Baeza Medina afirmó: “Yo no puedo votar en contra de la capacidad de ese diputado, porque sería una monstruosidad jurídica”.

Acto seguido, los diputados de las derechas abandonaron el salón de plenos en señal de protesta, desentendiéndose del resto de las discusiones sobre las actas. El líder de Renovación Española, José Antonio Goicoechea, entre grandes rumores y protestas, puso el punto final al tenso debate: «Hemos llegado al convencimiento honrado de que en este Parlamento es imposible la convivencia entre el Gobierno, la mayoría y las oposiciones».

A pesar de todo, los atropellos continuaron. La sesión del 31 de marzo fue histórica. En ella, los diputados de la CEDA denunciaron las irregularidades en la provincia de Cáceres, donde una mayoría de las derechas de más de 6.000 votos se transformó abruptamente en una derrota por más de 2.000.

El portavoz de la CEDA, Giménez Fernández, denunció el atropello que se pretendía cometer contra las actas de la provincia de Granada, afirmando: «Pensamos que el voto de las Cortes va a ocasionar una tendencia que, de prosperar, representaría la sustitución de la voluntad popular, base de un régimen democrático, por el imperio absoluto de una mayoría discutible, esencia de los regímenes totalitarios. Constituid el Parlamento como os plazca; no ya con nuestros discursos o con nuestros votos, pero ni siquiera con nuestra presencia seremos un obstáculo a la libertad y a la rapidez de vuestras deliberaciones.»

Entre grandes rumores y protestas, el clima se volvió insoportable. La sesión concluyó con la intervención del diputado comunista Uribe, quien afirmó: «Las tierras hay que dárselas a los campesinos, y hay que dárselas quitándoselas a estos señores que hoy huyen de aquí para desafiarnos en la calle, donde nos encontrarán». Sus palabras fueron recibidas con aplausos.

Los atropellos continuaron, muchos de ellos documentados en los diarios de sesiones del Congreso. El 2 de abril, el socialista Ángel Galarza –el mismo que el 1 de julio de 1936 amenazó de muerte en sede parlamentaria a Calvo Sotelo, doce días antes de su brutal asesinato– exigió la anulación de las actas de la provincia de Salamanca por el simple hecho de que en esas elecciones había sido elegido Gil Robles. Sus palabras fueron elocuentes: «Si alguna duda me había proporcionado el estudio de dichas actas, ha sido por el hecho de venir proclamado en ellas el Sr. Gil Robles». La respuesta del vicepresidente de la Comisión de Actas, Jerónimo Gomáriz era: «Hubiéramos sentido una satisfacción de conciencia individual, pero no una satisfacción de conciencia política». Reconoció que habrían querido anular las actas de Salamanca, «para lo que no encontramos motivo bastante y lo sentimos».

Licenciado en Historia en su especialidad de historia contemporánea de España, autor de varios libros sobre la Segunda República española, entre ellos, 'La revolución más anunciada de la historia' en cuya segunda parte trabaja

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