Sin duda, la distinción entre izquierda y derecha permanece vigente en el campo político de las sociedades occidentales desarrolladas. España es un buen ejemplo de ello. Negar la distinción equivale, se quiera reconocer o no, a un utópico intento de abolir la política e incluso lo político. Como señala Chantal Mouffe: la negación de la existencia de fronteras entre derecha e izquierda, lejos de constituir un avance en una dirección democrática, es «una forma de comprometer el futuro de la democracia», porque la esencial de ese sistema político es el «pluralismo agonístico». Para algunos, la distinción izquierda/derecha puede ser fundamentada en términos psicoanalíticos: la izquierda representaría el principio de «deseo», es decir, la emancipación, la liberación del individuo, mientras que la derecha equivalía a seguridad y el mantenimiento de las condiciones de conservación, es decir, el principio de «realidad». A veces se olvida, o se ignora, que Sigmund Freud fue, a pesar de su agnosticismo religioso, políticamente un conservador, que no ocultó su admiración por Mussolini.
El filósofo británico Michael Oakeshott define la derecha como una actitud de preferencia de «lo familiar a lo desconocido, lo experimentado a lo no experimentado, el hecho al misterio, lo real a lo posible, lo limitado a lo ilimitado, lo cercano a lo lejano, lo suficiente a lo sobreabundante, lo conveniente a lo perfecto, la risa del presente a la dicha utópica». Para los conservadores, la historia, señala Robert Nisbet, se expresa no en forma lineal, cronológica, sino en la persistencia de estructuras, comunidades, hábitos y prejuicios, generación tras generación. Todas estas aseveraciones son complementarias. Lo que las sintetiza son las características de su «visión» de la realidad. Thomas Sowell clasifica las «visiones» de la realidad en dos categorías: «trágica» y «utópica». La primera enfatiza y tiene como soporte las restricciones humanas, mientras que la segunda lo hace en la posibilidad de supresión de esas restricciones. La primera se identificaría con la derecha; y la segunda con la izquierda. Así, pues, una ideología o tendencia política puede ser clasificada como de «derecha» cuando tiene por fundamento las restricciones características de la naturaleza humana; lo que se traduce en el pesimismo antropológico, el realismo político, la defensa de la continuidad histórica, de la diversidad cultural y social, de la religiosidad o sentimiento de «lo sagrado» y de la reforma social frente a la revolución. No deja de ser significativo que, volviendo por un momento al tema del psicoanálisis, el filósofo Paul Ricoeur estimara que tenía como fundamento una visión trágica de la existencia. De hecho, Freud fue un gran lector y admirador de Arthur Schopenhauer.
Los dolorosos efectos de la epidemia del COVID-19 han puesto de relieve la fragilidad de nuestras sociedades y han sometido a prueba tanto el optimismo de los marxistas como de los neoliberales; y además, pone en cuestión los fundamentos de la globalización. Y, a mi modo de ver, favorece, en definitiva, la visión trágica característica de la derecha.
Después de estas afirmaciones, es preciso igualmente dejar claro que no puede hablarse de una derecha históricamente monolítica y homogénea; hay derechas. El plural significa que existen diferentes formas de comprender y vivir la derecha, coincidentes en una serie de puntos esenciales de la visión «trágica» de la vida social y política. De ahí que la derecha haya alumbrado diferentes «tradiciones». A lo largo de los siglos XIX y XX, existieron dos tradiciones hegemónicas de derecha en España: la liberal y la tradicionalista.
El proceso de desarrollo económico de los años sesenta y sus consecuencias sociales, unido al aggiornamento de la Iglesia católica en el Concilio Vaticano II, socavaron la cultura política de la derecha tradicional hegemónica a lo largo del régimen de Franco. Ya sólo era posible una derecha que aceptara las reglas del pluralismo social y político. De este proceso surgieron Alianza Popular y la Unión del Centro Democrático. Sin embargo, ésta última incurrió en el error «centrista», es decir, en pretender abarcar distintas ideologías y proyectos en su seno, Todo valía, lo mismo la socialdemocracia que la democracia cristiana o el liberalismo, incluso un poco de falangismo residual. Y todo ello aderezado con el oportunismo como táctica. Y es que el «centrismo» suele ser la filosofía política de los mercachifles. Como era previsible, la experiencia ucedista duró muy poco, siempre presa de sus contradicciones. Y lo mismo le ha ocurrido a Ciudadanos, que nunca fue un partido de derechas, sino de «extremo centro» o, si se quiere, catch-all party, atrapalotodo, sin un proyecto político claro y preciso. De ahí su pronta desaparición.
Hoy en España sólo hay dos derechas. El Partido Popular y VOX. El Partido Popular es una organización liberal-conservadora, plenamente inserta en el neoliberalismo económico y partidaria del proceso globalizador. Lo más novedoso es la emergencia de lo que podríamos denominar «derecha identitaria» o nacional-populista. Surgida al socaire de las contradicciones del proceso de globalización y de la lucha entre «cosmopolitas» y «arraigados», la derecha identitaria no es una tendencia extremista, ya que no pone en cuestión los fundamentos pluralistas del régimen demoliberal. Su leitmotiv es la defensa de la identidad nacional cuestionada tanto por la globalización y el modelo de construcción europea como por la inmigración masiva, sobre todo de raíz musulmana. En ese sentido, manifiesta una posición nacionalista, que se traduce en la defensa del poder de decisión de los estados nacionales; plantea la transformación de la Unión Europea en una confederación de naciones; es proteccionista desde el punto de vista económico priorizando el mercado interior para que los empleos que se generen lo ocupen los nacionales; rechaza el multiculturalismo; se muestra partidaria del control de la emigración.
Hasta ahora inexistente en España, la derecha identitaria tiene su concreción en VOX. El movimiento político liderado por Santiago Abascal ha ido asumiendo posturas claramente identitarias y reivindicaciones populares. VOX ha ido asumiendo parte del discurso identitario y transversal y ya intenta penetrar en el espacio de las clases populares amenazadas por la crisis económica y social. Es su destino. No tiene otro. El espacio liberal ha sido ocupado ya por un Partido Popular que pretende seguir jugando al «centro», como ha señala a diario su actual líder Alberto Núñez Feijoo. Es decir, un partido idóneo para la izquierda, como el liderado por Eduardo Dato durante la etapa crepuscular del régimen de la Restauración. Y es que en la España actual la hegemonía ideológica de las izquierdas resulta abrumadora, incontestable, a unos niveles que rozan la obscenidad. Cabe incluso negar la condición de derecha al Partido Popular; ni tan siquiera es un «conservadurismo tibio», como el que George Orwell veía en la obra de T.S. Eliot. El Partido Popular es, en ese sentido, un peligro para el conjunto de la derecha social. En la dramática situación actual, busca el consenso con la izquierda actual, y huye de cualquier planteamiento de pluralismo agonístico. Incluso sueña, y así lo dice uno de sus portavoces, el inefable José Manuel García Margallo, un político que se autodefine como de «extremo centro», con una reedición del bipartidismo de la Restauración canovista, una especie de paraíso centrista, con populares y socialistas repartiéndose del poder, al lado de los nacionalistas vascos y catalanes. En realidad, el Partido Popular defiende, en su práctica política cotidiana, una especie de neoliberalismo progresista, muy próximo al del Partido Demócrata norteamericano, que mezcla un liberalismo económico a ultranza con la aceptación implícita y ya explícita del feminismo radical, del multiculturalismo, de los derechos LGTBI, del aborto y de la ideología de género. De ahí que no sólo sus elites dirigentes hayan sido incapaces de someter a crítica puntual el contenido ideológico de tales tendencias, sino de derogar la legislación promulgada por los socialistas. Un partido siempre errático y acomplejado que es incapaz de interpretar aquello que Wilhelm Dilthey denominaba «el espíritu del tiempo».