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¿Es razonable definirse como nacionalista español?

«La España posterior a Franco apostó a ser un Estado postnacional, ahora incompatible con un contexto mundial que exige cohesión nacional, soberanía y fronteras. Aún estamos a tiempo de cambiar el rumbo»

La respuesta es: sí, claro. No quisiera robar más tiempo al lector ante las múltiples obligaciones o entretenimientos que estarán demandando su atención, de manera que podemos dar por concluido este artículo. No obstante, antes de echar la persiana me gustaría añadir un par de consideraciones finales ante un tema tan sugestivo, candente y que promete ser un asunto de discusión crucial en los próximos años. Quizá el debate por excelencia. 

Cualquiera que siga la actualidad es consciente de que estamos inmersos en un proceso de desmantelamiento nacional en todos los ámbitos, desde la disgregación interna a la subordinación externa. En lo que se refiere a los símbolos, nos dicen que sancionar las pitadas al himno nacional en los estadios sería contraproducente, al tiempo que se despenalizan la sedición, las injurias al Rey y el ultraje a la bandera. Esta última, de la que siempre nos recuerdan que apenas es un trapo, además ha perdido su preeminencia en edificios públicos en favor de otras foráneas.

Por otra parte, cualquier reivindicación de soberanía en algún sector económico —ya sea producción alimentaria o energética— es sistemáticamente tachada de autarquía; querer proteger la seguridad de la población autóctona o no resignarse a que sea sustituida por otra se tilda de xenofobia y, según nos dejó explicado José Borrell con sabiduría de maestro zen, «las fronteras son las cicatrices que la historia ha dejado grabadas en la piel de la tierra». Rapto poético que nos remite al de otro renombrado dirigente socialista proclamando en su día que la tierra es del viento (luego ya pasará a ser de Marruecos). Tampoco cabe olvidar las numerosas reflexiones que nos han regalado diversas mentes preclaras del ámbito político-mediático acerca de que la patria es la infancia, la gente, los afectos, una comunidad de cuidados, los impuestos, los hospitales… Véase el empeño en aguar el concepto hasta alcanzar niveles homeopáticos que lo hagan tragable al paladar actual. Y ya, finalmente, como monstruo del pantano y foco de todas esas miasmas a evitar, tendríamos al nacionalismo.  

Cómo será la cosa que incluso quienes se oponen al separatismo acostumbran a aclarar —he sido testigo de ello infinidad de veces— que lo suyo no es eso, citando entonces a Charles de Gaulle, «patriotismo es que el amor por tu propio pueblo sea lo primero; nacionalismo, cuando el odio por los demás es lo primero». Aforismo posteriormente reinterpretado por Macrón: «el nacionalismo es una traición al patriotismo». No es de extrañar que Trump al definirse como nacionalista levantase una tormenta de reproches que llegaron a provenir hasta de su compañero de partido y predecesor en el cargo George W. Bush

Lo cierto es que el término no goza de buena prensa ni fuera ni dentro de nuestras fronteras («el nacionalismo es un zulo», sentenció en un tuit hace unos meses Cayetana Álvarez de Toledo) y desde luego ha dado algunos motivos para ello, pues como todo aquello que nos es importante en la vida tiene un lado amenazador y destructivo. Lo extraño sería que una fuerza capaz de cohesionar y dirigir sociedades de millones de individuos no fuera de alto voltaje. «La principal fuerza del siglo XX» según Eric Hobsbawm, algo que suscribe John Marsheimer señalándolo como el poder último que rige las relaciones internacionales.

Ahora bien, dado que es una ideología que se sustenta en la reivindicación de la particularidad, preguntar cuál es la que todos tienen en común sería una contradicción en los términos. Por lo tanto, dar una definición genérica de la misma se antoja realmente complicado. Es una etiqueta elástica, cambiante con el tiempo y que incluye movimientos de objetivos radicalmente incompatibles, pues a veces se quiere montar una nación desmembrando otra. Leyendo a José María Marco en Sueño y destrucción de España: Los nacionalistas españoles nos cuentan que «hizo falta una convulsión tan dolorosa como la de la dictadura de Primo de Rivera, la Segunda República y la Guerra Civil para que surgiera un nacionalismo español con capacidad de movilización política. Y aún así… esos movimientos nacionalistas perdieron bastante pronto sus aristas más virulentas. En vez del fervor revolucionario propio del nacionalismo, adquirieron los rasgos de un movimiento conservador, nostálgico de otros tiempos muy anteriores a los nacionalismos, en los que todavía existía la unidad: de religión, de costumbres, de moral». No parece que la nostalgia del antiguo régimen con sus lealtades múltiples sea compatible con el enfoque revolucionario de la nación surgido en el siglo XVIII que ya no puede tolerar mediaciones entre ella y el individuo, ahora ciudadano. ¿De quién estaría reclamándose heredero quien se definiera así, de no poder resignificar la categoría? Ya adelanto al lector que de cualquier manera y diga lo que diga acabarán llamándole fascista, así que eso no debería preocuparnos ahora en exceso. 

Pero entonces… ¿cómo deberíamos llamar al ideario que defiende las fronteras, la unidad y la soberanía de una patria, así como sus símbolos, su historia y su cultura? ¿Si promover la continuidad, independencia y también la, como veremos, «construcción» de la nación española no puede o debe tildarse de nacionalista, porque esa palabra es tabú y además polisémica, no vemos entonces que esa toxicidad también se expandirá al propio concepto de nación, ya irremediablemente bajo sospecha? Logremos o no aclarar lo que queremos que signifique la primera tarea debe ser descontaminarlo. Si para defender una posición se requieren circunloquios, como si el terreno de discusión fuera un campo minado, entonces difícilmente se podrá ganar esa discusión ¡Hay que apropiarse de las palabras! Respecto a la propia definición de esta tan escurridiza vaya a continuación un esbozo. 

¿Qué fue antes, la nación o el Estado?

Según leíamos en Así habló Zaratustra: «¿Estado? ¿Qué es eso? ¡Bien! Abridme ahora los oídos, pues voy a deciros mi palabra sobre la muerte de los pueblos. Estado se llama el más frío de todos los monstruos fríos. Es frío incluso cuando miente; y ésta es la mentira que se desliza de su boca: ‘Yo, el Estado, soy el pueblo‘». El problema de citar a Nietzsche es que siempre suena melódico, pero uno nunca sabe cuándo está diciendo una barbaridad, aunque aquí resulta oportuno dado que nos lleva a la pregunta ya clásica de qué fue antes, el huevo o la gallina, la nación o el Estado. Únicamente cabe remitirse a que la historia la escriben los vencedores, así que si un Estado logra conformarse exitosamente entonces podrá establecer como mito fundacional de sí mismo el hecho histórico o cultural que desee y retroalimentarse con él construyendo la nación. Recordemos, por ejemplo, que en el momento de la fundación de Italia apenas el 2,5% de la población de ese territorio hablaba el dialecto ahora dominante. Fue entonces cuando D´Azeglio dijo «hemos hecho Italia, ahora tenemos que hacer a los italianos». ¿Entonces existía la nación italiana antes de Garibaldi? Ahí influye el enfoque que se quiera hacer del pasado, ya decía Hobsbawm que «los historiadores somos al nacionalismo lo que los cultivadores de amapolas a los adictos a la heroína». Desde luego existió una conciencia nacional(ista) sustentada en caracteres histórico-culturales singulares lo suficientemente vigorosa como para imponerse a sus rivales y fundar el Estado-nación italiano, así que podemos responder afirmativamente y sostener que la nación precedió al Estado. Pero si hubieran fracasado militarmente entonces ya no hablaríamos siquiera de una nación italiana hoy día. 

Es también lo que lleva al mencionado José María Marco a recoger y compartir una percepción bastante extendida en nuestro país: «la sociedad española estaba nacionalizada —a su manera, ni qué decir tiene— y no requiere de nacionalismo para entenderse a sí misma como nación. Por eso mantiene con el nacionalismo una relación tan reticente. La nación española existía muchos siglos antes de la aparición de los nacionalismos, y los españoles no necesitan de nacionalismo para comprenderse a sí mismos como miembros de la comunidad política española». Lo cual por una parte sería un enfoque correcto de cómo entender España tal como venimos diciendo, pero dicha confianza desemboca en cierto ingenuo desentendimiento, con fatales consecuencias, de la parte imprescindible de construir la nación, de hacer a los españoles aunque vengan ya medio terminados. En ello llevamos cayendo varias décadas, por eso es imprescindible que el español sea de nuevo lengua vehicular educativa en toda España, que se enseñe historia y literatura españolas, que haya símbolos nacionales en cada colegio y en cada aula… etc. 

Podríamos encontrar un equivalente en el deportista que afronta un partido/combate convencido de que va a ganar y esa convicción le motiva lo suficiente como para que termine logrando la victoria, de manera que la creencia se materializa en un hecho cierto y deja de ser creencia o bien diremos que nunca lo fue, sino solo una certera previsión. Así que la nación es preexistente al Estado… siempre que se logre alcanzar este, si no nunca habría existido. Bien, ¿pero a cuento de qué viene todo esto? ¿Por qué ese aspecto debería tener alguna importancia? Porque despojar al Estado de su mito fundacional, de su «noble mentira» que diría Platón, es herirlo de muerte. El nacionalismo, dice Mearsheimer, se sustancia en la creencia en la propia excepcionalidad del pueblo que lo integra. Una vez interiorizado que la nación es una mera segregación del Estado, dado que este es un sistema organizativo estandarizado fijado en la modernidad en torno a una serie de parámetros (ejército, fronteras, moneda, símbolos, leyes, sistema educativo…etc), ya lo mismo daría que un territorio lo ocupe uno u otro, que la población que sostenga sea modificada en aluvión o que sea sustituido progresivamente por estructuras supraestatales que cincelen —o lo intenten, al menos— su propio «demos». En todo ello estamos. 

La obsoleta distinción entre nación cívica y étnica

«Me veo impulsado a concluir así que no puede elaborarse ninguna ‘definición científica’ de la nación; pero el fenómeno ha existido y existe». Que para un historiador como Hugh Seton-Watson las naciones fueran como las meigas supone un alivio para quienes tanteamos torpemente el terreno intentando discernir algún tipo de categoría, enfoque o valoración en ellas. La distinción tradicional en teoría política al respecto está entre las «naciones étnicas» y las «naciones cívicas» que, enlazándolo con el planteamiento anteriormente expuesto, equivale a que las primeras serían naciones preestatales, cuyos orígenes a menudo se pierden en las brumas del tiempo, y las segundas fruto del nuevo Estado surgido de las revoluciones burguesas. Ejemplo de uno sería el nacionalismo alemán y de lo otro las repúblicas francesa y estadounidense. Es de esa clase de categorías políticas como la distinción entre izquierda y derecha, que cuajan no tanto por su poder explicativo de la realidad sino por su sencillez de comprensión. 

Lo cierto es que el nazismo tuvo más de imperialismo que de nacionalismo, con lealtad a una raza y no a una nación con unos límites territoriales definidos. El propio Hitler explicó en Mein Kampf que su modelo a seguir era el imperio británico: quería que Rusia fuera para Alemania lo que la India para los ingleses. Pero un imperio no puede compartir categoría descriptiva con un Estado-nación, por mucho que en política los conceptos se retuerzan a conveniencia. Respecto a Estados Unidos y Francia, las dos naciones cívicas canónicas… Si algo se les ha dado bien a ambos países es la propaganda con la que se han vendido al mundo. Estados Unidos desde su mismo origen ha sido una sociedad marcada por una profunda división política étno-racial, con una férrea distinción entre la población colonizadora, los esclavos negros y los indígenas. Dentro del primer grupo, además, hubo una asimilación de diversas nacionalidades europeas siempre que se amoldasen al idioma, valores y cultura anglo-protestante. Este sistema, en cualquier caso, permitió al país convertirse en la superpotencia hegemónica a finales del siglo XX, hasta que en los últimos años el pueblo estadounidense ha eclosionado en múltiples identidades que rivalizan por los recursos comunes —hay cuotas raciales para el ingreso en universidades, en muchos empleos y hasta en las producciones audiovisuales— y junto a una creciente división política está llevando a que el patriotismo sea un valor en rápida decadencia: de su lema nacional E pluribus unum parece que ya no hay tal uno. Una idea que va ganando protagonismo en ciertos sectores allí es la de alcanzar un «divorcio nacional» e independizar varios de sus estados a la vista de una república que algunos dan por muerta. 

En relación a Francia, la experiencia ha demostrado que los valores republicanos universalistas, laicos e ilustrados solo resuenan —paradójicamente o no tanto— en la población descendiente de la tradición cristiana. Para sorpresa de pocos, quien ya tiene el Corán no necesita a Marianne. No hay ya una identidad común para todos los franceses y para ser un nacionalismo cívico su debate político no hace más que girar desde hace años en torno a cuestiones étnicas, bien sea sobre el islam, el racismo, la inmigración o las banlieues. El propio Macrón habló del «separatismo islámico» como una amenaza existencial para la República. Hay también quienes proponen refundarla (y eso que ya van por la quinta) como si eso pudiera arreglar algo y ya de forma periódica figuras públicas advierten de forma más o menos alarmista de una futura guerra civil. Así que, a la vista de su recorrido histórico hasta el presente, en el año 2023 no es aventurado sostener que el modelo de nación cívica tal como hasta ahora ha sido formulado anda renqueante, y ni Francia ni Estados Unidos resultan modelos a seguir. La ciudadanía como elemento aglutinador de una población radicalmente heterogénea, apelando solo a abstracciones universalistas, no termina de casar con la realidad antropológica de nuestra naturaleza humana íntimamente tribal. 

¿Cómo ha afrontado España el separatismo?

Siendo interesantes los dos casos esbozados previamente, lo que más nos incumbe es España. Respecto al asunto que estamos abordando nada resulta más revelador que la respuesta frente a quienes han querido romper la unidad nacional y acabar con la existencia misma del país. Personalmente he tenido ocasión de conocer con cercanía el caso vasco, que ha sido también el más violento, así que en él me detendré. 

La Transición española, tutelada por Alemania y Estados Unidos, encarriló a nuestro país en una vía por la que cualquier reafirmación patriótica parecía ya extemporánea, un grosero regüeldo entre gente muy fina. Había que desmantelar la industria nacional, disgregarse en un Estado autonómico que iría cediendo competencias indefinidamente y abrazar la integración europea para, algún día, poder dejar de ser españoles, que es algo que solo nos traía disgustos. Quienes tengan ya una edad recordarán aquel entusiasmo con el que se vendía la cosa, con Ozores recordándonos cada semana en el Un, dos, Tres como por fin ya éramos europeos. En semejante contexto… ¿Cómo podía enfrentarse el terrorismo etarra? La reacción inicial fue confiar en que fuera una reminiscencia del pasado franquista que se disolviera una vez que el País Vasco lograse más autogobierno que ninguna otra comunidad. Lamentablemente no fue así. 

Como primer conato de oposición cívica/popular surgió en 1986 la asociación Gesto por la paz de Euskal Herria, fue la suya una oposición al terrorismo desde una postura puramente moral, de raíz humanista-cristiana. Era un pequeño paso, loable sin duda, que tuvo su momento pero que resultaba claramente insuficiente. Así que ya bien entrados los 90 llegarían primero el Foro Ermua y a continuación ¡Basta ya!. Ahí el terrorismo no solo recibía una condena moral sino una respuesta política. No bastaba con repudiar sus crímenes, era imprescindible refutar el proyecto ideológico que los justificaba: el nacionalismo vasco. En torno a tales agrupaciones se congregó una serie de intelectuales de gran coraje que realizaron una labor de zapa doctrinal, por ahí andaban Jon Juaristi, Fernando Savater, Mikel Azurmendi, Aurelio Arteta, Edurne Uriarte, Mario Onaindia, Carlos Martínez Gorriarán… A algunos los tuve de profesores, cada uno con dos o tres escoltas, de manera que el pasillo con sus despachos en la universidad parecía un fuerte en territorio apache. De hecho, había otro profesor en aquella misma facultad que acabó detenido como colaborador de ETA. Un tipo que aseguraba campanudamente en sus clases que el pueblo vasco tenía 30.000 años de antigüedad. Es decir, en la época en la que aún existían neandertales sobre la faz de la Tierra los vascos ya debían ir por ahí con su txapela…   

En cualquier caso, seguía existiendo un problema con dicha refutación del nacionalismo vasco, el de no ofrecer nada como alternativa. Se definían como «no nacionalistas» o, en el mejor de los casos, «constitucionalistas». Frente a una banda terrorista que mataba a españoles por serlo y quería romper España se apelaba a la democracia, la libertad, la ley vigente, la ilustración, el cosmopolitismo o la Unión Europea, se citaba a Churchill, Voltaire o Zweig y se recordaban los horrores del nazismo. Los etarras eran los verdaderos herederos del franquismo, se decía. No se vio una bandera rojigualda en una manifestación contra ETA hasta el año 2001 en San Sebastián. Esa actitud tuvo cierta continuidad en el golpe separatista catalán de 2017, intolerable por ser inconstitucional y además podía suponer que Cataluña acabara fuera de la UE. ¡Eso sí que era grave! 

En la España R-78 la palabra «nacionalismo» ha quedado asociada al separatismo, de tal manera que al oponerse a este el buen constitucionalista hace de paso acto de fe europeísta y globalista. Como en el cuento de la muerte y el mercader, queriendo evadir el problema separatista replegándose terminó alimentándolo, porque el vacío que uno deja ya se encargan otros de ocuparlo. Pero es hora de acabar con eso y comprender que hemos entrado en otra época: en 2017 además de lo mencionado hubo una reacción popular que abrazó con entusiasmo la enseña nacional, el fervor europeísta simultáneamente ha comenzado a enfriarse ante las imposiciones bruselenses, la inmigración masiva asoma en España los problemas que llevan tiempo viendo en Francia y la globalización económica ha terminado trayéndonos deslocalización y precariedad laboral. La rudeza hobbesiana del mundo multipolar en el que hemos entrado de cabeza zanja las ilusiorias promesas liberal-cosmopolitas de superar un orden mundial basado en Estados-nación. La España posterior a Franco apostó a ser un Estado postnacional, ahora incompatible con un contexto mundial que exige cohesión nacional, soberanía y fronteras. Aún estamos a tiempo de cambiar el rumbo.

Nacido en Baracaldo como buen bilbaíno, estudió en San Sebastián y encontró su sitio en internet y en Madrid. Ha trabajado en varias agencias de comunicación y escribió en Jot Down durante una década, donde adquirió el vicio de divagar sobre cultura/historia/política. Se ve que lo suyo ya no tiene arreglo.

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