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El votante hillbilly al que apelan Trump y Vance

La clase trabajadora blanca a la que abandonó el Partido Demócrata

El verano de 2016, en plena campaña electoral estadounidense, un vídeo del documentalista Michael Moore se hizo extraordinariamente viral y conoció múltiples versiones con imágenes y música editadas. El propio Trump lo compartió en sus redes sociales para disgusto del autor (ferviente demócrata, como sabrán), que en realidad lo que había pretendido es filmar un alegato en favor de su campaña como abogado del diablo, exponiéndolo con los mejores argumentos posibles a modo de captatio benevolentiae para ganar la atención de potenciales votantes republicanos y a continuación refutarlo… con poco tino, hay que decir, pues se limitaba a llamarlo fascista. Terminó saliéndole el tiro por la culata y solo la parte inicial se popularizó, principalmente por la claridad con la que explicaba un fenómeno que por entonces aún desconcertaba a muchos. Pueden verlo aquí y, a continuación, la transcripción en español:    

«Donald Trump llegó al Club Económico de Detroit y se paró allí frente a los ejecutivos de Ford Motor y dijo que si cierran estas fábricas, como están planeando hacerlo en Detroit, y las construyen en México, va a poner un arancel del 35% a esos coches cuando los envíen de vuelta y nadie los va a comprar. Fue algo increíble de ver; ningún político, republicano o demócrata, había dicho algo así a estos ejecutivos, y fue música para los oídos de la gente en Michigan, Ohio, Pensilvania, y Wisconsin, los Estados del Brexit. Si Trump lo dice en serio o no, es algo irrelevante porque está diciendo cosas a personas que están sufriendo y por eso cada trabajador abatido, sin nombre, olvidado, que solía ser parte de lo que se llamaba la clase media, ama a Trump. Él es el cóctel molotov humano que han estado esperando, la granada de mano humana que pueden lanzar legalmente al sistema que les robó sus vidas. Y el 8 de noviembre, el día de las elecciones, aunque perdieron sus trabajos, aunque han sido embargados por el banco, después vino el divorcio y ahora la esposa y los hijos se han ido, el coche ha sido embargado, no han tenido unas vacaciones reales en años, están atrapados con el plan bronce de Obamacare donde ni siquiera pueden conseguir un analgésico, esencialmente han perdido todo lo que tenían, excepto una cosa, la única cosa que no les cuesta ni un centavo y les está garantizada por la Constitución Americana: el derecho a votar. Pueden estar sin dinero, pueden estar sin hogar, pueden estar al final de sus fuerzas, no importa porque todo se iguala en ese día. Un millonario tiene el mismo número de votos que una persona sin trabajo: uno. Y hay más de los antiguos de clase media que de la clase millonaria. Así que el 8 de noviembre, los desposeídos entrarán en el cubículo de votación, recibirán una papeleta, cerrarán la cortina y tomarán esa palanca, bolígrafo o pantalla táctil y pondrán una gran X en la casilla junto al nombre del hombre que ha amenazado con trastornar y derrocar el mismo sistema que ha arruinado sus vidas: Donald J. Trump. Ven que las élites que arruinaron sus vidas odian a Trump. La América corporativa odia a Trump, Wall Street odia a Trump, los políticos de carrera odian a Trump, los medios odian a Trump después de haberlo amado y creado, y ahora lo odian. Gracias, medios. El enemigo de mi enemigo es por quien votaré el 8 de noviembre. Sí, el 8 de noviembre, tú Joe Blow, Steve Blow, Bob Blow, Billy Blow, Billy Bob Blow, todos los Blow pueden ir y volar todo el maldito sistema porque es su derecho. La elección de Trump va a ser el mayor ‘te jodes’ jamás registrado en la historia humana y se sentirá bien por un día».

Paralelamente, aquel mismo verano un libro de memorias se convertía en un auténtico melocotonazo, que diría El Fary, escalando a lo alto de una lista de superventas de la que tardaría en bajar. Entusiasmó al público estadounidense en primer lugar porque era una historia de superación de esas que tanto gustan en aquellos lares, sobre un joven de una familia rural de Kentucky descompuesta por la precariedad, las drogas y los malos tratos que tras alistarse en el ejército y servir en Irak termina graduándose en una universidad de élite, obteniendo dinero, fama y —esto ya no lo contaba en sus páginas— hace unos días, una candidatura como vicepresidente junto a Trump. Vista desde los ojos de alguien de otro país la historia, con todo su interés, no anda escasa de autoindulgencia, supongo inevitable cuando uno piensa que su propia vida merece ser contada en 260 páginas… La cuestión es que ese libro, Hillbilly Elegy, de J. D. Vance, logró semejante impacto por el retrato que supo hacer de la clase trabajadora blanca, rural y de bajo nivel educativo, aquella que décadas antes era demócrata y sin embargo en aquellas elecciones, tal como supo prever Moore, se volcó masivamente por el partido republicano, descolocando así el tradicional eje izquierda/derecha con el que tanto nos gusta interpretar el mundo (aunque en realidad cada vez explique menos).

¿A qué se debe ese cambio político/sociológico? Por sus raíces históricas, económicas y culturales es en algunos aspectos genuinamente estadounidense, aunque en otros es un proceso que también estamos viendo en Europa. Por un lado nos encontramos con la globalización y su deslocalización industrial, la llamada terciarización de la economía, que conlleva paro o sueldos más precarios para la mayoría —todos esos Joe Blow, Steve Blow y Billy Blow— salvo para una minoría altamente formada concentrada en las grandes urbes. De ahí, también, la creciente división entre el mundo rural republicano y el urbano demócrata. Es lo que nos cuenta esa autobiografía, el peregrinaje del autor desde las pequeñas poblaciones «sin esperanza» de Kentucky y Ohio hasta la universidad de élite de Yale, en las proximidades de Nueva York.

Hay algo más, sin embargo, y la película basada en la obra incide en ello —en la escena de la cena, particularmente— como es el choque cultural: la distancia clasista de incomprensión, cuando no de abierto desprecio, entre unas élites sofisticadas y progresistas y esos rednecks a los que mirar altivamente pues su voto, sus valores y su forma de vida son considerados algo a superar, un vestigio. «Un cesto de deplorables» como dijo Hillary Clinton en aquellas elecciones. El origen de ello tiene que ver con la profunda reorientación ideológica de la izquierda estadounidense durante las últimas décadas sustituyendo lo económico por lo cultural, lo real por lo simbólico, que por su preeminencia imperial ha terminado contagiando también a las de Hispanoamérica y Europa.

Para entender ese cambio (del que aquí ya hablamos con detenimiento) hemos de remontarnos a la Civil Rights Act impulsada por Kennedy y aprobada tras su muerte en 1964, que tuvo el benéfico efecto de terminar con la segregación de la población negra, pero introdujo la perniciosa idea de la «acción afirmativa» para las minorías, inicialmente la negra, pero pocos años después seguida de la hispana, la indígena, la asiática, la homosexual… convertidas cada una de ellas en un lobby con su agenda y sus intereses particulares y el Partido Demócrata en un agregado de minorías. La mutación se agravó en los años 90 con Bill Clinton, cuando ya caído el Muro y EE.UU. convertido en poder hegemónico su partido se hizo crecientemente liberal en lo económico y progresista en lo social (¿A cuánta gente habremos oído definirse así?). El arreón definitivo en dicha dirección vino a partir de Obama. Hablar de clases sociales resultaba ser una antigualla ideológica; dejaba de tener sentido aludir a una clase trabajadora o de «cuello azul» y todos ellos pasaban a ser «población blanca». Lo que significaba, dentro de ese nuevo prisma político, «privilegiados que no tienen derecho a quejarse», menos aún si eran hombres y heterosexuales.

Todo un alivio para las verdaderas élites descargar la culpa en cualquier mecánico de algún olvidado condado de Alabama, ahora responsable exclusivo en función de su raza, sexo y orientación de la opresión secular de sus compatriotas. ¿Y por qué exclusivo? Porque al no estar entrenado en el discurso progresista en un campus universitario no comparte el vocabulario, creencias y estilo de vida considerado apto para combatir semejantes injusticias. Así, las nuevas generaciones adoctrinadas en Harvard o Yale podían exhibir el más descarnado clasismo hacia ellos desde la buena conciencia de quien está iniciado en las opresiones sistémicas del ámbito cultural/simbólico. El perfecto chivo expiatorio, ni Juan Tamariz hubiera hecho semejante juego de manos.

Cabe concluir, por tanto, que la clase trabajadora blanca no es que abandonase el Partido Demócrata, sino que éste les abandonó a ellos. Es entonces cuando aparece Trump para acogerlos en la fría noche. Hay que señalar un asunto que algunos fuera de Estados Unidos deseando emular su éxito quizá no han terminado de entender: los votantes huérfanos de la izquierda no van a acudir mansamente a donde uno, hay que ir a buscarlos y asumir sus preocupaciones e intereses. Cosa que requiere reformular la propia oferta electoral, que es lo que Trump hizo virando el discurso del Partido Republicano —con una considerable oposición interna— en torno al abandono de la ortodoxia liberal, el progresismo woke y la agenda neocon en política exterior. Ahora, junto a él, se incorpora Vance en plena sintonía con su ideario, reencontrándose ambos ocho años después de que sus memorias se convirtieran en un superventas tras esta entrevista que lo catapultó (se cayó el servidor de la web por la afluencia de visitas) significativamente titulada Trump: tribuno de los blancos pobres. Ya solo falta que Moore publique un vídeo atacándolos.

Nacido en Baracaldo como buen bilbaíno, estudió en San Sebastián y encontró su sitio en internet y en Madrid. Ha trabajado en varias agencias de comunicación y escribió en Jot Down durante una década, donde adquirió el vicio de divagar sobre cultura/historia/política. Se ve que lo suyo ya no tiene arreglo.

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