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En busca de la prevalencia de los idiotas (I)

Llamamos nosotros aquí «prevalencia de los idiotas», esto es, de los ciudadanos ordinarios que no ostentaban ningún cargo oficial en la Atenas clásica

Llamamos nosotros aquí «prevalencia de los idiotas», esto es, de los ciudadanos ordinarios que no ostentaban ningún cargo oficial en la Atenas clásica, al desiderátum político de la Democracia, al menos en sus orígenes, entendiendo la etimología de krátos tal como la interpretaba el gran indoeuropeísta sirio Émile Benveniste. Y en este nuestro sentido de «idiota» no recogemos el sentido negativo que le confirió el divino Heráclito en lo que nos queda de su libro, «Pero, siendo la razón común, viven los más como teniendo un pensamiento privado (idían) suyo» (fr. 2 D-K). Así, el corpus legal que se fue desarrollando en Atenas durante los siglos IV y V a. C., y durante algunos otros cortos y rutilantes períodos antes de la aparición funesta y letal en Atenas del siniestro y debelador personaje, Lucio Cornelio Sila Epafrodito (ni siquiera la batalla de Pidna supuso para Atenas la desaparición de su Democracia), es una armónica mezcla, un perfecto hibridismo de decretos probouleumáticos (originados en las recomendaciones de la Boulê o Parlamento anual compuesto por 500 ciudadanos elegidos no por ese dios menor que es el voto interesado, sino por la divina suerte, Diosa que hace iguales a todos los hombres, entre las diez tribus y todos los dêmoi que las componían de acuerdo con el número de habitantes que tuviese cada uno de los 139 dêmoi que formaban dichas diez tribus establecidas por Clístenes —aprobadas por la Ekklêsía o Asamblea de ciudadanos varones y mayores de 18 años— convocada cuatro veces en cada pritanía o mes político de 36 días, en su inmensa mayoría idiotas) y de decretos no-probouleumáticos (originados en las recomendaciones o propuestas por los propios idiotas presentes, y aprobadas por los idiotas de la misma Asamblea). Los decretos probouleumáticos apuntarían a una «Democracia Representativa», con perdón del anacronismo, pues que la aparición de tal concepto nació en A Fragment  on Government, de Jeremy Bentham, publicado en 1776, y en una carta del padre fundador Alexander Hamilton, dirigida a su amigo Gouverneur Morris el 19 de Mayo de 1777 —pero nos vale provisoriamente—, donde la Boulê es arrendataria de la autoridad ajena, mientras que los decretos no-probouleumáticos inducirían a pensar en una «Democracia Directa», donde la voluntad del Dêmos no puede enajenarse jamás, y el soberano, que no es sino un ser colectivo, no puede hallarse representado sino por él mismo, presente en las 40 Asambleas anuales, en las que en cada una de ellas todo el Estado podía salir totalmente nuevo. También aquí se me puede reprochar la utilización anacrónica del concepto acuñado por Jean Bodin, pero a falta de algo mejor, lo usaremos también aquí provisoriamente.

Pues bien, el estudio de los porcentajes de estos dos tipos de decretos nos definiría el tipo de Democracia que era la ateniense. Y quizás habría que decir que aquella «protodemocracia» era de las dos clases a la vez. Con Razón Platón escribía en el Libro VIII de su República (551d), que el Estado es casi siempre doble, y no único: el Estado de los idiotas que hacen su vida privada y el de los que ambicionan el poder —aquellos que tienen la impertinencia de querer mandar en los demás— (philótimoi), que conviven en el mismo lugar y conspiran (armónicamente, en Democracia) siempre unos contra otros. Esta moneda de dos caras también la ve Aristóteles en su Política, cuando percibe en el sorteo la Democracia sensu stricto, y en el voto una Democracia aristocrática.

Tampoco quiere esto decir que la práctica de la «Democracia Directa» (la promulgación de decretos no-probouleumáticos) tuviera resultados más «progresistas» que la práctica de la «Democracia Representativa» (la elaboración de decretos probouleumáticos). Por el contrario, si analizamos históricamente el caso, encontramos, por ejemplo, que las leyes aprobadas por referéndum universal son curiosamente de un carácter mucho más conservador que las leyes aprobadas por comités representativos, como son los Parlamentos. El sentido común, como sentido de «todos» o universal, es conservador siempre. El sentido común representado es revolucionario. Así, durante la Revolución Francesa, la Gironda intentó utilizar el referéndum, por una parte, para romper el poder hegemónico de la capital revolucionaria y frenar la revolución, y por la otra, para salvar la vida del Rey. Pues estaban convencidos de que en una votación popular el 80% de los franceses salvaría a Luis XVI. Naturalmente, el partido de La Montaña se opuso con todas sus fuerzas a todos los intentos de introducir los referenda porque sabían que iban a bloquear sus locuras y demagógicas tiranías. Es un hecho a partir de los datos históricos de que disponemos (vid. v. gr. Los resultados del referéndum en Suiza, de Gurti) nos enseñan que el referéndum y la «Democracia Directa» son instituciones y metodologías políticas más conservadoras que la «Democracia Representativa» y el Parlamentarismo.

Durante la Guerra del Peloponeso los grupos atenienses más conservadores, pilotados por Nicias, defendían la paz con Esparta en decretos no-probouleumáticos de la Asamblea, además de defenderla en el teatro, en tanto que los demagogos de izquierdas más beligerantes, como Hipérbolo y Pisandro, defendían la guerra imperialista en decretos probouleumáticos. En EEUU ocurre hoy lo mismo que ocurría en Atenas durante la Guerra del Peloponeso: la Democracia más directa desea la paz en Ucrania, en tanto que la Democracia más mediatizada por los lobbies quiere continuar la guerra contra Rusia.

Por otra parte, en Atenas, el Dêmos, como depositario de todo el poder político, podía cambiar de una asamblea para otra en su composición. Porque no había miembros de la Ekklesía como tal, sino miembros de una Ekklesía en un día determinado. Ningún político podría estar seguro, cuando entraba en la Asamblea, de que no hubiera habido un cambio en la composición de la audiencia, fuera de forma accidental o fuera por una más o menos organizada movilización de un sector de los idiotas que pudiera inclinar el balance de votos en contra de una decisión tomada en una reunión anterior. Cada reunión del dêmos era completa en sí misma. Y si la Asamblea podía cambiar de idiotas, toda política quedaba en un suspenso permanente; con lo que adjetivar una línea política del Dêmos —encima con adjetivos anacrónicos— sobre sus resoluciones «directas» resulta algo ridículo o, al menos, eviternamente provisional.

Cuando Montesquieu nos dice en Del espíritu de las leyes que «otra ley fundamental de la Democracia es que sólo el pueblo debe hacer las leyes» (Primera Parte, Libro II), nos está diciendo que la ley, sensu stricto, sólo debe emanar de la Asamblea abierta de los idiotas, y en absoluto de un órgano cerrado que no incluyera a todo el cuerpo de ciudadanos-idiotas. Y es que una de las predisposiciones psicológicas principales, si no la más principal, con que debe contar la Democracia es la de la desconfianza instituida e impresa en el corazón de todo ciudadano-idiota hacia toda institución del Estado, por noble que sea, que no abarque a todos los idiotas, y sólo a los philótimoi o políticos vocacionales con ansia de poder. La Democracia es producto de una larga desconfianza antropológica hacia el poder. De ahí que las constituciones de Roma y Atenas fueran muy sabias a la hora de garantizar esta saludable desconfianza: las decisiones del Senado (vid. Dionisio de Halicarnaso, Libros IV y IX) tenían fuerza de ley durante sólo un año, y sólo se hacían perpetuas por la voluntad de la mayoría de los ciudadanos-idiotas, repartidos, en el caso de la República Romana, en sus 35 tribus.

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