Hiperliberalismo

La última obra de John Gray y el regreso a una feliz era de tinieblas

«Vivimos en una plácida isla de ignorancia en medio de los negros mares de la infinitud, y no hemos sido concebidos para viajar muy lejos. Las ciencias, cada una de las cuales avanza en su propia dirección, apenas nos han afectado hasta el momento, pero algún día la conjunción de esos conocimientos disociados abrirá unos panoramas tan aterradores de la realidad, y de nuestra espantosa posición en su seno, que bien la revelación nos hará enloquecer, bien huiremos de esa luz letal para refugiarnos en la paz y la seguridad de una nueva era de tinieblas».    

La llamada de Cthulhu, magistral hasta la última página, tiene un comienzo capaz de hacer arder por combustión espontánea a cualquier —disculpen la redundancia— ilustrado pinkeriano, masonazo de Zenda y progresista prisaico: la luz es letal (deadly), una nueva era de tinieblas ofrecería un refugio de paz y seguridad, mientras que la ciencia abre ante nosotros un futuro aterrador. Vale, Lovecraft, has logrado captar nuestra atención, esto se sale del menú habitual. Hay una serie de construcciones lingüísticas en el ámbito público repetidas con tanto ahínco que al final van creando campos semánticos intercomunicados: el periodista o político de turno pronuncia una palabra acusatoria a modo de conjuro y de ella cuelga toda una ristra de significados donde uno acabará enredado sin posibilidad de escape. Ahí tenemos a un cargo del PP que hace unos días para descalificar una propuesta sobre vivienda la tildaba de «franquista», ante lo que alguien con la mirada limpia se preguntaría «¿Entonces es buena o mala?». Pero como ya nos conocemos todos entonces de «franquismo» cuelga irremediablemente «pasado/tinieblas/superstición/rosarios/blanco y negro/Los santos inocentes/tricornio y bigote/desolación/barbarie/sopa de ajo».

Cuesta romper esa cadena de significantes porque pueden estar más en la cabeza del receptor que del emisor. Algo parecido ocurre con lo que narra la Biblia sobre la tribu de Efraín, cuando huían cruzando el río Jordán y sus enemigos en los puestos de control, para identificarlos, les pedían pronunciar la palabra espiga (shibboleth) para comprobar su acento y decidir entonces si merecían vivir.Los shibboleths —o chiboletes, tradujo Unamuno— son desde entonces palabras o expresiones que revelan el grupo de pertenencia de quien las profiere, sea este consciente de ello o no. Si dice «ni que sea» estamos ante un catalán, por mucho que trate de disimular el acento; si escribe «demigrante» estamos ante un forocochero y si pronuncia enfáticamente «libertad», convertida en fetiche y paradigma, estamos ante un occidental en el ocaso de su civilización. Al menos eso es lo que nos cuenta el veterano filósofo británico John Gray, alguien que ya en 1989 desmintió a Fukuyama («la historia no dibuja ninguna trayectoria definible, ni a la larga ni a la corta») antes de que los propios acontecimientos lo hicieran y que ahora acaba de publicar Los nuevos leviatanes: reflexiones para después del liberalismo. Como el título insinúa es una relectura de Hobbes («un liberal, tal vez el único al que todavía valga la pena leer», nos dice) a la luz de la agitada geopolítica contemporánea y de la inexorable deriva de los Estados liberales hacia otra cosa distinta: unos leviatanes que han mutado tanto que ya no es taxonómicamente apropiado incluirlos en la misma especie. Convertidos en ingenieros de almas, no aspiran ya a tener el monopolio de la violencia, sino el de la verdad.

Es una obra por tanto centrada en las definiciones, de ahí que preste singular atención a su teoría del lenguaje, «con la que nos enseña que los seres humanos se dejan poseer por las palabras. Este otro Hobbes puede ayudarnos a comprender por qué la civilización liberal ha pasado a mejor vida». Una lengua es una herramienta formidable que trae consigo la maldición de llevarnos a habitar un mundo imaginario donde «las palabras se van volviendo más reales que las cosas», por ello «Hobbes creía que la humanidad podía escapar del hechizo del lenguaje construyendo definiciones claras de las palabras». Quizá ni por esas, pero habrá que intentarlo…  

Una de esas palabras a la que presta particular atención es aquella por la que tantos crímenes se han cometido en su nombre, como observó Madame Roland antes de morir guillotinada por un régimen que deificó tres de ellas. Hablamos de libertad y, en consecuencia, de liberalismo. Nos explica Gray, «el Occidente liberal está poseído por la idea de libertad. Cualquier freno a la voluntad humana es condenado como un modo de represión. Si unos seres humanos infligen daño a otros, es porque la sociedad los ha perjudicado a ellos primero. Cuando se corrijan esas injusticias, todos podrán vivir como gusten tras haber creado el mundo en el que desean vivir. Pero, paradójicamente, para que esa libertad pueda ser efectiva, es preciso vigilar y controlar todos los aspectos de la vida. El lenguaje debe depurarse de todo rastro de crimen de pensamiento. La mente debe dejar de ser un terreno privado y someterse a un escrutinio que detecte los sesgos y errores que en ella se ocultan. Como ya vaticinara Dostoyevski en Los demonios, la lógica de la libertad ilimitada es el despotismo ilimitado».

Al arrancar esa flor para apropiarnos de su belleza termina marchitándose en nuestros dedos, puesto que «en los Estados occidentales cautivados hoy por una versión hiperbólica del liberalismo hay también otro experimento en marcha. El proyecto hiperliberal consiste en emancipar a los seres humanos de las identidades heredadas. La idea es que las personas deben ser libres para hacerse a sí mismas como deseen.(…) la autodeterminación individual sin límites es una fantasía. Los seres humanos no pueden crear sus vidas de la nada, pero sí pueden destruir la vida que tienen y quedarse sin nada».

La creencia de que cada uno de nosotros somos hijos de Dios, portadores de un aliento divino, trascedentes a cualquier poder terrenal, habría vertebrado el liberalismo en su primacía del individuo e igualdad intrínseca, así como su universalismo. Mientras que la creencia en la constante perfectibilidad de las instituciones humanas es un correlato de la historia humana vista como un pecado original seguido de redención. Pero de igual manera, nos dice, la agenda progresista, lo woke, lejos de ser una variante del marxismo, no es sino liberalismo hipertrofiado. Uno que es heredero del cristianismo, pero que al quitarse el corsé de sus dogmas se ha quedado en masa gelatinosa al que ha bautizado como hiperliberalismo: «El mundo pagano admiraba el poder y la gloria; los débiles contaban muy poco o nada. El cristianismo dio la vuelta a los valores del paganismo. Un ser humano derrotado en una cruz se convirtió en símbolo del amor de Dios por los desvalidos y en garantía de la salvación de estos. El mundo sería redimido por el sacrificio de Dios. Este mensaje cristiano enardeció tanto a los movimientos milenaristas de la época medieval como a los revolucionarios laicos del siglo XX. Formó también la base del liberalismo clásico y es el que inspira a los hiperliberales de hoy en día. En los movimientos woke, la condición de víctima confiere autoridad moral, al igual que en el cristianismo (…) Como en su día hiciera la Ilustración cuando proyectó levantar su particular ciudad de Dios sobre la Tierra, el hiperliberalismo vehicula hoy las esperanzas cristianas en un mundo nuevo. La religión y la filosofía paganas no ofrecían tales esperanzas. La sabiduría residía en la aceptación del mundo».

¿Qué es lo que tenemos entonces? Una herejía que no parece consciente de serlo y que, abandonada cualquier otra referencia, entroniza al individuo, su libertad, ego y deseo, sin comprender algo fundamental que se ha perdido por el camino: «Hobbes creía que los seres humanos necesitaban de limitación tanto como de libertad. Ese era el mensaje del cristianismo: la humanidad pecadora debe vivir con arreglo a la guía divina. Esa necesidad de restricción se reconocía ya en la mitología griega, antes de la era cristiana. El encadenamiento de Prometeo es la respuesta justa a su arrogancia. Esa es también la moraleja del relato de Job, en el que la rebelión contra Dios termina en sometimiento a la autoridad divina». Así que no es cuestión de tirar al niño junto con el agua sucia, no se trata de negar el liberalismo de raíz sino de tantear sus límites (¿no es acaso una doctrina entusiasta de los equilibrios y contrapesos? ¿por qué es comedida y centrista en todo salvo en sí misma, considerándose absoluta?). Pues bien, eso es lo que hace John Gray en esta obra, donde también repasa una serie de pensadores «extrañados», que diría Freire, principalmente rusos, ignorados o perseguidos a lo largo del siglo XIX y XX.

Veamos entonces, para concluir, en qué puede traducirse todo lo anterior en nuestro contexto más inmediato… ¿No es la catastrófica caída de la natalidad fruto, al menos en parte, del cambio cultural liberal? ¿Del moderno temor a los lazos familiares, a las cargas y responsabilidades que trae consigo la paternidad, del miedo del sujeto, en definitiva, a perder la libertad? Todo aquello que entra en el campo semántico de la familia (tradición, linaje, estabilidad, comunidad, arraigo, compromiso, dependencia…) resulta escasamente compatible con los valores contemporáneos ensalzados en la publicidad, la cultura pop y los medios acerca del paradigma ético al que al parecer debemos aspirar como consumidores, trabajadores y, en definitiva, como ciudadanos (individualismo, hedonismo, flexibilidad, promiscuidad, reinvención de uno mismo, desarraigo…). Tampoco la libertad como principio supremo y exclusivo parece bien avenida con la continuidad de la Nación que requiere un nosotros frente al yo, unidad frente a la autodeterminación disgregadora, fronteras frente a la libre circulación de bienes y personas, y un legado del pasado frente al anhelo emancipador y autofundante. Por tanto, solo cabe concluir con aquel grito castizo de «¡vivan las cadenas!» y que se cierna sobre nosotros la nueva era de tinieblas augurada por Lovecraft.

Nacido en Baracaldo como buen bilbaíno, estudió en San Sebastián y encontró su sitio en internet y en Madrid. Ha trabajado en varias agencias de comunicación y escribió en Jot Down durante una década, donde adquirió el vicio de divagar sobre cultura/historia/política. Se ve que lo suyo ya no tiene arreglo.

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