En su obra Tótem y tabú, Sigmund Freud describió el nacimiento de la sociedad mediante la descripción imaginaria de un proceso en el que una horda primitiva, bajo la égida de un tiránico viejo macho que disfrutaba de las mujeres y de los bienes materiales, imponiendo su despótica voluntad sobre los machos jóvenes. Pero un día los adolescentes se conjuran y asesinan al odiado patriarca, devorando su cuerpo en un banquete caníbal. Es el día de la liberación. Viene esto a colación, a causa la iniciativa del actual presidente del gobierno Pedro Sánchez Pérez-Castejón de considerar el año 2025 como año de Francisco Franco, a la hora de conmemorar el medio siglo de su muerte. La muerte de Franco ha de ser celebrada, en multitud de actos políticos y académicos, como génesis del actual régimen político español. No existe la menor duda de que este programa tiene un innegable sesgo psicoanalítico. Nuestra derecha más superficial, es decir, el Partido Popular, se ha apresurado, como de costumbre, a denunciar esa iniciativa del ejecutivo como una cortina de humo que intenta encubrir los casos de corrupción en que se hayan insertos algunos miembros del gobierno y de la propia familia del presidente del gobierno; y, de paso, hacer olvidar los problemas reales, es decir, materiales, del conjunto de la población. Naturalmente, discrepo de esa interpretación tópica. Como ya he adelantado, la iniciativa gubernamental tiene un claro fundamento psicoanalítico. Y, en ese sentido, posee toda una lógica. Como luego analizaré, lo criticable no es la iniciativa en sí, sino la forma de abordar el tema.
Y es que, por lo menos a mi modo de ver, Francisco Franco ha sido la principal figura de nuestra historia contemporánea. Esto no pretende ser, en principio, un juicio de valor, sino la descripción de un hecho, que puede ser interpretado en sentido positivo o negativo. En el caso de los convocantes de esa campaña mediática, política e historiográfica, la figura de Franco ocupa claramente el rol del viejo patriarca explotador, del “Padre Malo”, al que aquellos jóvenes más o menos rebeldes fueron incapaces de asesinar o derrocar. Un año después de la muerte del dictador español, se estrenó la película de Jaime Chávarri, El desencanto, en la que se describía esa profunda frustración, personificada en la familia de uno de los poetas afines al régimen, aunque no a la figura de Franco, Leopoldo Panero, prototipo del patriarca opresivo y castrador, en un universo simbólico en el que, de una manera u otra, la presencia del dictador era ubicua y permanente. En realidad, el síndrome venía de lejos. A la altura de 1965, el poeta Jaime Gil de Biedma afirma, en una página de su diario: “No cabe decir, como dicen algunos frívolos, que Franco es simplemente un individuo grotesco que tiene buena suerte, porque eso no es más que la versión invertida de la imagen de Franco, hombre providencial difundida por la propaganda. ¿Puede, en efecto, imaginarse nada más providencial que veinticinco años de buena suerte? España y los españoles han cambiado, y aunque forzosamente hubieran cambiado también sin Franco, el hecho es que han cambiado con él. De la España que Franco deje han de partir quienes vengan, cuando él acabe, no de ninguna anterior”. Otro escritor, Juan Goytisolo, denunciaba, poco después de la muerte de Franco, la impotencia de su generación a la hora de vivir al margen de su imagen en los espacios sociales: “Sólo él no cambiaba. Dorian Grey en los sellos, diarios o enmarcados en los despachos oficiales en tanto que los niños se volvían jóvenes, los jóvenes alcanzaban la edad adulta , los adultos perdían cabellos y dientes”. El historiador Santos Juliá Díaz se ha referido a Franco como “el gran padre”, en un sentido igualmente psicoanalítico. Y el ensayista Fernando Savater, en su Panfleto contra el Todo, profundizaría elocuentemente en el problema: “¿Les descubriré el gran secreto, el mysterium tremendum que configura el final de la democracia en España y determinará medularmente los acontecimientos del postfranquismo? Es un secreto a voces que nadie divulga, una alarmante novedad que nadie ignora y pocos comentan: Franco murió de viejo en la cama”.
Tras la muerte de Franco, se produjo inevitablemente el cambio político. El régimen nacido de la guerra civil fue en todo momento un sistema personalista, que dependía de la vida de quien fue su fundador y guía. Como señaló Gil de Biedma en uno de sus poemas, Franco era el “arquitrabe” del sistema, sin cuya mediación no podía funcionar. Nunca existió, en el régimen, un partido único, a semejanza de Italia, Alemania o la Unión Soviética que pudiera garantizar su continuidad. El franquismo fue una coalición de fuerzas sociales y políticas bajo el control de Franco y con el apoyo de la Iglesia católica y del Ejército. En ese sentido, el cambio político era una necesidad inexorable. Como historiador, no soy determinista, pero creo que, en ciertos casos, como el que nos ocupa, es preciso aceptar, como señalaba el siempre lúcido Raymond Aron, la validez de un cierto “determinismo probabilístico”; y es que la libertad de decisión y de elección humanas siempre funcionan dentro de ciertos contextos o restricciones derivadas del pasado. El desarrollo económico y social de los años sesenta, la expansión de las clases medias y de las clases obreras cualificadas, las consecuencias políticas del Concilio Vaticano II, el contexto de una Europa liberal y socialdemócrata, la emergencia del Mercado Común, la influencia militar y política de los Estados Unidos, etc; todo lo cual abocaba en esa dirección. Claro que el cambio político podía hacerse mejor o peor, según los contextos; pero el perfil político del futuro estaba trazado en sus líneas generales. Lo milagroso hubiese sido la pervivencia del sistema político vigente hasta 1978.
El conjunto de la derecha, salvo una minoría exigua, era consciente de la situación y actuó en consecuencia. Las izquierdas fracasaron en su intento de forzar la ruptura social, aunque finalmente lograron una indudable ruptura política y simbólica. Sin embargo, como denunciaron izquierdistas puros como el historiador Josep Fontana y el filósofo Manuel Sacristán, tanto el PSOE como el PCE abandonaron pronto sus proyectos de transformación social, para integrarse, con todas las consecuencias, en las instituciones del nuevo régimen. En términos gramscianos, la sociedad española asistió a una especie de “revolución pasiva”. El más beneficiado fue, sin duda, el PSOE , mientras que el PCE pereció en el intento de adaptación a las nuevas circunstancias. Conviene, en ese sentido, desacralizar un poco el sistema político autodenominado “democrático”. Porque no estamos ante un sistema basado en una hipotética voluntad nacional, popular o general, sino, como afirman politólogos de la talla de Robert Dahl o Raymond Aron, ante “poliarquías” o regímenes de “oligarquías competitivas”, que suelen degenerar en partitocracias, No hay duda de que, con respecto a dictaduras militares, regímenes autoritarios o totalitarios, ese sistema posee grandes virtualidades, ya que garantiza un cierto pluralismo social y en mayor o menor la autonomía individual, pero está muy lejos, desde luego, de representar las ideas y los intereses del conjunto de la sociedad. Algo, por otra parte, muy difícil de lograr. España es un ejemplo paradigmático de todo ello. La transición política generó un sistema político de acusados rasgos y contenidos partitocráticos. No por casualidad, su marco histórico de referencia fue, al menos en sus primeros momentos, el régimen de la Restauración, es decir, un sistema político de pluralismo restringido, en el que dos partidos liberales monopolizaron el poder político. A partir de 1978, se buscó una forma de bipartidismo, cuyo fundamento fue un pacto entre liberales y socialdemócratas. A este modelo se sumarían los nacionalismos periféricos catalán y vasco, en sus respectivos feudos autonómicos. Como legitimador del consenso de masas se instauró un sistema mediático al servicio del poder político. Y la hegemonía social y económica del capital financiero. El texto constitucional de 1978, canonizado por las fuerzas políticas hegemónicas, se caracterizó por su ambigüedad; en realidad, se trata de un documento escrito que no constituía nada, que lo dejaba todo entreabierto y entrecerrado; a lo sumo, prendido de alfileres. Hoy lo estamos contemplando dramáticamente con el tema de la unidad nacional y las contradicciones del denominado Estado de las autonomías. A nivel cultural, la izquierda, representada por el PSOE, consiguió una hegemonía indiscutida. Y no ha existido, hasta ahora, ningún intento serio de disputársela por parte de las derechas, ya fuera UCD, AP o PP. El PSOE instauró con facilidad un sistema de oligarquía cultural, capaz de segregar coactivamente, mediante la utilización sistemática de la violencia simbólica, las opiniones consideradas políticamente incorrectas o ilegítimas, en el campo de la esfera pública. Todo lo cual ha dado lugar a un fenómeno político-social muy próxima a lo que José Ortega y Gasset denominaba “democracia morbosa”, si se quiere “partitocracia morbosa”, cuyo fundamento ha sido el igualitarismo grosero, la corrupción sistemática y el nihilismo político y social. El genial cineasta Luis García Berlanga hizo un retrato arquetípico de esta situación en una de sus últimas películas, Todos a la cárcel. Aunque quizá su retratista fílmico más próximo haya sido, y es, el inefable y tortuoso Pedro Almodóvar Caballero, genuino represente del kitsch nacional. Sin duda, vivimos bajo la férula de una partitocracia kitsch, chabacana. El propio Almodovar reconoció que su filmografía era inseparable del contexto generado por el régimen de 1978. De ello no me cabe la menor duda. Y define el conjunto de su obra, es decir, el kitsch, la vulgaridad, la chabacanería.
En este contexto, la figura de Francisco Franco ha pasado por diversas fases. En un primer momento, su figura quedó como eclipsada a nivel mediático, para pasar en la actualidad a ser un representante del mal radical. La generación de políticos que ocupó el poder a finales de los años setenta no pareció sentir la necesidad perentoria de “matar al padre”. Optó por la denominada política de reconciliación, que aceptaba la legitimidad de ambos bandos, aunque la visión oficial del régimen franquista pasó a ser abiertamente negativa. Por otra parte, es preciso reconocer que el dictador español no ha tenido suerte con sus biógrafos. A diferencia de Hitler o Mussolini, Franco no ha tenido su Renzo de Felice, Allan Bullock, Joachin C. Fest o Ian Kershaw. Ricardo de la Cierva nunca pasó de ser un periodista con ínfulas de erudición histórica, cuya ambición fue ante todo política. Su biografía de Franco resulta superficial y apologética en algunos casos. La del insigne medievalista Luis Suárez Fernández, adolece de un escaso conocimiento de la historia y de la sociedad española contemporánea. Su biografía es erudita, pero aburrida y carente de una visión de conjunto. Nada positivo puede decirse, a mi juicio, de la obra del hispanista británico Paul Preston, Franco. Caudillo de España, en la que se intenta establecer paralelo entre el dictador español y Adolfo Hitler. Reductio ad hitlerum, que diría Leo Strauss. Preston es un historiador absolutamente vulgar, carente de formación metodológica, cultural y sociológica. En las páginas de su obra, Franco aparece como un remedo histórico, no ya de Hitler, sino de Felipe II, tan negativo en el imaginario británico, como “Demonio del Mediodía”. Demonología pura. Sin interés. Quizás la mejor obra dedicada a la figura del dictador español haya sido la de Juan Pablo Fusi, Franco. Autoritarismo y poder personal. Escrita desde una perspectiva liberal, se trata de un ensayo crítico, pero, al mismo tiempo, empático y moderado en sus juicios e interpretaciones, Su único defecto es que no se trata propiamente hablando de una biografía exhaustiva y sistemática, sino de un ensayo interpretativo. No obstante, creo que la obra del discípulo de Raymond Carr marca el camino a seguir para una biografía de Franco a la altura de los tiempos.
Durante algunos años, la figura de Franco fue sometida a una especie de desdén historiográfico y mediático. No sin razón, el historiador Enrique Moradiellos publicaba, en 2002, un opúsculo biográfico titulado Franco. Crónica de un caudillo casi olvidado. Este libro seguía un método muy próximo al de Fusi, pero no aportaba nada nuevo. En una crítica, el periodista y editor Javier Pradera, uno de los grandes inquisidores mediáticos de la España contemporánea, atribuía ese olvido a la “mediocridad” del dictador español. El tema de la supuesta “mediocridad” de Franco, ya planteado como hemos visto por Jaime Gil de Biedma, siempre me ha parecido el último recurso de los perezosos mentales, que en los campos historiográfico, cultural y mediático, son legión. Es como atribuir todos los males de España a, por ejemplo, la Inquisición. Algo que nunca he comprendido. ¿Cómo un hombre tan mediocre pudo ser el general más joven de Europa, ganar una guerra civil terrible, ocupar durante tanto tiempo el poder, morir en la cama y presidir la mayor transformación social y económica experimentada por la sociedad española en siglos? Franco siempre me ha parecido un maestro del realismo político y me resulta asombrosa su capacidad de adaptación a diversas situaciones y contextos políticos y sociales. Alguien que comparte fotografías, a lo largo de su mandato, con personajes históricos tan diversos e incluso antagónicos como Adolfo Hitler, Benito Mussolini, Philippe Pétain, Dwight Eisehower, Gamal Adber Nasser, Haile Selassie, Charles de Gaulle, Antonio de Oliveira Salazar, Grace Kelly, James Stewart, Danny Kaye, Eva Perón, Héctor J. Cámpora, el Sha de Irán, Norodón Sihanuk, Saud de Arabia, Richard Nixon, Gerald Ford, Juan Domingo Perón, Henry Kissinger, Ronald Reagan, Habid Bourgiba, Konrad Adenauer, etc, etc, no puede ser caracterizado como un personaje mediocre. Sin embargo, nuestra historiografía lo ha desdeñado; y seguimos sin tener una biografía exhaustiva sobre su figura, personalidad y trayectoria política.
A falta de obras académicamente serias, han proliferado, en cambio, libros absolutamente esperpénticos y biodegradables, fruto sin duda del resentimiento personal, como las del coronel de Caballería Carlos Blanco Escolá, La incompetencia militar de Franco, o Vicente Rojo, el general que humilló a Franco; los del discípulo de Manuel Tuñón de Lara Alberto Reig Tapia, Franco, Caudillo. Mito y realidad, y Franco. El Cesar superlativo; y el del comandante de Infantería y miembro de la UMD Gabriel Cardona, Franco no estudió en West Point. Obras que sirven más para conocer la personalidad de sus autores que la de su objeto de estudio.
En un libro desdichado y prescindible, El resurgir del pasado en España. Fosas de víctimas y confesiones de verdugos, las politólogas Paloma Aguilar y Leigh A. Payne, sostienen que el asesinato del “Padre” o más bien “El Abuelo” recayó en los “nietos de la guerra civil”, “muy comprometidos con los principios de justicia universal (¡) y la rendición de cuentas”. Las politólogas defienden una concepción conflictual de democracia, la “coexistencia contenciosa”. Sostengo que este libro es desdichado y prescindible no por ese testimonio, sino por su crasa ignorancia histórica. En su discurso, parece como si el 18 de julio de 1936 hubiese sido algo semejante a, por ejemplo, el golpe de Estado de Augusto Pinochet en Chile. No; estamos ante una guerra civil en la que ambos bandos cometieron crímenes y deplorables excesos. Tampoco parecen tener en cuenta el permanente insureccionalismo anarquista y socialista. Y que en el bando denominado “republicano” –hubo igualmente republicanos en el bando nacional, como los militantes del Partido Radical, cruelmente perseguidos por los revolucionarios, entre ellos el asesinado exministro Rafael Salazar Alonso— se produjo un auténtico genocidio con el clero católico. ¿Han contemplado estas politólogas el fetichismo criminal expresado en ciertas zonas bajo la férula revolucionaria por la exhibición pública de las momias de miembros del clero? Seguramente no, pero ello dice muy mucho del nivel mental de una parte de la izquierda española. En nuestra opinión, esa zona no debe ser designada como “republicana”, sino como revolucionaria y frentepopulista.
El relativo silencio más o menos persistente comenzó a desaparecer cuando el PSOE vio peligrar su longeva hegemonía política. Felipe González Márquez rompió el pacto tácito de no recurrir al pasado en las luchas políticas utilizando no ya el mítico video del feroz dóberman, sino las figuras de Miguel Primo de Rivera y Francisco Franco como antecedentes políticos en ideológicos del PP. La mención a Primo de Rivera no dejaba de ser curiosa, pues el PSOE colaboró con su régimen. La victoria de José Luis Rodríguez Zapatero en marzo de 2004 abrió la espita de la ofensiva de la denominada “memoria histórica”, luego “memoria democrática”, no del conjunto del pueblo español, sino de los vencidos en la guerra civil, presentada como una dramática lucha entre la democracia y el fascismo, entre la luz y las tinieblas. Y es que las izquierdas españolas, en el fondo, no respetan la memoria de los que dicen defender, de sus ancestros políticos e ideológicos. Porque la guerra civil no fue realmente una lucha entre fascismo y democracia, entendiendo por tal la liberal o poliarquía. Fue un conflicto entre revolucionarios y contrarrevolucionarios; ni más ni menos. Pretender que los anarquistas, los comunistas y los socialistas radicales, es decir, la inmensa mayoría de los componentes del bando republicano, eran defensores de la democracia liberal no es solo una tremenda y brutal falsedad histórica, sino una ofensa a los ideales de las fuerzas revolucionarias. ¿Qué dirían Buenaventura Durruti, Federica Montseny, José Díaz, Dolores Ibárruri, Enrique Líster o Juan García Oliver?
El 16 de marzo de 2005 se produjo un hecho que simbolizaba este cambio de paradigma. En la madrileña Plaza de Santa Cruz, al lado de los Nuevos Ministerios, coexistían las estatuas de Francisco Franco, de estilo clasicista, y un amasijo de piedra que decía representar al líder socialista Indalecio Prieto, que paracía un King Kong con boina. A unos metros, ya en el Paseo de la Castellana, se había instalado otra estatua, la de Francisco Largo Caballero, cuyo aspecto era todavía más caótico y amazacotado que la de su correligionario de lides socialistas. Esta coexistencia de estatuas fue interpretada por algunos como una muestra de esa política de reconciliación avalada por el nuevo régimen. Rodríguez Zapatero acabó con aquella ilusión, cuando, en aquella fecha, como regalo de cumpleaños a Santiago Carrillo, decidió suprimir la estatua de Franco. Las de Prieto y Largo Caballero aún permanecen en el mismo lugar. Toda una agresión simbólica. Y es que el conjunto de las izquierdas cree en la razón histórica de sus antepasados, mientras que la derecha oficial se avergüenza de ellos. Buena prueba de ello es que José María Aznar, influido por Jiménez Losantos, reivindicó la figura de Manuel Azaña. Seguramente, el líder popular no leyó al alcalaíno nunca, pero el mal ya estaba hecho. Aznar, que había militado en su juventud en el falangismo, se avergonzaba así de sus ancestros. No lo ha vuelto a hacer, pero su partido carece, hoy por hoy, de referentes históricos. Quizás cree no necesitarlos, A lo mejor, algún día reivindica a los krausistas o a Melquiades Álvarez. Todo se andará. En cualquier caso, la ofensiva antifranquista, sin oposición por parte del PP, continuó por ciudades, pueblos y plazas. El Valle de los Caídos fue objeto preferente de ese proceso de agresión simbólica. No obstante, víctima de sus contradicciones e insuficiencias, Rodríguez Zapatero cayó en 2011. Sin embargo, su sucesor Mariano Rajoy Brey no revisó la legislación socialista, limitándose a paralizar su financiación. Lo cual dejó el camino libre a una nueva ofensiva antifranquista cuando el PSOE volvió a acceder al gobierno. Pedro Sánchez aplicó, con una coherencia y un malthusianismo implacable una radical legislación al respecto. Su Ley de Memoria Democrática no sólo condena las dictaduras de Primo de Rivera y Franco, sino toda la trayectoria política de la derecha española. No obstante, su objetivo máximo fue la exhumación de los restos mortales de Franco de su tumba en el Valle de los Caídos. Lo cual consiguió, finalmente, tras no pocos debates y conflictos jurídicos, el 24 de octubre de 2019. Sólo VOX se opuso; el PP se abstuvo. Así se consumaba, en gran medida, el asesinato del Padre/Abuelo por parte de los nietos discordes. Una gran victoria de carácter simbólico cuyas consecuencias el PP fue incapaz de calibrar. Sánchez lo interpretó como una “victoria de la democracia”. Y recalcó su esperanza en pasar a la Historia por aquella decisión. Desde entonces, su interés se ha centrado en poner fuera de la ley a la Fundación Francisco Franco. Pero ahí no acabó la riada antifranquista.
LA MOJIGANGA DE SÁNCHEZ
Y es que, a finales de 2024, el incansable Sánchez anunció la conmemoración oficial del medio siglo de la muerte de Franco, bajo la denominación de “50 años de libertad”, mediante la celebración de un centenar a actos diversos a lo largo de 2025. Celebración de la muerte del Padre/Abuelo, puro psicoanálisis. Para ello, se creó un comisionado especial, un comité formado por expertos. Como hemos señalado al comienzo de este artículo, no sólo era efecto de ese impulso asesino hacia la figura del Padre/Abuelo, sino que, al menos en principio, podía ser la plataforma de un necesario debate historiográfico sobre nuestra historia contemporánea. En Francia, Italia y Alemania han tenido lugar interesantes controversias historiográficas sobre la Revolución de 1789, el fascismo o el nacional-socialismo, protagonizadas, entre otros, por François Furet, Renzo de Felice o Ernst Nolte. Pero en España no ha sido así; todo lo contrario. La selección de los colaboradores del proyecto no deja lugar a dudas; todo está tenebrosamente claro. No existe el menor atisbo de pluralidad; la totalidad pertenecen a lo que podemos denominar izquierda historiográfica; Carme Molinero, Julián Casanova, Paloma Aguilar, Ismael Saz, Miguel Ángel del Arco, Zira Box, Nicolás Sesma, Alejandro Pérez Olivares, Margarita Vilar Rodríguez, Ana Cabana, etc. Historiadores sectarios y alguna que otra politóloga carente de formación histórica. La comisionada especial es una historiadora desconocida, Carmina Gustrán Loscos, experta, dicen, en cine español de la transición. Tampoco podía faltar Fernando Martínez, catedrático de parva obra, que preside una orwelliana Dirección de Estado de Memoria Democrática. Una institución que no debería existir en una sociedad y en un sistema político cuyo fundamento dice ser el pluralismo social y político. Sin embargo, su mera existencia no parece haber suscitado el menor escándalo en el campo historiográfico español. La instauración de este comité supone la consagración de la hegemonía indiscutida de aquellos que he denominado “Guardianes de la Historia”, cuya función es divulgar la interpretación oficial y canónica de la historia contemporánea española presente en la Ley de Memoria Democrática. Estos historiadores han renunciado a su función crítica para convertirse en meros sicarios del poder. Nada nuevo en la trayectoria histórica de la izquierda intelectual española siempre presta a monopolizar las instituciones culturales y universitarias, como lograron los krausistas. Nada ha cambiado. Como denunciaba Marcelino Menéndez Pelayo: “Se ayudaban y protegían unos a otros, cuando mandaban se repartían las cátedras como botín conquistado; todos hablaban igual…”.
Echamos de menos, sin embargo, la presencia del intempestivo paleohistoridor Ángel Viñas Martín, aspirante eterno al puesto de Führer de la historiografía progre española; el Joaquín Arrarás de nuestra izquierda y autor de libros tan deleznables historiográficamente hablando como La conspiración del general Franco, El primer asesinato de Franco, o La otra cara del Caudillo. Viñas desprecia radicalmente a Franco, pero el personaje ha constituido para él una obsesión grafómana. Su antifranquismo es visceral; y resulta un tanto difícil de explicar racionalmente, ya que el irascible hombre de la pajarita fue, de la mano de su mentor Enrique Fuentes Quintana, un niño mimado del régimen. Como reconoce en sus pretenciosas memorias, nunca militó en la oposición clandestina. Su bilis antifranquista se hizo explícita, ya que la guardó concienzudamente en su fuero interno, tras la muerte del dictador; ni un minuto antes. En cualquier caso, su lucha contra el fantasma de Franco ha dado sentido, según él mismo reconoce, a su obra e incluso a su vida: “He demostrado documentalmente que Franco fue un embustero, un asesino, un ladrón de guante blanco, y que, por lo menos durante algunos meses, estuvo muy cerca de entrar en la guerra con Hitler. Se lo impidieron”, Demonología unilateral y de bajo perfil que este autor intenta ocultar bajo el manto de una erudición de guardarropía. Algún día habrá que desenmascarar sus trampas, mentiras y tergiversaciones. Por otra parte, es un ignorante en sociología política e historia de las ideas.
Sin embargo, el maestro de ceremonias de esta mojiganga pseudohistoriográfica no ha sido Viñas, sino Julián Casanova Ruíz, catedrático de Historia Contemporánea en la Universidad de Zaragoza, que recientemente ha publicado Franco, otra biografía que luego comentaremos. Casanova ha sido presentado por la prensa más o menos izquierdista como “el mayor historiador de su generación y el máximo especialista en el período”. Nada menos. A mi modo de ver, se trata de un espejismo, en el mejor de los casos, o de una broma de mal gusto en el peor. Estamos ante un historiador muy mediocre aupado artificialmente a la fama por motivos políticos y relaciones mediáticas. Su especialidad es el anarquismo español. Si le sacas de ese tema, desbarrar o se limita a la divulgación trivial. Hizo una presentación del libro Los historiadores marxistas británicos, de Harvey J. Kaye, y demostró no haberse enterado de nada de la producción de Dobb, Hilton, Hill, Hobsbawn y Thompson. Su impericia metodológica resulta igualmente significativa. En La historia social y los historiadores, denunciaba el “el secano español” en materia metodológica. Y él era un buen ejemplo de esa carencia. El libro no aportaba nada, era de una pobreza estilística y especulativa absolutamente escandalosa. En El pasado oculto, demostró, por si había alguna duda, su ignorancia absoluta sobre la nueva bibliografía e interpretaciones en torno al fenómeno fascista. Su interpretación recordaba a Dimitrov y la III Internacional. Mijail Suslov hubiese sido, sin duda, más sutil. Sin embargo, su mayor fracaso ha sido, a mi entender, La Iglesia de Franco, que más que una obra de investigación histórica parece la autobiografía de un exseminarista que ha sufrido abusos por parte curas pederastas. Su pseudobiografía de Franco no aporta nada. Y es a Casanova no le interesa la derecha española; ni le interesa ni la entiende; simplemente, la desprecia. En ese sentido, tampoco le interesa nada la figura del dictador español. Franco es una típica obra de encargo; hecha a desgana; sin convicción ni empatía. Sin duda, hubiera preferido al feroz Buenaventura Durruti o a la homófoba Federica Montseny.
Otro historiador muy jaleado por la prensa de izquierdas ha sido Nicolás Sesma, autor de otro libro prescindible sobre el régimen de Franco titulado significativamente Ni una ni Grande ni Libre, cuya principal aportación, un tanto risible, es la definición del franquismo como “fascismo poliédrico”. Y es que aquí, en España, el que no corre vuela, sobre todo en historiografía, a la hora de hacer el ridículo, con tal de conseguir una efímera celebridad mediática.
El primer acto de la mojiganga tuvo lugar el 8 de enero de este año en el Museo Reina Sofía de Madri., bajo el lema “España en libertad, 50 años”. Al acto asistió la plana mayor del gobierno, junto a periodistas e intelectuales de izquierda. Comenzó con una esotérica danza de la bailarina Inmaculada Salmerón, miembro del Ballet Nacional de España. La periodista Eva Maruja ejerció de maestro de ceremonias de la mojiganga, ensalzando el contenido del programa. Carmina Gustrán expuso las líneas generales del programa. Aparecieron los periodistas Soledad Gallego Díaz, vieja comunista, que contó sus batallitas; y Javier Padilla, que vino a promocionar un libro suyo. A continuación se proyectó un video grotesco presentado por una tal Albalta San Román en el que preguntaba en la calle sobre lo que se podía o no hacer en la España de Franco. No deja de resultar paradójico que los entrevistados fueran la inmensa mayoría adolescentes, que no conocieron la época. El delirio llegó al extremo cuando la periodista llegó a decir que durante el franquismo no podía verse películas como Con faldas y a lo loco, ni leer Los miserables, de Víctor Hugo. El culmen de la mojiganga corrió a cargo, naturalmente, de Pedro Sánchez, narcisista de libro. El dirigente socialista es un hombre de poder, un hombre unidimensional, sin cultura ni curiosidad intelectual alguna. Siempre va a lo suyo, a conservar el poder y a exhibir su imagen ante las cámaras. En su discurso, dio una imagen grotesca de la España de Franco. De nuevo, pura demonología. “La gente no podía ser lo que quería ser”. Por lo visto ahora sí, sobre todo a una juventud incapaz de llevar a cabo un proyecto de vida, por las circunstancias materiales en que se desenvuelve. Sobre todo, exhibió su crasa ignorancia histórica, sociológica y económica cuando comparó la renta per cápita española de 1975 con la renta per cápita actual. El conjunto de los economistas se le echaron encima, destacando el mediocre crecimiento español a lo largo de la etapa partitocrática. Y es que no debería olvidarse que, como señalan historiadores antifranquistas como Gabriel Tortella o Pablo Martín Aceña, el franquismo fue “la edad de oro del capitalismo español”; y el período de mayor movilidad social de su historia. El régimen de Franco era, sin duda, una dictadura. Y no lo ocultaba: uno de sus pensadores oficiales Rodrigo Fernández Carvajal lo definió, en su libro La Constitución española, publicado en 1969, por Editora Nacional, como una “dictadura constituyente y de desarrollo”. Sin embargo, ello no debería ocultar sus logros.
Como colofón la joven cantante Jimena Amarillo intentó cantar la célebre Libertad sin ira, pero lo hizo muy mal, incluso se trabucó. Un desastre.
Así lo vio el conjunto de la opinión pública, entre carcajadas y befas. La mojiganga fue un fracaso. Y es que, al menos en nuestra opinión, esta iniciativa puede ser contraproducente, no ya desde el punto de vista académico, sino desde el directamente político, que es, no lo duden, el que le interesa a Sánchez. Quizá le ocurra como al personaje de la película de John Huston, Casino Royale, una brillante parodia de las películas de James Bond: “Es una trampa. Esta pistola dispara hacia atrás. Acabo de matarme”. Que así sea. Políticamente hablando, se entiende.