Emigración frente a migración

Institución clave fue el Instituto Español de Emigración, fundado en 1956 con el fin de dirigir el fenómeno y proteger a los trabajadores españoles en el extranjero

Desde que José María Aznar abriera las compuertas de la inmigración masiva, uno de los argumentos más usados contra los antiinmigracionistas es que España es un país de tradición emigrante y que, por lo tanto, no hay justificación para las quejas. “También nuestros abuelos emigraron a Europa en la posguerra y no produjeron más que beneficios tanto para España como para los países de acogida” vendría a ser el resumen del asunto. Echemos, pues, un vistazo a la emigración de nuestros abuelos para ver qué hay de verdad en ello.

En los primeros años de la posguerra los gobiernos de Franco trataron de impedir la salida de españoles debido a la necesidad de toda la mano de obra posible para la reconstrucción del país. Pero el paso de los años fue evidenciando la inevitabilidad de un fenómeno general en una Europa en la que la población campesina afluía sin cesar hacia las ciudades y los centros fabriles. Además, los países agrícolas del sur de Europa, entre ellos España pero no sólo ella, aportaron millones de obreros a las industrias del norte, necesitadas de ellos tanto por el extraordinario crecimiento económico de los llamados Treinta Años Gloriosos (1945-1973) como por la sangría de la juventud en la Segunda Guerra Mundial.

El antecedente legislativo inmediato había sido la Ley de Emigración promulgada por Primo de Rivera en 1924 con los objetivos primordiales de evitar que se cometieran abusos sobre los emigrantes españoles dándoles protección durante el viaje y en el país de destino. Pero la segunda posguerra mundial y los grandes cambios sociales ocurridos en tres décadas exigían una ley adecuada a las circunstancias.

Institución clave en el fenómeno emigratorio español fue el Instituto Español de Emigración, adscrito al ministerio de Trabajo y fundado en 1956 para dirigir la política emigratoria con el fin de que el trabajador “salga de España con las mayores garantías de éxito”. Una de sus funciones más importantes fue la de coordinar, mediante las Oficinas de Colocación, las ofertas colectivas de trabajo provenientes de países abiertos a la emigración española con las solicitudes de los españoles que desearan emigrar de acuerdo a sus respectivas profesiones y especialidades. También intervenía en la contratación de pasajes colectivos e individuales con las compañías de transporte para evitar estafas y abusos; y para mayor protección de los emigrantes, obligaba a las personas naturales o jurídicas que interviniesen en el transporte emigratorio de españoles, tanto nacionales como extranjeras, a quedar sometidas a la legislación y jurisdicción españolas. Para contribuir a los gastos que al Estado originara la asistencia a los emigrantes, los pasajeros no emigrantes que salieran para ultramar por vía marítima tuvieron que abonar un canon suplementario no superior al tres por ciento del precio del pasaje.

Cuatro años más tarde se redactó la nueva Ley de ordenación de la emigración de 1960. El objetivo de la ley fue apoyar y proteger a los trabajadores españoles desde la adecuada capacitación profesional hasta el establecimiento en los países extranjeros de relaciones laborales acordes con la dignidad humana del emigrante. La voluntad del Estado fue la de atender a las necesidades del emigrante desde su salida hasta el final de su condición de tal; según explicó la ley, “el proceso emigratorio y la consecuente acción del Estado se inician desde que el emigrante prepara su salida de España y terminan con su regreso definitivo a la Patria o con la pérdida de su nacionalidad”.

El Estado se ocupó de multitud de cuestiones que afectaban a los emigrantes. Por ejemplo, lejos de dejar sus condiciones laborales y personales a la voluntad de los gobiernos de los países receptores, suscribió con ellos convenios de emigración y seguridad social, y a los funcionarios de las representaciones diplomáticas y consulares españolas se les confió la inclusión de los emigrantes en los regímenes de seguridad y asistencia social de dichos países.

Se facilitaron créditos privilegiados para que el emigrante pudiera adquirir los enseres e instrumentos de trabajo necesarios para su nueva vida. También prestó especial atención a que los familiares que quedaban en España gozasen de las asistencias prestadas por las instituciones nacionales de Seguridad Social, facilitó el encauzamiento del ahorro hacia ellos y se hizo cargo de los gastos de repatriación de quienes, por enfermedad o accidente o por no haber conseguido labrarse un porvenir, necesitaran ser repatriados. Se ayudó a los regresados en paro con el 75% del salario mínimo más las cuotas de la Seguridad Social durante seis meses.

Se facilitó la concesión de becas y la convalidación de los estudios para los niños expatriados, y se dio preferencia a los que regresaran para encontrar plaza en los colegios nacionales.

Con el objeto de evitar riesgos para las vidas y haciendas de los emigrantes, el Estado se reservó la facultad de suspender o limitar temporalmente la emigración por razones de sanidad, orden público u otras circunstancias excepcionales en los países receptores.

Intervino en las contrataciones colectivas correspondientes a ofertas de trabajo de empresas extranjeras, porque los emigrantes españoles no se trasladaban a países extranjeros a buscar trabajo, sino que partían con el contrato ya firmado con una empresa en concreto. En primer lugar debía sacar el certificado de ausencia de antecedentes penales, pues en caso contrario no se le permitía emigrar. España no exportó delincuentes. Acto seguido, el Estado español y el receptor participaban en el reconocimiento médico del aspirante y en las pruebas de su capacidad para el desempeño del oficio para el que se le contrataba.

A través de las Agregadurías Laborales en el exterior, se ejerció la protección al emigrante mediante la asistencia jurídica, la gestión de la documentación necesaria y la vigilancia del cumplimiento de los contratos de trabajo firmados con empresas y organismos públicos extranjeros. Los funcionarios en el exterior informaban al gobierno sobre el cumplimiento de los acuerdos internacionales suscritos, aportaron traducción mientras el trabajador no dominase suficientemente la lengua del país de acogida y fomentaron la constitución de empresas en los países extranjeros para que pudieran dar empleo a más españoles. También se prestó atención a la asistencia religiosa de los emigrantes, a menudo establecidos en países protestantes, mediante párrocos propios, así como a la difusión de la cultura española para que los emigrantes y sus hijos no perdieran contacto con sus raíces culturales y lingüísticas.

Como curiosidad lingüística que probablemente sorprenda en estos días de idolatría de las denominadas lenguas propias, el gallego José Manuel Otero Novas, ministro de Educación de la UCD bajo cuyo mandato (1979-1980) se acabó con la enseñanza única en español y se estableció el derecho de elegir la lengua vehicular, recordó lo siguiente sobre las medidas que se pretendieron adoptar para la enseñanza del gallego a los hijos de los emigrantes. En la embajada española en La Haya se reunió con representantes de la emigración, mayoritariamente gallegos:

“Les conté la demanda de la Xunta de Galicia que les afectaba, que significaba que sus hijos dentro de las escuelas extranjeras contarían con horas de enseñanza del gallego montadas por el ministerio español; y les pedí opinión. Dialogaron entre sí un rato, y el portavoz –que se presentó como comunista–, tras decir que él era más gallego que el caballo de Santiago, rechazó la oferta en nombre del colectivo. Me sorprendió lo tajante de la respuesta y pasé a efectuar una segunda propuesta: la de facilitar también en las escuelas extranjeras una asignatura de gallego sólo con carácter voluntario. Volvieron a dialogar entre ellos, y nuevamente me transmitieron su opinión: aceptaban clases voluntarias de gallego con dos condiciones; primera, que no se menoscabara la enseñanza del castellano, que era la que ya veníamos dando, pero que querían mejorar y ampliar; segunda, que les diéramos asimismo clase complementaria y voluntaria de inglés”.

Desde 1960 se editó la revista Carta de España, que cada mes informaba a los emigrantes sobre cuestiones de interés de sus lugares de origen. Además se crearon cientos de casas u hogares españoles en los que los emigrantes pudieron encontrar asistencia social, restaurantes, bibliotecas, salas de proyecciones, aulas de enseñanza de idiomas y contacto con los compatriotas de la zona.

Naturalmente, no todos los que emigraron lo hicieron a través del sistema organizado por el Instituto Español de Emigración ya que consiguieron trabajo a través de la mediación de amigos o familiares ya establecidos en el extranjero.

La característica esencial de la emigración española, junto a su carácter reglado, fue su vocación de provisionalidad. Porque el primer paso del proceso emigratorio fue la demanda de mano de obra por parte de unos países centroeuropeos sin parados y a los que les faltaban manos por la matanza de jóvenes durante las dos guerras mundiales. Y cuando ya no les hizo falta, cerraron el grifo de la inmigración y dieron prioridad a sus propios nacionales.

Un porcentaje muy elevado de la emigración española fue de temporada, como la empleada durante décadas en la vendimia francesa. Acabada su labor, regresaban a España. Y la de larga duración también tuvo plazo de terminación, lo que se comprueba con el dato de que más del 85% de los emigrantes regresaron a España.

Debido a todas estas características y al comportamiento ejemplar de los españoles, éstos no causaron problemas de integración, no supusieron carga al sistema de prestaciones sociales de los países de acogida, no llegaron exigiendo pagas ni nada gratis, no dependieron de las donaciones de alimentos de organizaciones caritativas, no tuvieron que vender ilegalmente mercancías por las calles escapando de la policía, no aumentaron la delincuencia, no organizaron bandas de delincuentes ni hicieron el salvaje por las calles. Establecer cualquier paralelismo con lo que sucede hoy es un insulto a nuestros abuelos.

Sin embargo, la propaganda universal y unánime a favor de la inmigración masiva que caracteriza a los países occidentales desde hace ya más de medio siglo utiliza la emigración pasada para acallar las voces de quienes se atreven a protestar. El engaño es enorme. Hasta se han cambiado las palabras para con ellas cambiar también la percepción de la realidad. Nuestros abuelos emigraron de su país para inmigrar en otros, con todas las consecuencias familiares, económicas, laborales y jurídicas que implicaba aquel cambio de residencia. Pero como los dogmas ideológicos de hoy sostienen que las naciones no existen, que las fronteras son malas, que ningún ser humano es ilegal y que no hay más patria que la Humanidad, los conceptos de emigrante e inmigrante han desaparecido. Ahora todos son migrantes, como los gansos y los estorninos, que no tienen que cruzar fronteras, firmar contratos, trabajar, cotizar, observar leyes, alojarse en viviendas y sanarse en hospitales. Y en algunos países más avanzados que el nuestro en este asunto, por ejemplo en Suecia, han prohibido a los presentadores de televisión pronunciar la palabra inmigrante.

Es una farsa comparar aquella emigración intraeuropea, organizada, civilizada, provocada por las necesidades tanto de los países de acogida como de los de salida, con la inmigración afroasiática descontrolada, ilegal, a menudo violenta, que ha impuesto el globalismo de nuestros días. La principal preocupación en aquellos tiempos fue la protección de las personas. Hoy es la ley de la selva, la inhumanidad en nombre de los hipócritas derechos humanos. Y las primeras víctimas son los inmigrantes,huidos de su hogar, saqueados por las mafias transportadoras, desembarcados en países con enormes cifras de parados y condenados a ser utilizados como mano de obra barata.

De hombres a pájaros. Ésa es la enorme, abrumadora y trágica diferencia.

Santanderino de 1965. De labores jurídicas y empresariales, a darle a la pluma. De ella han salido, de momento, diez libros de historia, política y lingüística y cerca de un millar de artículos. Columnista semanal en Libertad Digital durante once años, ahora disparo desde La Gaceta. Más y mejor en jesuslainz.es

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